Las aulas no tienen que ser una burbuja. Que sus estudiantes sepan lo que les espera al graduarse es algo que siempre ha procurado Astrid Pérez Bastidas, cineasta y profesora de cine de la Escuela de Comunicación Social de la Universidad Católica Andrés Bello. Los anima a convertirse en contadores de historias, aunque eso sea cuesta arriba en un país como Venezuela.
FOTOGRAFÍAS: MARÍA ELIZA MANZUR Y ÁLBUM FAMILIAR
Antes de entrar al salón, Astrid Pérez Bastidas se detuvo. A pesar de tener nueve años siendo profesora en la Escuela de Comunicación Social de la Universidad Católica Andrés Bello (UCAB), sentía nervios al comenzar cada semestre. Pero esta vez era distinto. Era abril de 2022, y sería su primer curso completamente presencial después de dos años de clases virtuales por la pandemia de covid-19.
La materia que arrancaba ese día era producción cinematográfica, correspondiente al 1er semestre de la concentración de audiovisual. El aula estaba llena: 45 estudiantes, un grupo más grande de lo habitual. Astrid sabía que los vería cada jueves durante las siguientes 32 semanas, no solo para esa materia, sino en su continuación, en el semestre siguiente, cuando verían realización cinematográfica. A partir de ese momento romperían la burbuja estudiantil para adentrarse en la azarosa realidad de hacer cine en Venezuela. Ese era su objetivo: que sus estudiantes entendieran, estando todavía en las aulas, lo que les esperaba en la calle.
Sin pensarlo más, atravesó el vano de la puerta para comenzar esta historia.
Desde que se inició en la docencia, Astrid supo que no quería saturar a sus estudiantes repitiendo conceptos teóricos que podían conseguir por sí mismos en Internet. Siempre pensó en desdibujar los límites entre lo académico y lo laboral, haciendo de una vez aquello a lo que se dedicarían al graduarse.
Así lo aprendió en su época de estudiante en la UCAB. Sus profesores solían aprovechar las clases para hablar sobre sus experiencias laborales y hacer estudios de caso sobre los proyectos en los que trabajaban fuera de la universidad. Tras egresar en 2012 y ejercer como productora audiovisual en televisión y agencias publicitarias, Astrid valoró todos esos conocimientos prácticos que recibió de sus mentores. Por eso, decidió que usaría también su propia experiencia para enseñar a sus estudiantes a prepararse para ese medio tan competitivo y cambiante.
Buena parte de la vida universitaria de sus alumnos había transcurrido a través de una pantalla, por lo que no estaban acostumbrados a ese ambiente que a ella tanto le entusiasmaba. Caminar entre los pupitres, compartir con sus estudiantes el mismo espacio físico. Durante las primeras clases tuvo que lidiar con el silencio, con miradas perdidas y jóvenes que no parecían reaccionar a sus indicaciones.
Le recordaba a esos semestres de clases remotas, donde sentía que hablaba sola frente a un monitor con decenas de fotos.
—Chicos, enciendan sus cámaras, por favor —les decía en broma cada vez que hacía una pregunta y nadie respondía.
Tardó solo un par de semanas en desconectarlos del “modo Zoom”.
Entonces Astrid descubrió un salón que compartía el mismo compromiso por el cine que ella. No solo mostraron un genuino interés en aprender el proceso detrás de la creación de películas, preguntando y exponiendo sus propias ideas, sino que se comprometieron con cada asignación. Pronto, los jueves se convirtieron para Astrid en su día favorito (aunque casi a diario atendía también tutorías extras o les ayudaba con los guiones que debían escribir).
Astrid, desde niña, siempre quiso filmar películas. Si bien su carrera se ha enfocado más en la televisión y en comerciales, ha sido jefa del departamento de producción de 2 largometrajes, 1 de ellos aún en desarrollo, y 15 cortometrajes. Pero debido a la falta de dinero, ninguno de sus cortos pudo ser inscrito en festivales. De allí que ha querido enseñar a sus alumnos no solo a conseguir recursos, sino también a encargarse de la distribución de sus proyectos en salas de cine. Encontrar esa pasión en sus estudiantes le hizo desarrollar un vínculo especial con ellos. Sobre todo, porque ella misma aún no ha desistido de su sueño de ver pronto su crédito como directora.
Se dividieron en nueve grupos, donde cada uno desarrolló su propio guión de ficción para el proyecto final de la materia, que consistía en adelantar la producción de la pieza. Ahora Astrid debía enseñarles a “venderlo” con un pitch persuasivo que podían pronunciar ante algún financista. Porque parte de lo que hay que hacer en la calle es conseguir los fondos para materializar la historia que se tiene entre manos. Durante varias clases les enseñó a preparar su discurso, en el que no solo debían explicar de qué trataba su cortometraje, sino también justificar lo que les había impulsado a desarrollar esa idea y por qué creían que era importante, de la misma forma que ella hacía cada vez que buscaba productores o financistas para sus propios proyectos.
En junio, debían presentar sus discursos en el auditorio de la universidad. Como Astrid quería que la experiencia fuera lo más real posible, invitó a personalidades destacadas del medio cinematográfico para que hicieran de jurado. Asistieron la productora Claudia Lepage, el periodista Jorge Roig y el actor José Manuel Suárez.
Al terminar las presentaciones, el jurado eligió los dos cortos cuyos pitches les convencieron más: Transporte público, una comedia negra con tintes de road movie; y Dogma, un thriller sobre una secta. Los estudiantes escogieron además a Saúl, una historia sobre un anciano cuya vida cambia luego de que su hijo se va del país.
Esas historias se harían realidad.
El discurso era solo la primera parte de la etapa de desarrollo, que abarcaría todo el semestre. Era un paso crucial antes de la preproducción, pues ahora debían tomar cada pitch y salir fuera de la universidad para presentarlo a potenciales inversionistas y establecer alianzas.
Hasta para los cineastas profesionales, conseguir recursos para financiar sus obras suele ser complicado en un país como Venezuela. Astrid lo sabía. La situación económica del país, sumada a la burocracia para conseguir financiamiento del Centro Nacional Autónomo de Cinematografía (CNAC), ha obligado a los cineastas a ingeniárselas para sacar adelante sus proyectos.
Por eso les enseñó varias opciones para conseguir recursos. Desde hacer campañas de crowdfunding y rifas, hasta patrocinios e intercambios publicitarios con marcas comerciales. Incluso, un grupo creó una caja chica en la que quincenalmente depositaban 5 dólares, como un fondo en caso de emergencia.
Pronto llegó agosto y el 1er semestre de la concertación terminó.
En realidad, 32 semanas era poco tiempo para un proceso que tomaba meses y hasta años. Astrid, ya tratándolos como profesionales, se percató de que aún seguían dentro de la burbuja académica. Sin embargo, los propios estudiantes, comprometidos con sus proyectos, le propusieron seguir trabajando en vacaciones. Entusiasmada, también dejó a un lado su propio tiempo libre para acompañarlos.
Las clases no se detuvieron.
En octubre comenzaron la materia de realización cinematográfica, prevista en el pénsum. Para no retrasarse, los grupos debieron compaginar partes de la etapa de desarrollo con la de preproducción. Mientras conseguían los recursos, también realizaban los castings, buscaban locaciones y alquilaban los equipos técnicos.
Como en cursos anteriores, repartieron los roles de acuerdo con sus propias capacidades. Aquellos que ya venían de otras concentraciones como comunicaciones corporativas y mercadeo fungieron como productores, encargándose de la organización y comercialización. Por su parte, quienes venían de guionismo se ocuparon de los procesos creativos, reescribiendo las historias para adaptarlas a los cambios que surgieran, como un ente en constante evolución.
A principios de diciembre, aunque todavía estaban recaudando fondos, ya contaban con capital suficiente para comenzar a grabar.
Iniciar las filmaciones en esa época en la que el país se paraliza por las fiestas navideñas resultó desafiante, pero Astrid ya les había advertido sobre la importancia de hacer los preparativos con antelación y ceñirse al plan de rodaje. A partir de allí el tiempo sería su recurso más valioso y limitado.
La profesora era consciente de que no trataba con estudiantes de cine, pero sabía que eran capaces de cumplir sus expectativas, por lo que mantuvo la vara alta. Incorporaron a actores de trayectoria como Antonio Cuevas, Sheila Monterola y el propio José Manuel Suárez. También contrataron a especialistas en maquillaje, técnicos de sonido y operadores de maquinaria. Astrid, además, invitó a un director de arte, quien asesoró a los tres grupos durante todo el proceso.
Trabajar con profesionales experimentados hizo que los jóvenes tomaran conciencia de la seriedad del camino que estaban tomando. Y eso les hizo esforzarse para estar a la altura del reto.
Cada uno de los cortos tuvo su propia complejidad. Para Transporte público, el equipo debió contratar a un maquinista para operar un camera car instalado en la parte delantera del vehículo donde transcurría la acción. También contaron con personal de seguridad que los escoltaba en otro auto detrás. En un tercer vehículo, al frente de los demás, el director y su asistente iban supervisando y dando indicaciones con una radio.
En Dogma, el desafío fue más logístico. Su historia ameritó un elenco grande, con extras incluidos, por lo que el grupo debió aprender a manejar personal y adaptar su plan de rodaje a la disponibilidad de sus actores. Aunque la mayoría aceptó participar sin cobrarles, debieron cubrir también necesidades básicas como comida y transporte.
Finalmente, en Saúl el reto estuvo en su diversidad de locaciones. No solo debieron gestionar permisos y reponerse ante cancelaciones de último minuto, sino dedicar horas a la preparación de los escenarios y remodelar dos veces la misma casa para hacerla parecer apartamentos diferentes. También ensamblar tomas hechas en lugares distintos para darles continuidad como si ocurrieran en un mismo sitio.
Casi siempre Astrid estuvo en los rodajes. Fue allí donde realmente pudo apreciar cuánto habían aprendido sus estudiantes, al verlos en el terreno tomando decisiones, resolviendo problemas o lidiando con el estrés. No era un simple proyecto académico, era la verdadera experiencia de crear cine con todas las frustraciones y obstáculos que suponía hacerlo de forma independiente en el contexto venezolano.
Los tres cortos estuvieron listos a finales de enero.
Ahora tocaba mostrarlos al público.
Astrid no quería que el trabajo de sus alumnos quedara reducido a una simple proyección en clases, para luego perderse dentro de un disco duro. El cine era para ser visto y compartido, por lo que, como parte de su evaluación final, debían cumplir la siguiente etapa de su proceso como realizadores: la distribución.
Los jóvenes lograron un acuerdo con Teatrex, ubicado en la urbanización El Bosque, para organizar una función especial, además de conseguir el patrocinio de varias marcas. Una estudiante de otra sección se sumó también, luego de pedirle a Astrid permiso para proyectar junto a ellos su corto Nuestro último día.
Bautizaron al evento Roperó, una castellanización del término Wrap it up, empleado en el argot cinematográfico para referirse al momento en que una película termina sus filmaciones y está lista para empezar su posproducción.
El día del estreno fue solemne. Aparte de los familiares y amigos de los estudiantes, también asistieron invitados especiales, entre ellos el jurado de sus pitches meses atrás. Además de actores, colaboradores e incluso representantes de las empresas que los apoyaron económicamente. Astrid lo sintió como una demostración del poder del cine para sumar voluntades.
Para Astrid, ese camino que había comenzado dos semestres atrás, con la expectativa de ser su primer grupo post pandemia, ahora veía su recta final en esa sala frente a un centenar de personas. Al subir a dar unas palabras de presentación, citó una frase de Winnie The Pooh que resumía cómo se sentía ella en ese momento: “Qué afortunada soy de tener algo que hace que sea tan difícil despedirse”.
Todas las emociones que intentó reprimir en su discurso se convirtieron en lágrimas cuando comenzaron a proyectar los cortos. En lugar de ver la pantalla, pasó esa noche contemplando las expresiones de sus estudiantes. Con cada risa o suspiro del público, ellos se volteaban a verlos y en sus rostros se iluminaba algo que encendía también el corazón de Astrid.
Aquellos sueños que habían compartido desde la primera clase ahora se habían materializado.
La última semana de marzo de 2023, Astrid caminó de nuevo hacia el aula de clases. Nuevamente sintió en el estómago los nervios del comienzo de otro semestre. Era jueves, en el mismo horario, pero al entrar vio una veintena de caras nuevas. Sacó su teléfono y les tomó una foto. La envió al grupo de WhatsApp de sus estudiantes del curso anterior. “Estoy en el estudio, no los veo”.
El chat se llenó de risas y emojis tristes. No era raro para ella mantener el contacto con sus exalumnos, o incluso encontrarse con ellos en su trabajo, ahora como colegas. Y su intuición le decía que ese grupo no sería la excepción. Una avalancha de mensajes le repite que la extrañan y le preguntan cuándo se reunirán de nuevo.
—Tranquilos, nos volveremos a ver en el set —responde confiada.
De aquel curso post pandémico, algunos estudiantes empezaron su segunda concentración. Otros ya terminaron la carrera y esperaban para julio su acto de grado. Le pidieron a Astrid que fuera su madrina de promoción y desde luego aceptó. Justamente en marzo le había tocado ser madrina de otra cohorte y oradora en su acto de graduación. En un pasaje de su discurso, conectando con el espíritu de todo lo vivido en su carrera, los invitó a contar historias:
“Escriban un guion, produzcan una película, hagan un reportaje, documenten, organicen un evento, generen una estrategia, una campaña de impacto sobre lo que somos. Una geografía rota. Un país mutilado. Pero sobre todas las cosas, un país terco. Que florece aun en sus tiempos más áridos. Y sus flores se cuelan por las grietas de un pavimento gris, que parecía infértil, pero que contra todo pronóstico decide dar frutos. (…) Cuenten historias que nos interpelen, que nos deconstruyan, que nos pongan a pensar, historias incómodas, que nos aprieten el corazón y nos emocionen, que nos inspiren y nos lleven a contar nuevas historias sobre nosotros.”
Cree en ello con una pasión que contagia. Y es lo que se llevan sus alumnos.