Carmen Contreras tiene nueve años esperando el regreso de su hija, secuestrada en un pueblo del estado Táchira. En 2010, recibió una primera y fortuita fe de vida, y cuatro años después, un reporte de un medio colombiano que testimoniaba el día a día de los campamentos guerrilleros, mostró a una joven muy parecida. Aunque la viera vestir el uniforme de las FARC, Carmen jura que es su hija, a quien vio por última vez cuando tenía 15 años.
Ilustraciones: Walther Sorg
A diferencia de la paz, para hacer la guerra solo uno basta. Ese uno, la noche temprana del 26 de junio de 2008, se multiplicó por cinco. Cinco contra dos que no entendían nada. Dos que, en segundos, eran arrasadas por una guerra que no les pertenecía.
Minutos antes, Carmen Contreras iba camino a su casa, en un lugar donde parecía que no pasaba mucho. En un día de frío y niebla. Su reloj marcaba las 7:00 de la noche y unos minutos más.
Creyó haber llegado. Veía a María José, a unos pocos metros, cuando dos hombres armados la embistieron y la bajaron de su camioneta. Al mirar de nuevo a su hija de 15 años notó a tres más que ahora iban contra ella.
Pensó que eran ladrones. Que venían por su camioneta. Que se robarían algo de la casa. Pero no. Eran de Colombia y la intención era “llevarse a la china”. Eso le dijeron a Carmen, quien sin comprender nada supo que no podía dejar sola a la menor de sus hijas. Así fue. Se las llevaron a las dos, arropadas por las sombras de un conflicto al que nunca le dio por agotarse en las fronteras del país vecino.
Tenían ocho meses viviendo en esa casa. Una aldea del municipio Andrés Bello, territorio de vocación agrícola próximo a San Cristóbal, les había parecido el lugar indicado para una pareja cuyos hijos mayores ya se habían independizado. Era una comunidad segura y tranquila. Aparentemente segura y tranquila.
El viaje fue largo. El más largo de su vida, cree Carmen. Vendadas y amenazadas por fusiles, ninguno de los hombres les daba una explicación de lo que perseguían con aquel rapto. Ya en la montaña, se dieron cuenta. Habían sido secuestradas por las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia. Esos soldados, absortos en la guerra fría, de pronto les habían vuelto el mundo del tamaño de un cambuche, que es como ellos llaman a aquello que, por techo, tenía un plástico negro y, como pared, un mosquitero.
En esa montaña Carmen estuvo tres meses con Maco, como acostumbra llamar a su hija. Fueron por lo menos cuatro largas caminatas nocturnas para cambiar de campamento. Fueron noches oscuras, muy oscuras. Una bolsa de Mercal, que logró distinguir en una de las mudanzas, le hizo darse cuenta de que, pese a estar envuelta en el huracán de la guerra colombiana, aún permanecían en Venezuela.
Como si dependiera de eso, Maco y Carmen no pararon de rogar que las liberaran. Insistieron en que su familia no tenía dinero. Entre insultos, los soldados las callaban. Luego les explicaban que esa no era una decisión que ellos pudieran tomar. La organización mandaba, ellos obedecían.
Pero, semanas después, llegó una respuesta diferente: se habría acordado la liberación.
Desde el otro lado del teléfono, Samuel Molina, el esposo de Carmen y padre de María José, había logrado acordar una cifra con el grupo guerrillero como pago de rescate. Solo que, por razones de seguridad de las FARC, no podían liberarlas al mismo tiempo.
Y la mamá decidió. “La niña se va primero”.
La separación fue el 7 de octubre, pero Carmen no encontró sosiego. Pensó que juntas eran menos vulnerables. Sentía a María José llorar. Sentía gritos. No podía dormir. A los cinco días ya no aguantaba más. Intentó varias veces cerrar los ojos y visualizar a su esposo junto a sus cuatro hijos ya en casa, pero en esas imágenes no estaba su pequeña.
Se trató de un presagio. María José no había sido liberada. La habían mudado de campamento. Todo era un perverso juego psicológico de una guerrilla que, durante décadas, practicó la sumisión de sus prisioneros.
Ese día Carmen se quiso morir. No entendía cómo habían jugado con las ilusiones de su hija. Todo lo malo le pasaba por la cabeza. No quería pensar qué le podían estar haciendo a Maco. Pero no lograba dejar de pensarlo. El llanto se hizo desgarro.
A partir de ahí, el trato no fue igual y las amenazas se volvieron cotidianas. Le advertían una y otra vez que cuando llegaran los “del mando” no sabían qué iba a pasar con ella. Que iban a buscar a su esposo porque el “hijueputa no conseguía el dinero”. Carmen sentía la muerte cerca. Cada vez más cerca.
La vertiginosa tarea de Samuel, de ir a donde se tuviera que ir para buscar información sobre el paradero de Carmen y María José, encontró resultados. El Cuerpo de Investigaciones Penales y Criminalísticas dio con el paradero de ambas.
Al campamento donde estaba la madre llegaron entre ráfagas de plomo. De nuevo, Carmen creyó tener la muerte a su espalda. El comando de rescate llegó pasada la medianoche. Durante el tiroteo, ella solo se volteó y le pidió a Dios que la protegiera. Por momentos la fe no le alcanzaba y esperaba el disparo. “Si llegan a rescatarla la vamos a matar”, le habían advertido.
La muerte no la alcanzó. Carmen fue liberada en una zona del municipio Ayacucho, a unos 50 kilómetros de San Cristóbal. La guerra vecina, sin hacer mucho ruido en la capital venezolana, siempre estuvo ahí, vigilante, dispuesta a atacar. Camino a la sede del organismo policial le dijeron que ya iban por María José, que ya tenían la ubicación y que solo era cuestión de tiempo.
Pero el tiempo se hizo años.
El segundo operativo de rescate no tuvo éxito. Carmen se fue con su hija pero había regresado a casa sin ella.
Aquella casa, en el municipio Andrés Bello, no volvió a ser su hogar. Ella y su esposo han peregrinado por distintas viviendas familiares, intentando huir de los recuerdos y de aquel lugar que hoy ya no parece seguro como entonces. Desde la casa de su cuñada, Maritza Molina, sentada en un cómodo sofá color arena, con una taza de café en sus manos y acompañada de una fotografía de Maco, convertida en afiche, reconstruye la historia y cuenta cómo ha sido la espera que en junio llegó a nueve años.
Durante largo tiempo, Carmen tomó antidepresivos y fármacos para dormir. Se trató con un psicólogo. Las llamadas telefónicas, extorsionándolos, se repitieron una y otra vez. La cifra que pedían siempre estuvo muy por encima de lo que podían pagar. Y pese a los intentos de mediación, nunca hubo acuerdo.
—En noviembre de 2008, hablaron con mi esposo y le dijeron que, el 24 de diciembre, esperáramos la llamada para que pudiéramos escuchar el último grito de María José cuando la estuviesen ajusticiando. Nos han hecho vivir en una angustia interminable.
La llamada no pasó de amenaza y en 2010 recibieron una fortuita fe de vida. En una nota de medios colombianos sobre la presencia de campamentos de las FARC en Venezuela, apareció una foto de una joven de espaldas que Carmen, sin darle espacio a la duda, dice que es su hija.
—Es ella, estoy segura de que es ella, hasta por la forma como está parada logré identificarla. Así nos dimos cuenta de que estaba en un campamento en la sierra de Perijá, perteneciente al frente 33 de las FARC.
Su hija, después de dos años, seguía en Venezuela a pesar de los reiterados anuncios del gobierno nacional negando la presencia del grupo guerrillero en el país.
En 2014, nuevamente medios colombianos llenaron de esperanza a los Molina con un reporte que testimoniaba el día a día de los campamentos guerrilleros, y mostraba a una joven muy parecida a María José. Pero esta vez vestía uniforme subversivo.
—Es ella. Sus rasgos han cambiado porque en esta foto ella debía tener ya 21 años. Pero estoy segura de que es ella —dice Carmen.
Para convencer y convencerse, cuenta que su hija mayor sometió la fotografía a un programa informático que arrojó que la muchacha de uniforme era su Maco. El testimonio de la familia llegó a medios de Colombia y la noticia se multiplicó. María José ganó espacio en titulares de prensa por primera vez en mucho tiempo. La historia de una joven venezolana secuestrada, que se convirtió en militante de las FARC, parecía tener más audiencia.
Luego de la noticia, vinieron los rumores. Se dijo que María José, además de militante guerrillera, era pareja de un “duro” de la organización y que hasta de esa unión ya les había nacido un nieto a Carmen y Samuel. Nada que pudieran confirmar. Todo guardado en el hermetismo de la guerra.
Carmen sabe a qué se refieren cuando hablan del síndrome de Estocolmo y siempre ha orado para que no sea esa la razón de la ausencia de Maco. Espera que su hija no haya desarrollado ningún vínculo afectivo con alguno de sus captores. Ella la conoce. Sabe que la militancia política nunca le pasó por la cabeza en sus cortos 15 años. Que la idolatría a lo que los guerrilleros llaman “causa” tampoco pudo haber seducido a María José.
—Maco era un alma creativa que soñaba con ser bailarina y, al llegar a la universidad, pensaba estudiar comunicación social. La política nunca fue un tema para ella. Yo creo que si se unió a ese grupo fue por instinto de sobrevivencia. Ella siempre fue muy inteligente y seguro fue la mejor oportunidad que pensó tener para sobrevivir.
Viajes a Bogotá y Caracas no escaparon de la agenda. Del gobierno colombiano siempre tuvieron un trato diligente, pero el gobierno de su país dejó “muchas cosas que desear”. Pese a haber estado en contacto con figuras importantes del Ejecutivo nacional, como Ramón Rodríguez Chacín y Diosdado Cabello, nunca encontraron voluntad genuina para hallar a la joven que hoy ya debe tener 24 años.
—Siempre que hablábamos con personajes del gobierno, nos decían que sí nos iban a ayudar, pero que no siguiéramos hablando con la prensa. A mi esposo le dijeron varias veces que me convenciera de no exponer tanto el caso. No les convenía.
La denuncia y la búsqueda no cesaron. Junto a Maco, por lo menos otros 30 tachirenses estuvieron o permanecen en cautiverio, según la organización Por una Venezuela Libre de Secuestros. Y hoy, cuando la guerra colombiana presume estar llegando a su fin, cuando unos 7 mil excombatientes de las FARC avanzan hacia la vida civil, el regreso de María José se les hace más cercano. Los Molina esperan que, en esa larga lista de desmovilizados, aparezca el nombre de su hija. Sueñan con el día en que suene el teléfono y sea ella. O toquen la puerta y sea ella.
—No importa la decisión que haya tomado, no importa si vuelve sola o en compañía, no importa si usa uniforme. Solo queremos volver a escucharla, volver a abrazarla.