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Alba no se siente parte de nada

Aismar Almeida | 21 ene 2020 |
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Con el nacimiento de Alba Romero se desató un conflicto familiar que, mientras ella crecía, se avivaba aún más. Luego de graduarse de enfermera, al no ver un futuro auspicioso en Venezuela, hizo maletas y se fue por carretera a Ecuador. Quizá por haber pasado tantos años sola, la migración le resultó un proceso llevadero.

Ilustraciones: Robert Dugarte

 

A Alba Romero le llegó su cumpleaños número 31 a bordo de un autobús que la llevaba con destino a Guayaquil, Ecuador. Sin torta de chocolate, ni discusiones y sin felicitaciones, gestos que para ella no tenían mayor significado. Cumplir años era algo que agradecía a Dios, pero que no disfrutaba. Las consecuencias que su nacimiento trajo a su familia eran recordadas cada 15 de marzo; una fecha que por mucho tiempo le generó estrés, angustia. 

Partió de Puerto La Cruz, estado Anzoátegui, su ciudad natal, el domingo 11 de marzo de 2018. La estación de autobuses estaba a reventar. La decisión de migrar empezó a tener más sentido a medida que la crisis económica y social se acentuaba en Venezuela. Llevaba poco más de un año evaluando los pros y los contras de mudarse a otro país: su futuro y su nuevo hogar eran cosas que no podía tomarse a la ligera. 

Finalmente, el 16 de marzo de 2018, luego de seis días de viaje por tierra, llegó a Ecuador.

Uno de los primeros lugares que visitó estando en Guayaquil fue una farmacia. Allí pudo encontrar el tratamiento médico que necesitaba para la espondilitis anquilosante que la aquejaba desde sus 19 años. Las personas que la padecen en general tienen deficiencias en su sistema inmunológico. En el caso de Alba, según sus médicos, factores como la mala alimentación y microorganismos actuaron como desencadenantes de esta enfermedad inflamatoria que afecta las articulaciones y que le fue diagnosticada en 2013.

 

Cuando Ana María, la madre de Alba, supo que estaba embarazada, quiso abortar. Pero no lo hizo. La mujer mantenía una relación amorosa con Luis Romero, su cuñado y esposo de Yolanda, su hermana mayor. Durante 10 años habían salido a escondidas, y nadie en la familia podía enterarse de que el fruto de esa relación venía en camino. La ropa holgada sirvió para disimular el crecimiento de su vientre; luego, para no levantar sospechas, decidió fajarse.

Un día, cuando se acercaba el segundo trimestre de gestación, Ana María estaba lista para darse un baño y una de sus hermanas la vio: descubrió que estaba encinta y fue a contarle a sus padres Juana y Mateo.

El interrogatorio que vino después dio paso a insultos y reproches interminables. Los padres decidieron mantener el secreto. No querían que el resto de la familia y los vecinos supieran quién era el padre del niño, para evitar el escándalo y la vergüenza.

En vista de que todos le habían dado la espalda, Ana María decidió mudarse a una residencia. 

Fue en el Hospital Luis Razetti de Barcelona donde dio a luz a su primogénita, el 15 de marzo de 1987. Cuando nació, Alba estaba desnutrida. Las consecuencias de un embarazo no controlado eran evidentes. Durante el parto Ana María había sufrido un cuadro de preeclampsia. Al enterarse de las complicaciones del parto, la abuela Juana pidió, bajo ciertas condiciones, conocer a la recién nacida. 

“Tráiganmela, pero en una caja de zapatos para que nadie la vea”. Ana María no quería acceder a aquella petición, pero Yudith, su hermana menor, insistió. Alba estaba tan flaquita que la caja de cartón parecía hecha a su medida. 

Una mañana Alba volvió a la casa de su abuela Juana, esta vez en brazos de su madre, cuando tenía un año de edad. Para entonces, salvo Yolanda, la esposa de Luis, las hermanas de Ana María ya conocían la historia. 

En un primer momento, Luisana fue el nombre escogido por sus padres: la combinación de Luis y Ana.

—¿Cómo se va llamar Luisana? ¡El nombre del descaro! ¡La gente no es tonta! —comentaban las tías con tono de rechazo y desprecio. 

La llegada del nuevo miembro de la familia dejaba expuesto el secreto que celosamente habían guardado. Para entonces Ana María llevaba en su vientre al segundo hijo de Luis. Los abuelos Juana y Mateo estaban resignados. Fue en ese momento cuando Yolanda supo que su sobrina de 3 años de edad era también hija de su esposo y que pronto tendrían un segundo bebé.

La relación entre las dos hermanas se rompió definitivamente.

Alba recuerda al padre como el gran ausente en su vida. No llamaba, no preguntaba. Trataba de no incomodar a su esposa Yolanda, con quien vivía junto a otros tres hijos. 

Juana le ofreció a Ana María un cuarto de su casa para que viviera con sus dos hijos. Nuevamente, bajo ciertas condiciones: Los niños no podían salir cuando había visitas o si llegaba su tía Yolanda. De la puerta del cuarto hacia afuera era muy penoso lo que decían de su madre. Sus pecados y faltas siempre eran tema de conversación.

Ana María respondía a los insultos, las malas caras, la rabia, la amargura y las palabras hirientes de la misma manera, incluso triplicaba la dosis de lo que recibía.

Las tías de Alba la hicieron sentir responsable de los errores cometidos por sus padres. “Desde que tú naciste la vida nos cambió a todos”. “Vas a ser igual que tu madre”. “Te vas a ir con el primer hombre que se te ponga en frente”. “No vas a servir para nada”. 

Alba no se quejaba. 

En 2002 se graduó de bachiller. Fervientemente pedía a Dios que le permitiera formarse como enfermera, deseaba poder entrar a la universidad. La respuesta a sus ruegos llegó rápido: su padre se ofreció a ayudarla con el pago de la inscripción. A los 18 años consiguió trabajo como voluntaria en el Hospital Luis Razetti de Barcelona. Al poco tiempo entró a trabajar como auxiliar de enfermería en la Clínica Santa Ana de Puerto La Cruz. 

Después de tanto, ya no tenía que pedir dinero a sus padres para pagar pasaje, o para pagar las cuotas mensuales de la universidad, donde se tituló como licenciada en enfermería en el año 2009. 

Empezó a conocer la independencia económica, lo que hizo que la brecha entre ella y sus padres se hiciera más grande. Escasamente hablaba con ellos. 

 

Cuando Alba tenía 7 u 8 años de edad, su abuela Juana le hizo una invitación que transformaría su vida: “¡Vamos a misa!”

La iglesia Santo Domingo Savio a la que asistía fue el primer lugar donde escuchó hablar de la paz, conoció el valor de la amistad y, sobre todo, entendió que los adultos sí pueden tratarse con respeto. Estar allí le permitió educarse no solo espiritualmente, sino también a nivel personal y social. 

Así inició su proceso de conversión, o lo que ella llama su “historia de salvación”. En esos encuentros religiosos, Alba supo que debía perdonar a sus padres. Había heridas en su alma. Ya adulta, lloraba mientras recordaba el dolor que la había acompañado desde su niñez. Sus carencias emocionales encontraron consuelo y la carga se hizo más liviana. “Fue muy difícil, pero aprendí a amarlos”. 

La relación con sus tías también mejoró. Ver a aquella niña convertida en una mujer noble, fuerte y feliz, de alguna manera las hacía sentir orgullosas y apenadas. Por su profesión le tocó cuidarlas y atenderlas cuando enfermaban. Las apoyaba con las medicinas si era necesario. Y lo hacía con gusto. 

Inicialmente pensó en migrar a Colombia y Chile. Pero conseguir trabajo en el país vecino se hacía cada vez más complicado y emprender el viaje a Chile la dejaría sin dinero para mantenerse apenas llegara. Así que la brújula apuntó hacia Ecuador. 

Con su pasaporte próximo a vencer y con la finalidad de legalizar su estatus migratorio, Alba inició el trámite correspondiente para sacar la cédula de identidad para extranjeros. Se dirigió a las oficinas del Registro Civil de Guayaquil, donde fue atendida. 

—Señorita, su partida de nacimiento tiene un error, no veo el nombre de su progenitor —le dijo la muchacha que la atendió, mientras buscaba entre líneas. 

—¡No, allí están los dos nombres!, permíteme ayudarte —respondió muy segura. 

La joven tenía razón, Alba se había llevado a Ecuador la partida de nacimiento equivocada. Su papá no la presentó al nacer, sino dos años más tarde, por esa razón existían dos documentos. Uno donde solo sale el nombre de su madre y otro cuya enmienda deja ver los nombres de ambos padres. Ella por error metió en su maleta el primero.

A diferencia de la cédula de identidad venezolana, en Ecuador los nombres de los padres de quien solicita el documento de identidad aparecen reflejados en la parte trasera. En el caso de Alba fue diferente, ese requisito no pudo ser llenado por presentar el acta de nacimiento errónea. En el lugar de los nombres solo aparecen equis. 

Mudarse a otro país trae consigo innumerables cambios. Cambios que para muchas personas resultan difíciles de afrontar. 

Alba se independizó muy pronto. No lo sintió como un proceso traumático. Quizá el hecho de haber crecido sola desde muy pequeña facilitó su adaptación. Nuevo cuarto, nuevas caras, otro ambiente. Se mantuvo siempre optimista, dispuesta a salir adelante. Comenzó a buscar trabajo y los muchos “no” que recibió en el camino parecían no afectarle, su historia de vida la había hecho fuerte. 

No pasó mucho tiempo cuando un conocido la recomendó a un amigo que necesitaba una enfermera de confianza que cuidara a su abuelo. Y desde entonces trabaja como cuidadora de ancianos.

Al marcharse dejó un pedazo de su alma en Venezuela: sus dos sobrinos. Pensar en ellos hace sus días más llevaderos. La aflige no verlos crecer y al mismo tiempo se siente aliviada al poder enviarles dinero cada mes. 

El desarraigo que la caracteriza comenzó mucho antes de partir de Venezuela. Si algo agradece del ambiente tan árido en el que vivió durante su niñez es que no se siente parte de nada.

Cada noche, antes de dormir, con la Biblia en sus piernas y un rosario en las manos, Alba da gracias a Dios porque le permitió nacer, por las heridas hoy sanadas, porque pudo entender que nada fue casualidad, porque comprende que la ausencia de sus padres era necesaria para su vida. Por las noches llama a Ana María y a su hermano para echarles la bendición a sus sobrinos. Su plan más inmediato es ahorrar dinero para hacer cursos y actualizar su curriculum como enfermera.

Anhela viajar a las Islas Galápagos y explorar el país que ahora es su hogar.


Esta historia fue producida dentro del programa La Vida de Nos Itinerante Universitaria, que se desarrolla a partir de talleres de narración de historias reales para estudiantes y profesores de 16 escuelas de Comunicación Social, en 7 estados de Venezuela.

 

 

Aismar Almeida

Nací en El Tigre, estado Anzoátegui. Recientemente culminé mis estudios de licenciatura en Comunicación Social, mención corporativa, en la Universidad Santa María, núcleo Oriente. Me gusta el diseño gráfico y las cosas bien hechas. Tengo muchas pasiones y escribir es una de ellas. #SemilleroDeNarradores
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