Florelys Linares tenía 18 años y estudiaba educación en la Universidad de Carabobo. Ante los rumores de que privatizarían esa casa de estudios, al igual que otros de sus compañeros, salió a expresar su descontento. Iba en el transporte estudiantil cuando su vida tomó otro rumbo.
Fotografías: Archivo Familiar / Florelys Linares
A través del parabrisas del corsa verde que de lunes a viernes se estaciona a las puertas de la Notaria Primera de Acarigua, en Portuguesa, se ve solo un pasajero: una mujer con bastante rímel, labios pintados y bien peinada. Sentada en el puesto del conductor, dispuesta a bajarse, recoge algunas cosas en el asiento del copiloto. Luego, saca las piernas del auto y pone sus pies sobre el asfalto, pero no se levanta. Espera a que alguien se acerque. Se inclina y hala la palanca de debajo del asiento para abrir el cajón de la maletera. Y sigue allí esperando sentada.
Quien se acerca, siempre algún hombre conocido, la saluda en voz alta mientras va al maletero y saca de allí una silla de ruedas.
Correr. A Florelys siempre le gustó correr. Desde que alcanzó el equilibrio que los niños consiguen después de los dos años —luego de unas cuantas caídas—, era cotidiano verla correr detrás de uno de sus hermanos, persiguiendo a una prima, escabulléndose después de alguna travesura para que su mamá, con la correa en la mano, no la alcanzara.
Hubo tiempo para que jugara al escondite, pateara pelotas y practicara fútbol, básquet o voleibol. Y mientras los árboles mudaban sus hojas, también hubo tiempo para que se probara zapatos de tacón alto de sus seis hermanas mayores, vistiera minifaldas y mostrara unas piernas que creía torneadas. Asistía a fiestas familiares, donde bailaba al son de los merengues de Wilfrido Vargas y saltaba agitando la cabeza con »Pégale con el martillo», de Caramelos de Cianuro.
Vivió, sin impedimentos, esa corriente que lleva a la adultez: las travesuras de bachillerato, las salidas y encuentros con amigos, los primeros enamorados, las fiestas de 15 años. El liceo acabó. Su deseo era estudiar derecho, pero logró ingresar a la Universidad de Carabobo para cursar otra carrera: educación.
Tras sacar la silla de ruedas de la maletera, el hombre la pone frente a la puerta del conductor. Se inclina y usa toda su fuerza para levantar a Florelys. Pesa unos 53 kilos. Mide 1,58 metros. La suspende, se da vuelta con ella y la deja sobre la silla. Entonces ella se traslada a su lugar de trabajo, donde comienza a revisar documentos legales. A veces la interrumpen la señora de mantenimiento u otra compañera para saludarla amablemente.
Tanto la silla de ruedas, como el carro, son fundamentales en su día a día porque la ayudan a movilizarse. La llevan hasta donde sus extremidades, sin fuerzas, no pueden hacerlo.
Están así desde que una bala —salida del arma de un funcionario de policarabobo— atravesó su pulmón y se alojó entre la cuarta y quinta vértebra de su columna. En 2019 se cumplen 22 años de ese día: ocurrió el 9 de octubre de 1997. Florelys Patricia Linares Flores era entonces estudiante de la Universidad de Carabobo.
—Chama, vámonos. No hay clases —le dijo a su amiga, mientras la agarraba por el morral para ir a tomar el autobús universitario. Un joven con un megáfono acaba de informar que se suspendían las actividades. Por el campus caminaban dispersos estudiantes con cartones blancos y letras de colores que formaban la frase: «No a la privatización». Se había corrido el rumor de que la universidad sería privatizada y los estudiantes rechazaban la medida.
Eran aproximadamente las 9:00 de la mañana. Florelys, su amiga y otros jóvenes subieron al autobús. Los hombres hicieron que el vehículo tomara una ruta distinta a la habitual y se detuviera en una de las avenidas de Valencia. Se bajaron y comenzaron a escribir con espray en las paredes la misma frase que Florelys y su amiga habían leído en los carteles que mostraban en la facultad: “No a la privatización”.
Apenas unos cinco minutos después, a través de las ventanas del autobús comenzaron a verse jeeps, carros y motos de la Policía de Carabobo que llegaban al lugar haciendo chillar las sirenas.
El transporte universitario arrancó rápidamente. En medio del ruido de las sirenas, Florelys cayó en cuenta de que los estaban persiguiendo. Las piernas le temblaban. Se aferraba fuerte al tubo del asiento de adelante y sentía cómo las manos le sudaban.
—¡Deténgase! Yo me quiero bajar— gritó.
—De aquí no se baja nadie —dijo una voz a la que hasta hoy Florelys no le ha puesto nombre ni rostro, y solo sabe que era uno de los once muchachos universitarios, tan aterrado como ella.
De pronto dejaron de escucharse solo las sirenas: ahora sonaban también detonaciones. Florelys recordó lo que siempre recomiendan en momentos como ese: «Cuando escuches disparo, tírate al piso».
Y así lo hizo: se echó al piso de lata del bus, en la parte posterior de la unidad.
—Están disparando —gritó ella, ahogada en llanto.
—Tranquilízate. Ellos no pueden atentar contra el transporte universitario —respondió la misma voz que ya había escuchado.
Pero los policías sí dispararon contra el autobús. Y una bala de una 9 milímetros terminó en el cuerpo de Florelys.
—Creo que me dispararon —dijo ella.
Aunque no se veía sangre en ninguna parte de su cuerpo ni en torno a ella, comenzó a sentir una sensación extraña: era como si se desvaneciera.
El autobús logró ingresar a la facultad de Medicina de la Universidad de Carabobo, y fue rodeado por la policía. Pero lograron llevar a Florelys al Hospital Central Enrique Tejera de Valencia, a kilómetros de allí. Sus compañeros suplicaban, lloraban, hacían oraciones por su vida.
Hasta que pudo ser operada.
Con solo 18 años, la muerte la observaba de cerca. Tenía la hemoglobina muy baja. Había superado un paro respiratorio. Florelys y su familia permanecieron 15 días en la Unidad de Cuidados Intensivos. Y dos meses más en el área de cirugía. Su mamá y sus hermanos nunca se despegaron de su lado.
El homicidio en grado de frustración, como lo calificó el Ministerio Público para imputar al funcionario que disparó la bala extraída a Florelys, fue cambiado a lesiones gravísimas. El fiscal de la causa consideró que ella podría recuperarse y volver a caminar.
Y sí se recuperó. Las heridas de su corazón sanaron. Llevó tiempo, dinero, viajes, terapias físicas y psicológicas. Frustración y llanto, mucho llanto. Pero perdonó, aceptó y avanzó. Aprendió y se adaptó a su nueva vida.
Nunca volvió a caminar.
Pero después, tal como era su deseo, se graduó de abogada.
«La vida es una fiesta. Es una fiesta si entendés que la vida no es como debería ser sino como es», decía Facundo Cabral. Hoy, para Florelys, de 42 años, la vida no solo es una fiesta, sino una historia para contar. Su proceso de sanación lo ha ido narrando, detalle a detalle, en un blog que creó y que una prima periodista le ayuda a administrar. Sus anécdotas las ha contado en entrevistas. Y comparte su experiencia en conferencias, con una determinación que convence a muchos de que con su condición no hay limitaciones para continuar.
En una silla de ruedas ha participado en más de 20 competencias en la modalidad de atletismo adaptado, incluido el maratón (con sus 42 kilómetros) de Chicago, en Estados Unidos, en 2017. Se ha sumergido en aguas profundas practicando buceo adaptado. Y no ha parado de bailar gracias a la danza integrativa. Forma parte de la Fundación Manos sobre Ruedas, que defiende los derechos de las personas con discapacidad. Y de lunes a viernes conduce su Chevrolet corsa, adaptado con una palanca de moto, hasta la Notaria Pública de Acarigua, donde ejerce como abogada.
Translation: Yazmine Livinalli
Historia elaborada en el XIII Seminario de Periodismo Narrativo de Cigarrera Bigott 2019.