Luego de graduarse de bachilleres, Angélica y Angie decidieron irse con su madre, quien había migrado a Perú años antes. Ella solicitó una visa de reunificación familiar para recibirlas allá. Cuando las jóvenes intentaron abordar el avión, la aerolínea no se los permitió porque no tenían visa de turista ni carnet de extranjería. Entonces resolvieron irse por tierra. Y en ese momento el viaje comenzó a ser otro.
Ilustraciones: Walther Sorg
Cuando Angélica abrió los ojos, se encontró frente a una llamarada. Estaba confundida, veía todo borroso. De inmediato se dio cuenta de que su hermana Angie, con el rostro ensangrentado, estaba tendida al lado del autobús en el que habían estado viajando. Sintió el impulso de alejarla del fuego lo más pronto posible y eso fue lo que hizo.
Eran casi las 11:00 de la noche. El chofer había perdido el control del volante, y el vehículo se había volcado en ese punto de la vía que conduce de Bogotá a Ibagué. Angélica, sentada en el asfalto, con la cabeza de Angie en sus piernas, esperaba una ambulancia. Alguien dijo que una estaba por llegar. Angélica le hablaba de un centenar de cosas a su hermana para evitar que se durmiera. Pero ella, en algún momento, como si estuviera despidiéndose, le dijo:
—Dile a mi mamá y a mi papá que los amo. Nunca olvides que te amo mucho.
En 2017, Angélica tenía 14 años y Angie 17. En ese entonces a sus padres el dinero se les diluía en la hiperinflación venezolana. Pasaban el día haciendo largas colas para comprar alimentos o esquivando las protestas en contra de Nicolás Maduro, que mostraban el costado represivo del Estado. Fue por eso que su madre decidió migrar a Lima, con la idea de mantenerlas desde allá. Cuando se marchó, la abuela materna quedó encargada de la casa, y el padre, quien vivía en otro lugar, las visitaba con frecuencia.
Años después, al terminar el bachillerato, las hermanas sintieron que su futuro en Venezuela era solo incertidumbre. Ellas querían estudiar, pero creían que sería imposible, así que optaron por irse también a Perú. Su madre, que ya era residente peruana, había solicitado la visa de reunificación familiar para encontrarse con sus hijas.
El vuelo saldría desde Cúcuta, el 15 de julio de 2021. Días antes, se despidieron de su abuela, de su padre, de sus amigos y familiares. Tantos abrazos detonaron los recuerdos: eran como pequeñas libélulas que las acompañaban camino a la frontera.
Cruzaron una de las trochas que conecta San Antonio del Táchira con Cúcuta. A la par de ellas, entre los peligros del río, el barro y la maleza, caminaban cientos de migrantes. Se quedaron en la ciudad hasta que llegó el 15 de julio. Ese día amanecieron emocionadas porque finalmente se acabaría la separación de cuatro años: pronto, muy pronto, estarían en brazos de su madre.
Según el estatuto del Ministerio del Interior de Perú, ellas tenían el derecho a optar por la visa de reunificación familiar. Sin embargo, en el momento de su chequeo en la aerolínea, mientras las maletas estaban en la balanza para ser registradas, la encargada les preguntó por su visa de turismo o, en su defecto, por el carnet de extranjería. La visa de turismo no se estaba gestionando en Venezuela y el carnet de extranjería es un documento que solo puede tramitarse en Perú.
Ellas mostraron la cédula peruana de su madre y la planilla en la que solicitaban la visa de reunificación familiar, trámite que solo podía completarse al llegar allá. La respuesta, sin embargo, no fue la que esperaban: la aerolínea no aceptaba pasajeros venezolanos sin visa de turista porque, según la encargada que las atendió, después tendrían que responsabilizarse de ellas si las regresaban a Venezuela.
No las dejaron subir al avión.
Y las jóvenes no sabían qué hacer: ¿regresar a Venezuela? ¿Quedarse en Cúcuta? ¿Viajar a otro lugar? Eran muchas las preguntas que se hacían. Llamaron a su madre para ver si ella podía ayudarlas desde allá. Aquella lo intentó de muchas maneras, pero no pudo. La única salida que encontró fue comprarles pasajes en una agencia de viajes por carretera desde Colombia hasta Perú.
La agencia las buscó en el aeropuerto para llevarlas al terminal de buses. Esa misma noche comenzó el viaje por carretera. Angélica y Angie descansaron durante el trayecto. Nunca se habían separado. Habían vivido siempre juntas, en el mismo cuarto, disfrutando del cariño familiar y también compartiendo los días tristes.
Llegaron a Bogotá el viernes 16 de julio en la mañana. Ese mismo día arrancaría la travesía desde la capital de Colombia hasta Ipiales, en la frontera con Ecuador. La hora de salida era a las 2:00 de la tarde, pero el bus no llegó sino hasta las 7:00 de la noche. Angélica estaba agotada por la larga espera, así que al subir a la unidad se quitó los zapatos, guardó su teléfono en un bolso de mano, donde estaban sus papeles, y se quedó dormida. Angie se mantuvo despierta a su lado. Algo no la dejaba descansar. El camino que estaba por delante se veía largo y la carretera oscura.
Angélica no supo cómo fue ese momento en que todo dio vueltas.
El siguiente recuerdo que tiene es el rostro ensangrentado de su hermana. Después sabría que un caucho atravesado en la carretera había producido el accidente: el autobús se volcó y un muro de contención evitó que cayera a un desbarrancadero cercano. El bus era un esqueleto de cenizas; los asientos estaban carcomidos por el fuego.
Una ambulancia llegó. Angie fue la única, entre 35 personas heridas, a la que debieron ingresar inmediatamente en la unidad de cuidados intensivos, por un traumatismo craneoencefálico y laceraciones graves en la cara. Al llegar a la clínica le indujeron un estado de coma para desinflamar su cerebro.
Angélica no sabía dónde estaba y caminaba por los pasillos del lugar todavía confundida. Había perdido todo en el incendio. Una enfermera le dijo que estaba en la Clínica Nuestra Señora de Ibagué, a cuatro horas de Bogotá. Desde allí llamó a su padre con el teléfono de otra enfermera. Asustada, nerviosa y llorando, le explicó lo que había ocurrido. Él le dijo que llamaría a un primo en Bogotá para que fuera a acompañarla. Él saldría al día siguiente desde San Cristóbal. La madre también se enteró esa madrugada, y de inmediato hizo lo que estaba a su alcance para viajar desde Lima.
Esa madrugada, mientras operaban a Angie, a Angélica le tocó atender a un grupo de abogados que se acercó a la clínica; querían iniciar una demanda contra la agencia de viajes. Pero ella no tenía cabeza para eso; solo esperaba noticias de su hermana. Al día siguiente llegó su primo desde Bogotá y fue él quien habló con los abogados: decidieron iniciar una demanda colectiva, junto a los demás pasajeros, por los perjuicios sufridos en el accidente. El primo también conversó con los médicos: le dijeron que el estado de Angie era delicado y tenían que hacerle varias operaciones en el rostro.
Ese día, Angélica pudo ver a Angie durante cinco minutos. Pero no pudo tomarle la mano para decirle que todo iba a estar bien, porque estaba detrás de una pared de vidrio, con la cara cubierta de vendajes blancos, conectada a tubos y aparatos.
La madre llegó el domingo en la mañana y, al verla, lloró al imaginar lo que sus hijas habían sufrido.
El reencuentro que esperó durante tanto tiempo ocurrió ahí, en la sala de espera de una clínica, mientras una de sus hijas estaba hospitalizada de gravedad.
Ninguno pudo escuchar nuevamente la voz de Angie: la veían, apenas cinco minutos, detrás de esa pared de vidrio.
Angie se mantenía estable, sin embargo, el 29 de julio, durante la última operación de reconstrucción facial, contrajo una bacteria en el cerebro. Luego de eso comenzó a empeorar: su respiración falló, la presión arterial bajó significativamente y vomitaba un líquido verde. La única opción de la familia, durante esos días, fue visitarla y orar.
El 4 de agosto Angélica visitó a su hermana y recibió una buena noticia. Los médicos le comentaron que la bacteria había sido contrarrestada con el tratamiento y que, poco a poco, el cuerpo de Angie comenzaba a aceptar el alimento. Era la primera noticia positiva en mucho tiempo, pero, de igual forma, le dejaron claro que si llegaba a sobrevivir pasaría el resto de su vida con limitaciones físicas, motoras y cognitivas.
Dos días después, era el turno del padre. Él subió al piso de la unidad de cuidados intensivos. La vio durante cinco minutos y, al salir, invitó a los demás a que lo acompañaran a la Catedral de Ibagué. Lo hicieron, y allí Angélica pidió que su hermana volviera a ser la misma de antes, como si nada hubiese pasado.
Al regresar a la habitación, a las 5:00 de la tarde, sonó el teléfono. El padre contestó. Angélica y su madre se mantuvieron expectantes. Él volteó, las miró a los ojos y dijo: “Angie murió”.
Fue un día sábado. El cuerpo de Angie se mantuvo en la misma cama, con los mismos vendajes y conectada a las mismas máquinas durante todo el fin de semana. El lunes, los funcionarios de Medicina Legal buscaron el cuerpo para la autopsia, pues, al ser parte de un procedimiento jurídico, era necesario describir las lesiones que provocaron la muerte.
Una semana después fue el entierro. Estaban Angélica, su padre, su madre, el equipo de abogados y la amiga de una tía. El cuerpo de Angie quedó en una parcela del cementerio de Ibagué, Colombia. Su familia retornó con el pesar de todo lo ocurrido.
Angélica regresó a su casa en San Cristóbal. En ese cuarto que había compartido durante tanto tiempo con su hermana, se encontró con un archivo de recuerdos, con los sueños compartidos que ya no podrán hacerse realidad.
Por ahora, se ocupa de recuperar los papeles que perdió en el accidente.
Nunca ha dejado de querer irse, de dejar atrás toda esta historia.
Mientras tanto, su madre la espera con ansias. Pero será un reencuentro muy diferente.