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Anabel y el desvanecimiento de una metáfora

Lizandro Samuel | 25 abr 2020 |
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Un pueblo de palafitos que se sedimenta. La gente llevándose sus casas en lanchas. Una suerte de Doña Bárbara zuliana insistiendo en imponerse. Anabel Rodríguez regresó cada tanto a Congo Mirador para grabar Once upon a time in Venezuela, un celebrado documental que la llevó a graduarse como artista. 

Foto: Jhon Márquez

Fotografía de portada: Jhon Márquez

 

Es algo que yo veo mucho de gente joven ahora, sobre todo bombardeada por los
medios de comunicación de esa necesidad del éxito inmediato, de esa necesidad de
colgar un video en YouTube, tener un millón de visitas y ser famoso ya (…).
Esa necesidad, en públicos jóvenes sobre todo, que se decodifica en ansiedad pura,
me parece que hay que poder controlarla y darse cuenta que quizá ese premio está
en otro lado.
Roberto Musso

 

Convencido de que ellos eran quienes tenían el poder, El Gatico, de tan solo 12 años, quería ser paraco. A diferencia de El Catire, de su misma edad, y sus hermanos, quienes saltaban de un lado al otro mientras Anabel Rodríguez y su equipo hacían sus maletas, él se mantenía reservado y distante. Ya el equipo de producción había grabado suficiente material sobre Congo Mirador para solicitar más dinero para hacer el largometraje. El proyecto se sostenía sobre la promesa de que tendrían suficiente tozudez para impulsar su ilusión.

Era el 2013 y, aunque el proyecto de hacer un documental ya había tomado forma, no era seguro que consiguiesen el dinero para seguir filmando.

Foto: Juan Díaz

Una de las Villasmil estaba muy pegada con un camarógrafo y su pareja. Quería irse con ellos. El Catire, protagonista del cortometraje El Galón, también dirigido por Anabel, veía a la directora con los ojos con los que cualquier niño vería a quien le prestó tanta atención, que hasta una película hizo con él de protagonista. Le dio un abrazo largo de despedida.

Un llanto hizo que el equipo se detuviera antes de abordar la lancha. El llanto de un gato que no sabía si volvería a ser acariciado. El muchachito que quería ser paraco botó tantas lágrimas que sus ojos de tigre dejaron ver la candidez de un peluche.

Anabel se acercó, lo alzó y lo meció como a un bebé.

 

La primera vez que estuvo en Congo Mirador fue en 2008, para grabar un episodio de la serie Los latinoamericanos, en el cual mostró los relámpagos del Catatumbo. El fenómeno se captaba en toda su belleza desde ese pueblo de palafitos ubicado en el Lago de Maracaibo, que en época de gloria llegó a albergar a poco menos de mil personas, pero que en los años en los que lo frecuentaría Anabel acaso llegó a rondar los 200.

Entonces, se despidió con el asco en los labios.

—No quiero volver a aquí nunca más —dijo ya en la lancha.

Congo es un pueblo en el que los niños nadan de una casa a la otra, en el que las niñas paren a los 13 años, las mujeres engordan dentro de sus casas y los hombres cazan todo lo que se mueva. Un pueblo sin tuberías, en el que todos se bañan, excretan y se hidratan en las mismas aguas.

Anabel Rodríguez se graduó en la Universidad Católica Andrés Bello, cursó los mejores talleres de teatro de su país, hizo un diplomado en España y estudió cine en Londres. Pero, como saben los buenos narradores, una cosa es lo que el personaje quiere y otra lo que necesita. 

En 2012, la invitaron a Sao Paulo, a postular ideas para una serie que se llamó Why Poverty. Ella quería hacer algo sobre el embarazo precoz. Le rechazaron la propuesta. Con la presión de concretar un proyecto que la aliviase económicamente, recibió con buenos ojos la idea de un amigo brasileño, que había colaborado en la filmación en Congo Mirador.

—¿Usted no vio unos niños que le llamaron la atención?

Lo único que le había gustado del pueblo era un grupo de chicos, liderados por El Catire, que cortaban los barriles vacíos de combustible y los utilizaban para hacer carreras. Se montaban sobre ellos, esperaban que alguien diera la orden de salida y nadaban —brazadas y patadas, el torso sobre el plástico— a todo pulmón. Era la versión acuática de una carrera de fondo. Anabel propuso la idea para un cortometraje.

En la noche llamó a su esposo, Sepp Brudermann, para decirle que le habían aprobado un proyecto.

 

Foto: Robin Todd

De regreso a Congo los niños se dejaron filmar y consentir. El pueblo, no obstante, se estaba sedimentando. Podía desaparecer. Anabel vio la posibilidad de hacer un largometraje. La historia de Congo Mirador a través de El Catire y sus hermanos.

Postuló la idea del largometraje para un concurso.

Un día, José Rodríguez, un personaje muy importante para los cineastas latinoamericanos, la llamó:

—Te elegimos para darte la beca latinoamericana del Tribeca Film Institute.

Comenzaba el 2013.

 

Anabel siempre soñó con ser artista. Incluso mientras cursaba la carrera de Comunicación Social en la UCAB: tenía claro que no se iba a dedicar al periodismo, ni a la televisión. De hecho, durante algún tiempo creyó que sería actriz. Sobre todo cuando estuvo en el Laboratorio Teatral Anna Julia Rojas y en el Taller Experimental de Teatro. Pero pronto asumió que lo suyo sería el cine. Probablemente el documental.

En el año 2000 vivía en Londres con un novio galés que conoció en España. La beca que tenía para la escuela de cine no le iba a alcanzar para vivir, así que consiguió trabajo en un bar. En Venezuela estudió inglés en el British Council y en la Alianza Francesa: se sentía súper preparada.

Y lo estaba: para la academia, no para la vida.

Tuvo que aprender de cocina y a lidiar con ingleses borrachos.

Lloró.

Una amiga suya no fue admitida en la escuela. Le dijeron que no era tan fuerte para ser cineasta. A Anabel eso le pareció una exageración: ellas querían ser artistas, no marines. No sabía que la experiencia del bar sería una tontería al lado de lo que le esperaba. Ser artista y vivir del arte no es imposible. Es más duro que eso.

 

Tani era el cuidador del único palafito que ofrecía posada y donde Anabel y su equipo solían quedarse. En un viaje de 2015 –uno de los tres por año que realizaba Anabel desde 2013, cuando le aprobaron la beca–, Tani también le había alquilado el albergue a unos piratas que se dedicaban a robar motores. ¿Y si a los piratas les daba por violentar algo más que lanchas? Esta fue la causa de una fuerte discusión con el cuidador, lo que llevó a Anabel a suspender la grabación y marcharse con su gente del pueblo. 

Y ahora, ¿dónde iban a quedarse la próxima vez que fueran? 

Tamara era la representante del Partido Socialista Unido de Venezuela (PSUV) en el pueblo. Una mujer gorda, con aires de diva de la farándula. Administraba los recursos que el Gobierno mandaba para Congo. Una especie de Doña Bárbara zuliana. Era la otra persona en el pueblo con capacidad para dar alojo, pero no quería ni abrirle la puerta al equipo de Anabel: le disgustaba que se hubiesen dedicado a grabar a la maestra, a quien ella tenía rato queriendo sacar de la única escuela por no someterse al PSUV.

Anabel contrató a una productora, antropóloga, cuya única misión era lograr que Tamara Villasmil les abriera las puertas. La productora pasó dos noches con Tamara, haciéndole entrevistas de vida. Le preguntó cuánto cobraría por alojar al equipo entero. A Doña Bárbara no solo le gusta la atención, sino que, ante todo, disfruta del dinero.

En las semanas previas a las elecciones parlamentarias de 2015, Anabel consiguió alojo.

Pronto encontraría el leitmotiv de su película.

 

Foto: Juan Díaz

En el 2015, Congo Mirador, como todo el país, se preparaba para las elecciones parlamentarias. Tamara compraba votos a cambio de teléfonos y promesas. Como lo hacía el poder en todo el país. Once upon a time in Venezuela, como se llamaría el documental, acabaría siendo la postal de un pueblo garciamarquiano en el que las casas se mudan poniendo lanchas bajo ellas. La gente abandonaba lo que fue su hogar, como en todo el país. Anabel filmó el choque entre una Doña Bárbara acuática y una maestra con mirada de niña. Porque casi 90 años después, Venezuela seguía en dilemas parecidos a los planteados en la novela de Rómulo Gallegos.

Por eso cuando, en 2016, volvió a recibir una carta de rechazo de un instituto austriaco, el alemán que ya poco a poco iba dominando se le hizo tan inteligible como el primer día que se enfrentó a él. Estaban frente a la laptop. Sepp sentado, ella de pie. El instituto en cuestión era uno al que habían recurrido con frecuencia para buscar financiamiento. Siempre los había rechazado, pero estaba vez les pidió que, por favor, no volvieran a postularse. Eran los recursos que les hacían falta para terminar de rodar.

En una carta anterior, le habían dicho que en esa historia “había muchos elementos políticos y económicos que no se tomaban en cuenta”.

—¡Y qué coño saben ellos! —gritó Anabel.

Quizá debió haberse preguntado si esos elementos eran los que veían ese instituto, como tantos otros en los que buscó apoyo, cuando sostenían los binoculares con la mano izquierda.

 

Sepp y ella estudiaron juntos en Londres. Años después se reencontraron en un festival de cine en Chicago. Comenzaron una relación que los llevó a embarazarse y establecerse en Venezuela. Vacacionando en Puerto Píritu, Sepp se enamoró de las playas y le propuso a Anabel quedarse allí. En esa arena, su hijo aprendería a caminar. Pero el “vivieron felices por siempre” es una ilusión de Disney. Una alergia del niño los hizo volver a Caracas, ciudad en la que un par de adolescentes secuestraron por unas horas a los padres de Anabel: los pasearon por la ciudad, los llevaron al cajero, les quitaron cuanto pudieron. Y antes de soltarlos les preguntaron por un señor catire, gordo, alto. Se referían a Sepp, quien luego conoció a un estadounidense que andaba con un arma y se le ocurrió que no había otra manera de sobrevivir al Caribe. 

Una mañana Anabel lo vio rasurarse la cabeza y pensó en Taxi Driver.

Foto: Archivos Anabel Rodríguez Ríos y Sepp R. Brudermann

Se mudaron a Viena, con la convicción de buscar lo mejor para ambos y para su hijo. Eso fue pocos meses antes de que se separaran formalmente, pocos meses antes de que empezaran a grabar el documental (ella como directora y él como productor). Con esa herida, Anabel se enfocó en su sino: crear.

 Foto: Javier Arturo Márquez

Después del rechazo que recibieron del instituto de Austria, volvieron a Congo tras lograr el apoyo de otros entes: la película se convertiría en una suma de agradecimientos en las que muchos invirtieron pequeños porcentajes. Para ese entonces, las elecciones habían pasado, el pueblo estaba cada vez más sedimentado, los ánimos tensos.

Un pescador apareció descuartizado. El miedo empujó a Tamara a permitir el acceso de los paracos, grupos paramilitares que quedaron “sin oficio” luego de los acuerdos de paz en Colombia. Ellos se hacen llamar eufemísticamente “empresas de seguridad”: cobran vacunas para “proteger” a las personas. Se oye de ellos en Zulia y en la región andina.

Los paracos se quedaban, al igual que los contratistas de PDVSA que viajaban cada tanto a Congo, en la casa de Tamara. Esos fueron los vecinos de Anabel.           

La química que ya no tenían Sepp y Anabel como pareja sobraba en los procesos creativos. Ella salió con otra persona, con la que a la larga terminaría. Su vida se condensó en el documental y en su hijo.

Creía que la película podía salvar al pueblo. 

En el 2010, Movilnet instaló una antena. Pero en 2016, con Congo sedimentándose, querían mudarla a Ologá, un pueblo vecino. El técnico fue hasta la casa de Tamara, quien era la única con acceso a la construcción donde estaba la antena, ubicada al lado de su palafito. El hombre llegó y pronto se encontró rodeado de buena parte del pueblo. Lo insultaron. Que ni se les ocurriera tocar la antena, dijeron. Los gritos hacían temblar el agua. El hombre llamó a su jefe, trató de explicarles a los congueros que si la mudaban a Ologá también tendrían señal, pero la gente dijo que eso no era así y que ellos no se iban a quedar sin teléfono e internet. La antena permaneció en su sitio.

Esa determinación de mantener vivo a su pueblo no la tendrían más, abandonaron Congo a la sedimentación. Cada quien prefirió mudarse. Mientras, Anabel y Sepp comenzaban a editar. A enfrentarse a la última prueba. ¿Cómo acomodar los cinco años de filmación? Recibieron críticas de asesores, alguno de los cuales hasta llegó a recomendar a Anabel cambiar parte de su equipo de edición. Sepp lloraba. Era el momento de demostrar que tenía la fuerza que le dijeron alguna vez que tenía que tener para ser cineasta. 

 

Para inicios de 2020, quedaban menos de diez familias en Congo Mirador. Esa metáfora de un país que fue, llamada Once upon a time in Venezuela, comenzaba a dar de qué hablar en los festivales del mundo, siendo seleccionado para el Sundace: el Oscar de los documentales. Fue luego de eso cuando a Anabel le estalló una gripe feroz.

Foto: John Márquez

En todo ese tiempo Anabel se había enfermado una sola vez. Estaba en Congo, con fiebre de 41 grados. La posibilidad de que fuese malaria la asustó. Cuando la llevaron a una clínica en Caracas resultó que era una infección urinaria. No moriría aún.

Esa gripe era celebratoria: el cuerpo que se permite comenzar a procesar lo vivido. Cada estornudo fue una forma de drenar, pero también de festejar la culminación de años de incertidumbre, de pasar la prueba de fuego que la convertía en una cineasta que había dado con un discurso como narradora, con la pericia para construir un arco narrativo que explotase al máximo su mirada. Su documental no salvó al pueblo. Pero sí plasmó, con cautivante belleza, el lento desvanecimiento de esa metáfora del país que fue. Su nacimiento como artista estuvo marcado con el preciso retrato de ese ocaso.

Con un “había una vez en Venezuela”.

 

Lizandro Samuel

Lector. Escritor. Entrenador y analista de fútbol. Codirector de Círculo Amarillo Producciones.
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