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Ahí es donde se siente como pez en el agua

Armando Díaz | 19 ene 2021 |
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Mariángel Pérez es enfermera instrumentista. Luego de años ejerciendo en el Hospital Adolfo Prince Lara y en clínicas de Carabobo, en el centro norte de Venezuela, renunció a su profesión con mucho pesar. Ahora trabaja como pescadora en Puerto Cabello.

Ilustraciones: Ivanna Balzán

 

Faltaban varias horas para que saliera el sol. Hacía frío. Lo único que se oía era el ruido del motor y el golpeteo del peñero contra las olas. El cielo estrellado estaba despejado, y en medio de la oscuridad, solo iluminaba la luz de la luna de esa madrugada de agosto de 2020. El agua salada que salpicaba mojaba a Mariángel Pérez. En la pequeña embarcación solo iban ella y Ezequiel, su pareja desde hace cinco años. Se dirigían a aguas abiertas, más allá de la costa de Puerto Cabello, a pescar. Apenas quedaban atrás los días de completa inoperatividad que llegaron cuando apareció la pandemia de covid-19 y paralizó toda actividad pesquera en la zona.

Cuando estuvieron en un punto en el que las luces de la ciudad se veían lejanas, pequeñas y titilantes, soltaron las redes al agua.

El pescador debe tener la paciencia para comprender el mar. Debe aprender a interpretar la fuerza y la dirección del viento; y debe saber cómo se comporta cada especie, porque todas son diferentes: no es lo mismo pescar carite, pargo, corocoro, lebranche, que sardina. Mariángel no tiene tantos años como pescadora, pero sabe que eso es así.

Comenzó de a poco, acompañando ocasionalmente a Ezequiel. Por aquello de que cada pez tiene su hora y su época en el año, algunas veces ellos zarpaban a eso de las 6:00 de la tarde; y otras lo hacían más bien de madrugada. Mariangel no estaba acostumbrada a andar cargando con enormes redes, ni a estar metiendo peces en cavas de anime llenas de hielo. En cambio, sí estaba habituada a pasar largas noches en vela, porque eran gajes de su profesión: es enfermera instrumentista.

En los pasillos del Hospital Adolfo Prince Lara de Puerto Cabello —zona costera del estado Carabobo, en el centronorte venezolano—, llevando de un lado a otro bandejas con medicamentos, empujando carritos con materiales quirúrgicos, entrando y saliendo de quirófanos, poniendo vías intravenosas y monitoreando pacientes, ella se sentía como pez en el agua.  

 

En 2018, conforme pasaban los meses, el precio del dólar subía sin control y el bolívar se devaluaba. A Mariángel no le rendía el salario, y en consecuencia, la nevera cada vez se quedaba más vacía. Lo primero que hizo fue buscar otros empleos en clínicas privadas, pero lo que ganaba tampoco era suficiente para pagar sus cuentas. Entonces los problemas comenzaron a agobiarla. No solo era que el dinero no alcanzaba para comprar alimentos, sino que tampoco los encontraba en los supermercados. Y no tenía tanta energía como para rendir en sus cuatro trabajos, hacer colas para comprar comida y atender a los hijos: el mayor tenía 16 años; el del medio, 13; y la menor, 9. En su casa no podía descansar. Cuando recostaba la cabeza en la almohada y cerraba los ojos, sentía que el tiempo volaba.

—¡Mamá, tengo hambre!

Esa frase, multiplicada por tres, la atormentaba.

Preparar desayuno y encontrarse con que no había suficiente relleno para todas las arepas, la obligaba a rendir lo que había para que alcanzara. Los dos mayores eran unos devoradores de comida; sabía que era por la adolescencia que siempre tenían mucha hambre. Ella solía comerse su arepa solo con mantequilla para que la de ellos tuviera relleno.

—Mariángel, ¿por qué no te pones a trabajar en la pesca? Ya tú conoces el mar —le insistía Ezequiel.

—Sí, pero es que el hospital…

—¡Qué hospital…! Mira lo que ganas y mira lo que gano yo…

Vendiendo lo que pescaba, Ezequiel podía obtener hasta unos 40 dólares en un día. Muchas veces tuvieron esa conversación, porque Mariángel estaba renuente a dejar su trabajo, ya que, a pesar de todo, a ella le gustaba lo que hacía. Pero como la inflación la golpeaba cada vez más fuerte, y estaba agotada de andar brincando de clínica en clínica, comenzó a considerar la opción que le proponía Ezequiel. Hasta que se decidió: con un poco de pesar, renunció a todos sus empleos como enfermera.

Sería pescadora.

El primer día en su nuevo oficio, vendió todos los pescados y fue corriendo a un supermercado a comprar todos los alimentos que pudo: sus hijos iban a tener sus tres comidas.  

Y ese era un incentivo suficiente para volver al mar.

  

Durante aquella madrugada de agosto de 2020, sacaron pocos kilos de distintas especies de peces. Pensaban seguir la faena, a ver si mejoraba un poco la pesca, pero entonces aclaró el día y Mariángel notó sobre las aguas algo que no le gustó nada: una mancha gigante, negra, viscosa, tornasolada.

Era petróleo.

Ni Mariángel ni Ezequiel estaban enterados del nuevo derrame de crudo ocurrido en la refinería El Palito. Habían sido varios en los últimos meses. En el más grande, según algunas estimaciones, cerca de 26 mil barriles de petróleo se esparcieron a lo largo de 352 kilómetros cuadrados de mar, una extensión que podría cubrir toda Caracas.

Desde el peñero, Mariángel metió sus manos en el mar.

—¡Mira, Ezequiel, el agua está caliente!

—¡Saca las mallas madres, Mariángel! —respondió él. Entre los dos, las sacaron. No pesaban: las redes estaban prácticamente vacías. Cuando terminaron de extraerlas, tenían las manos manchadas de negro.

—¡Esta mierda huele como a asfalto! —gritó furioso Ezequiel.

Los pocos peces que salían estaban cubiertos por la mezcla viscosa.

Entonces entendieron que ese sería un día perdido. Cuando ocurrían derrames, la pesca no era buena: las orillas de las playas terminaban convertidas en cementerios de peces de todos los tamaños, formas y colores.

—Prende el motor, Ezequiel.

El hombre haló la cuerda que enciende el motor y la máquina empezó a rugir con fuerza. Sin pesca, el gasto de los 140 litros de gasolina que habían usado había sido en vano.

Con ese derrame afectando la zona de Playa Blanca, para tratar de pescar algo, en los próximos viajes tendrían que ir más hacia Patanemo, en dirección al este de Puerto Cabello o alejarse de las costas unas 20 millas náuticas, o más. Todo dependería de qué tan lejos estuvieran las manchas de crudo en el agua. Pero no podían darse el lujo de navegar sin certezas.

Volvieron a la orilla.

En el muelle se toparon con las más de 30 embarcaciones que llevan ahí varios meses: unas por la falta de combustible, otras porque tienen dañado el motor y algunas porque sus dueños no han conseguido repuestos.

Al ver las boyas, Mariángel se asustó: el anime no era blanco; estaba teñido casi todo de negro. Cuando amarraron la embarcación y subieron al muelle, se dieron cuenta de que el daño era mayor al que creían.

—¡Coño, la lancha también está sucia! —dijo Mariángel, llevándose las manos a la cabeza, y viendo que la mayoría de los equipos de trabajo estaban manchados de petróleo.

Comenzó a preocuparse por la inversión que tendrían que hacer para recuperarlos. Ezequiel tenía en sus manos la cava con lo poco que habían podido pescar: apenas unos 10 kilos. Entre los dos la llevaron a una suerte de mercado, a pocos metros de allí. Era una veintena de kioscos, pequeños y sucios, en los que siempre hay restos de pescado por doquier, y donde predomina el olor a agua sucia y los gatos y perros se dan un festín junto a los pelícanos y gaviotas que revolotean por todas partes.

Muchas veces los vendedores les han devuelto la mercancía o se han quejado, porque la contaminación en los pescados es evidente. Llegaron hasta el puesto de Samuel, uno de los vendedores, quien les recibió la carga. Luego se sentaron en unas desgastadas sillas de plástico a mirar hacia el mar.

—¡Ay, Ezequiel! Eso es un dineral… Mira cómo están la lancha y las boyas. Lo poquito que ganemos se nos va a ir en eso.

Para reponer boyas, mallas y anzuelos dañados, calcularon, tendrían que invertir unos 100 dólares. A eso debían sumar el gasto de la gasolina que habían consumido con ese viaje sin éxito. Repararon en lo irónico que era la escasez de gasolina allí, a metros de una estación de servicio especial para lanchas. El módulo parecía estar listo para ser usado (el logo de Pdvsa estaba recién bien pintado), pero lleva al menos cinco años sin funcionar.

Pronto tendrían que regresar a San Esteban, el pueblo al sur de Puerto Cabello donde viven juntos, y emprender una caminata de una hora hasta su casa. Entonces volvió a su cabeza la posibilidad de irse del país. Es algo que le aterra. Se acordó de sus hermanos que viven en Perú, en lo mucho que sufren lejos de la familia, en que en los arrendamientos se les va casi todo el sueldo. Ella no quiere eso. Lo que más quisiera es volver a la enfermería. Volver a atender personas, a asistir cirugías. Esa es su vocación.

Armando Díaz

Pateo calle desde mi habitación creando historias interesantes que me permiten conocer la realidad global de mi país.
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