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Así la idea se va desvaneciendo

Jesenia Freitez Guédez | 14 jun 2021 |
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Luego de cuatro años de relación, George Daou y Yuliana de Lión vendieron sus pertenencias, se casaron y se fueron de Venezuela. Después de varios tropiezos, llegaron a Beirut, la capital del Líbano, en octubre de 2016. Cuando sentían que las cosas les estaban saliendo bien, todo a su alrededor estalló.

Fotografías: Álbum Familiar

 

Cuando todo parezca ir contra ti,
recuerda que el avión despega contra el viento,
no a favor de él.
Henry Ford

 

George Daou estaba en su oficina, a unas cuadras del puerto de Beirut, la capital del Líbano, la tarde del 4 de agosto de 2020. Era un día normal que de pronto dejó de serlo: George escuchó un estruendo, sintió como si el concreto del piso se hubiese abierto y, segundos después, una lluvia de vidrios tapizó el suelo del centro comercial donde trabajaba. Afuera el cielo se oscureció, había nubes de polvo gris, y se escuchaban gritos, muchos gritos.

Pasaron 15 segundos y se repitió el sonido retumbante.

A George el destino le había regalado unos minutos a su favor, porque apenas un cuarto de hora antes había vuelto de comprar en el supermercado un par de kilos de arroz que le había pedido su esposa Yuliana. Si el estallido lo hubiese sorprendido en la calle, seguramente habría resultado herido. Ahora, a salvo pero en medio de un caos, hizo lo que todos a su alrededor: buscar la manera de salir del edificio.

En esas estaba cuando se percató de que una de sus compañeras había entrado en pánico. La tomó por un brazo y la ayudó a salir con él, sin soltar los kilos de arroz que había comprado. No sabía exactamente qué ocurría, pero fuera lo que fuera, tendría algo que comer esa noche. Pensó que se trataba de un ataque bélico, y no era descabellado que lo fuera, considerando que el Líbano es un país que lleva casi 40 años en guerra con Israel (esto asumiendo como inicio la ofensiva de Israel en 1982, porque la verdad es que se trata de un conflicto cuyas raíces se remontan mucho más lejos, cuando Gran Bretaña decidió abandonar Palestina en 1947).

Sonó el teléfono y era Yuliana. Llamaba desde la casa en la que ambos vivían, en Tabarja, a unos 28 kilómetros de Beirut, desde donde ella también había escuchado estallidos. Después del primero, se abrieron grietas en las paredes de la cocina. Yuliana alcanzó a ver desde la ventana una bandada de pájaros que volaban desde Beirut y escuchaba gente gritando en árabe: “¡Es una bomba, es un ataque!”.

Pero no era cierto. Se trataba de la explosión, en un depósito del puerto de Beirut, de unas 2 mil 750 toneladas de nitrato de amonio, una sustancia sólida y cristalina, altamente reactiva, usada como fertilizante y en la fabricación de explosivos.  

George atendió la llamada y solo alcanzó a decirle: “Ahora no puedo hablar”.

Yuliana de Lión y George Daou son venezolanos, él de origen libanés. De sus 31 y 30 años de edad, respectivamente, llevaban casi 4 años viviendo en el Líbano. En Venezuela trabajaban en dos negocios familiares: de lunes a viernes en una venta de equipos electrónicos, y los fines de semana vendiendo maní en mercados municipales. Como les iba bien, se independizaron y abrieron una manicería propia. Y luego de un noviazgo de cuatro años, se comprometieron.

Unos amigos muy cercanos a George, que tenían planes de migrar, le propusieron asociarse para abrir en Panamá un negocio como ese que tenían. A él y a Yuliana, al principio, la idea les resultó descabellada. Pero quizá por curiosidad, o tal vez porque en Venezuela ya se vivían días difíciles, comenzaron a investigar, a explorar ese mercado, y se entusiasmaron. Tanto que, en apenas un mes, pusieron sus papeles en orden, tramitaron la visa, vendieron su camioneta, cerraron el local y adelantaron los planes de boda: se casaron el 21 de septiembre de 2014.

El 29 de septiembre se montaron en un avión rumbo a Panamá.

Mientras conseguían donde vivir, alquilaron una habitación en un hotel. Los amigos de George, con los que harían el negocio en ese país, se quedaron en Venezuela con la promesa de seguirles los pasos semanas después. Seguían en contacto, conversando sobre la ubicación del lugar, la estrategia de ventas y la fecha de inauguración del local.

En medio del entusiasmo, George intentaba precisar su fecha de llegada, pero ellos eran evasivos.

Las llamadas comenzaron a ser más esporádicas.

Un día les dijeron que lo sentían, pero que habían decidido quedarse en Venezuela. Y no les dieron más explicaciones.

 

Frustrados, llenos de rabia, los recién casados comenzaron a buscar trabajo. Los primeros días salían a caminar para repartir currículos y tocar puertas. No pensaron en devolverse a Venezuela; estaban determinados a adaptarse, ganar dinero y conseguir donde vivir. Una conocida los puso en contacto con Patricia Saldaña, dueña de una peluquería, quien le ofreció trabajo a Yuliana. Y cuando supo que estaban viviendo en un hotel, les alquiló un apartamento que tenía vacío y les amuebló uno de los dormitorios.

Aunque George habla español, inglés, árabe y francés, tenía nueve años de experiencia en ventas y era experto en inventarios, no lograba conseguir empleo. Se sentía desesperado. Sobrellevaba los días acompañando a Yuliana a la estética donde ella trabajaba y, para ganar algo de dinero, ayudaba a Patricia con las diligencias bancarias o le servía de chofer.

Un día recibió una oferta de trabajo. Se emocionó porque se relacionaba con lo que había hecho toda su vida. Asistió a la entrevista y lo seleccionaron. Pero estando allí se enteró de que la empresa estafaba a sus clientes, entonces renunció. Después lo llamaron de un instituto llamado Oxford University Press. Le ofrecieron ser profesor de inglés, pero terminó como agente de call center. Debía llamar a personas y decirles que habían ganado una beca para estudiar inglés. Era mentira: tenían que pagar 60 por ciento del curso. Por eso también renunció.

En abril de 2015, las cosas comenzaron a mejorar. George consiguió un cargo como asesor de ventas en una perfumería, y Yuliana como gerente de ventas en una tienda de esa misma empresa. Tenían beneficios, seguro médico y sueldos que les permitían vivir tranquilamente. Eran incentivos suficientes para soportar el rechazo de los panameños que estaban a su cargo. “¿Cómo es posible que ellos, siendo extranjeros, y venezolanos, serán nuestros jefes?”, los escuchaban preguntarse.

Poco tiempo después, George fue ascendido a subgerente. Pero coincidió con que la tienda en la que trabajaba Yuliana cerró porque no estaba siendo rentable. Le ofrecieron trabajar sin sueldo fijo, ganando comisiones por lo que vendiera al mes en otras tiendas, sin los beneficios que tenía como personal de la nómina. Prefirió no aceptar. A los días, consiguió un trabajo como community manager en un local que vendía comida venezolana. Allí trabajaba de 8:00 de la mañana a 5:00 de la tarde, y luego se iba a trabajar en la estética de Patricia, hasta que se fuera el último cliente. 

Todo parecía que se había vuelto a encaminar cuando, el 5 de mayo de 2016, Yuliana y George se levantaron con la noticia de que al empresario Nidal Waked, sobrino del jefe de George, lo habían detenido en Colombia por cargos relacionados con lavado de activos. Al día siguiente intervinieron todas las tiendas y George se quedó otra vez sin empleo.

A Yuliana estaba por vencérsele la visa de trabajo y renovarla era un trámite costoso. “¿Nos devolvemos a Venezuela?”, se preguntaban una y otra vez. La pregunta se convirtió en el centro de sus distendidas conversaciones. Algo tenían claro: aunque ya se habían adaptado a Panamá, no querían nadar a contracorriente.

Una tía de George que vivía en Beirut se enteró de lo que les había sucedido, y lo llamó no solo para animarlo, sino para invitarlo a trabajar en una tienda de relojes que ella acababa abrir.

—Véngase. Aquí pueden estar mejor, porque tú tienes nacionalidad libanesa y Yuliana no tendría que pagar por el trámite de la residencia.

—Yuliana, ¿y si nos mudamos al Líbano? —le preguntó George el 29 de septiembre de 2016. Ese día que estaban cumpliendo dos años de casados.

—¿Cómo que al Líbano?

George le explicó la propuesta de su tía. Estaba sorprendida. Nunca se había imaginado viviendo tan lejos de su familia. Estaba un poco asustada, pero no tenía muchas razones para seguir en Panamá. Luego de mucho pensarlo, al mes siguiente tomaron un avión y viajaron 11 mil 674 kilómetros para, una vez más, instalarse en un nuevo país. Esta vez sin ahorros.

 

Beirut no les resultó amable. Era otro huso horario con respecto al que tenían en Panamá. Era una cultura muy distinta a la latina. Y era otro idioma. Yuliana solo hablaba español. Aunque George sí hablaba los cuatro idiomas que se emplean en el Líbano, no entendía los modismos.

Era una ciudad de contrastes: edificios bombardeados, por un lado, y estructuras modernas, por otro. A Beirut la llaman el Ave Fénix, la ciudad de la reconstrucción eterna: quizá no había un mejor escenario para que llegaran Yuliana y George a volver a comenzar.

George empezó a trabajar con su tía apenas llegó, pero sin sueldo fijo. Ganaba dinero de acuerdo a las ventas del día. Después de tres meses, consiguió un trabajo en una tienda de calzados. Yuliana comenzó como estilista en una peluquería de una venezolana. Aunque en 2019 Beirut enfrentó una crisis económica, y a pesar de que en 2020 llegó la pandemia de covid-19, por fin sentían que les estaba yendo bien: que tenían certezas. Incluso, ya no sentían esa desazón al recordar a los suyos en Venezuela.

Pero entonces vino aquella explosión a detonar esa tranquilidad.

Volvió el miedo. Uno más grande.

Y una pregunta se hizo recurrente: ¿Qué hacemos aquí tan lejos? ¿Qué hacemos aquí tan lejos? ¿Qué hacemos aquí tan lejos?

Cuando George llegó a casa ese día, se metió a bañar. Y lloró. Luego se rio, y le preguntó a Dios: “¿Qué pasó hoy?”.

Yuliana lloró después, cuando logró hablar por teléfono con su mamá y la escuchó decirle: “Ustedes se fueron por un mejor futuro y mira todo lo que les ha pasado estando lejos”.

George duró tres días sin dormir, recordando gente herida, gente pidiendo ayuda, gente corriendo, gente gritando. Cuando volvió al trabajo, veía negocios cerrados y en las aceras vidrios rotos, esparcidos por todos lados.

Desde aquel día, cada tanto él y Yuliana vuelven a preguntarse si no será mejor volver a Venezuela. Pero se responden que no, porque después de todo tienen salud, casa, comida y trabajo. Se repiten que a veces es mejor no pensar tanto en el futuro. Entonces, agradecen y así esa idea del retorno se va desvaneciendo.

 

 

Esta historia fue desarrollada durante el taller “Tras los rastros de una historia”, impartido a través de nuestra plataforma El Aula e-nos a 15 periodistas venezolanos migrantes, en el 3er año del programa formativo La Vida de Nos Itinerante.

Jesenia Freitez Guédez

Soy venezolana, periodista y migrante con 14 años de experiencia en medios de comunicación. Actualmente realizo investigaciones independientes con perspectiva de derechos humanos y trabajo en la promoción literaria a través de diferentes plataformas.
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