La falta de reactivos y medicamentos impiden el diagnóstico y el tratamiento de enfermedades que provocan dolores inenarrables y la muerte anticipada. El médico venezolano Fabio Fuenmayor ha sido testigo de ello y, frente a esa realidad, se vio obligado a dilucidar un dilema para el cual ningún estudio ni práctica profesional podían prepararlo.
Fotografías: Elvira Prieto
Temprano se desvaneció la probabilidad de construir la más grande de las amistades, porque un padre es eso, ¿no? Un amigo, el mejor de todos. Por eso, cuando un infarto al miocardio acabó con la vida de José Fuenmayor, su hijo Fabio, de 14 años, experimentó la pérdida con una intensidad más aguda. En ese instante, quería salvar vidas, quería salvar esa vida. Así fue como Fabio Fuenmayor se convirtió en médico cirujano. Así comenzó una fulgurante carrera profesional, ahora a punto de terminar, al menos en Venezuela.
La formación académica de entonces giraba como un péndulo entre dos visiones completamente opuestas de la medicina, cuyos representantes llegaron a ocupar el rectorado de la Universidad Central de Venezuela. La primera, de Carlos Alberto Moros Ghersi, partidario de una relación médico paciente, en la cual el médico tiene mucho que decir y el paciente poco o nada; el récipe de medicinas y el tratamiento a seguir como un radiograma militar. La segunda, de Luis Fuenmayor Toro, quien tenía en la cabeza la idea germinal de la medicina integral comunitaria, el caballo de Troya que le permitió a Fidel Castro desembarcar en Venezuela vestido con una bata blanca, en lugar del uniforme guerrillero que usó en la fracasada invasión de Machurucuto.
Fabio hizo su primera especialización, anestesiología, en el Hospital Clínico de la Ciudad Universitaria, en la década de 1990. Y un fin de semana se combinaron todos los factores de una tormenta perfecta, difícil de enfrentar. Durante una guardia de 24 horas, en la madrugada, llegó a la sala de emergencia un joven con varias perforaciones de bala en el cuerpo. Durante el resto de la noche, el joven estuvo jugando a las cartas con la muerte, las barajas iban y venían, hasta que ganó la mano y logran estabilizarlo.
Al llegar a su casa, mientras tomaba el desayuno, aún bajo el efecto de la adrenalina y la satisfacción que produce el deber cumplido, Fabio toma el periódico y comienza a leer una reseña en las páginas rojas. Se sorprende al ver una fotografía del joven tiroteado, un azote de barrio, un asesino que se jacta —según su propio testimonio— de “haber matado a una vieja y a un taxista”. El sabor del triunfo se convirtió en náuseas. Salvar vidas, ¿ese no es el negocio de los médicos? ¿Ponerse la bata y despojarse de las dudas?
¿Quién era este joven? ¿La víctima o el victimario? Si iba a cumplir el juramento, mejor era no hacerse esas preguntas.
Este hombre ya estuvo aquí. Esto fue lo que pensó Fabio años después durante una guardia en el Hospital de Ocumare del Tuy, donde continuó su carrera como anestesiólogo. Se trataba de un joven que también había sido abaleado. Revisó la historia médica y, efectivamente, encontró que el joven había recibido primeros auxilios al verse involucrado en una riña colectiva, meses atrás. De ahí en adelante el médico adoptó la costumbre de cruzar nombres, fechas, sectores, y filtrar los casos en los que hubiera coincidencias; algo razonable, porque Fabio comprendió, sencillamente, que las coincidencias no existen.
El testimonio —Yo estaba en la esquina, esperando la camioneta cuando desde un carro en marcha me dispararon—, dejó de tener sentido. El ajuste de cuentas entre bandas, la lucha entre traficantes de droga por el control territorial o las viejas culebras entre vecinos que se odian a muerte, comenzaron a encajar como las figuras de una instantánea que se vacía en la pantalla de una computadora.
Entonces vio cómo fue que comenzaron a colapsar las operaciones electivas en el país. Los heridos de bala en estado crítico pasaron a quedarse “pegados” en los quirófanos de los hospitales, hasta que salen de allí vivos o muertos. Las operaciones electivas, planeadas rutinariamente en los hospitales, para atender a pacientes con diagnósticos que así lo ameritan, pasaron a un lejano segundo plano. La violencia había cambiado profundamente el estado de la salud en Venezuela y la prestación de los servicios médicos en los centros hospitalarios.
Fabio conoce las cifras. En Venezuela mueren más de 28 mil personas de forma violenta y 90 por ciento corresponden a homicidios cometidos con armas de fuego. Por cada persona víctima de armas de fuego cinco son heridas y sufren una discapacidad permanente. La mayoría queda lisiada, en sillas de ruedas. Ahora lo puede ver claramente. En Venezuela no ha habido un solo programa de salud que atienda a estos discapacitados, aunque se trata de una población en aumento.
Cuando piensa en esto, a Fabio le viene a la mente Supermán, el actor Christopher Reeve. Sufrió un accidente muy grave al caerse de un caballo. Quedó paralítico. Murió a los 52 años, casi una década después del accidente, luego de contar con los medicamentos y los mejores cuidados médicos. No es el caso de los venezolanos. La mayoría de estas personas viven en los barrios, no tienen acceso a ningún tipo de atención. Se mueren en dos o tres años, víctimas de las infecciones bacterianas que adquieren por el estado de postración en que se encuentran. Es la población que se convirtió en el foco de atención de la misión médica cubana, con su envío de miles de fisioterapeutas.
Ya con demasiado tiempo en la sala de cuidados intensivos, Fabio Fuenmayor decide hacer una segunda especialización. Esta vez en cuidados paliativos, esa que escogen poquísimos médicos en el mundo. Sus ganas de salvar vidas se concentran en atender a pacientes que han sido desahuciados, en ayudarlos a vivir hasta el último de sus días con la mayor dignidad posible; ese lapso, del cual la gente prefiere no hablar. Ese estadio que se convirtió en el centro de sus reflexiones.
A todos nos gustaría morir como en las películas de Hollywood. Desaparecer y punto. Pero salvo que nuestra muerte sea violenta —un infarto, un homicidio con arma de fuego, un accidente de tránsito—, las cosas ocurren de otro modo, la muerte es un hecho personalísimo, es un proceso que tiene sus etapas, sus características, un proceso que impone desafíos y decisiones.
En el arsenal de un médico paliativista hay una matriz fundamental de 16 agentes activos derivados de la molécula de la morfina, llamados opioides. Se emplean de acuerdo a sus propiedades, características y utilidad, en correspondencia con el tipo de enfermedad de cada paciente. Pero, en Venezuela, paulatinamente, los opioides fueron desapareciendo del mercado, y Fabio tuvo que comenzar a ingeniárselas. Se vio enviando a sus pacientes a los laboratorios de la Facultad de Farmacia de la Universidad Central de Venezuela, donde obtenían las dosis adecuadas, a través de Fórmulas Maestras. Hasta que de tres opioides disponibles se llegó a cero.
De pronto, todo comenzó a perder sentido. En febrero de 2016, ante la imposibilidad de administrarle a sus pacientes medicamentos para aliviar el dolor, Fabio escribió una carta pública en la que les pide a sus pacientes que ni siquiera pregunten por su consulta. “He decidido tomarme las nueve semanas de vacaciones vencidas del año pasado (2015) y las once de este año (2016), debido a que no tengo nada que recetarles para el dolor oncológico, que constituye más del 90% de los motivos de mi consulta”, escribió.
El desgarrador testimonio se “viralizó” en las redes sociales. Pasó de un portal a otro: Ruptura, Maduradas, Runrunes, además del agregador de noticias La Patilla. Fabio no se ahorró palabras. “No gozo del cinismo de Héctor Rodríguez, ni de la desvergüenza de Pedro Carreño y mucho menos del espíritu demoniaco de Diosdado Cabello, para decirle a mis pacientes, mirándolos a los ojos, que no solamente se van a morir de cáncer, sino que además lo harán en medio de terribles dolores, que si bien en condiciones normales son difíciles de tratar, hoy en día por culpa del delincuente de la república, Nicolás Maduro, ni siquiera van a ser tratados”.
A raíz de la carta se fue conformando una red de solidaridad que permitió atender las necesidades de varios pacientes. Llegaban los medicamentos, pero excepcionalmente en las dosis adecuadas. Hoy lo piensa con amargura. Era como si le dieras a un pintor tres colores para que pinte un paisaje, pero además no eran los colores primarios, exactamente así. Difícilmente, vas a conseguir el resultado que la persona necesita. No puedes controlar el dolor, mientras aumentan los efectos secundarios. Eso se llama dolo, no tengo otra forma de llamarlo.
Todos los días, en el momento menos esperado, planeaba en él esa sensación como un avioncito de papel. Tenía tres pacientes a quienes no les podía aliviar dolores terribles. Cuando se les acabaran los últimos medicamentos que les dio, no sabía qué iba a suceder con ellos. No había querido tirar la toalla porque aún había gente que quería colaborar. Él era solo el intermediario. Por eso continuaba haciéndolo. Esa era la única razón.
Hasta que decidió escribir la carta. No había podido tomar sus vacaciones completas. Siempre lo hacía de forma fraccionada, porque de lo contrario sus pacientes se quedaban sufriendo. De ahí la carta, la solidaridad de algunas personas y su papel de intermediario.
Así fue todo 2016 hasta el 1 de marzo de 2017.
Tenía una paciente, una señora, con un cáncer que hizo metástasis en sus huesos. En cualquier momento se le fracturaba la cadera, producto de un cáncer de tiroides que, de haber contado con los reactivos, podían haberle tratado desde el año anterior. Todavía esa señora está esperando el yodo radiactivo que únicamente importa el gobierno venezolano. Y Fabio, que conoce muy bien cómo se expresa el cuerpo enfermo en los últimos días, sabe que esa señora podría morir en medio de terribles dolores porque su lesión no puede tratarse ni siquiera con radioterapia. No puede evitar pensarlo: Ese es el destino que el gobierno le fijó a esa señora.
También siguió de cerca el caso de otra señora con un tumor, al parecer un segundo cáncer que le estaba destruyendo la pelvis. No se podía hacer nada de lo que se tenía que hacer para poderla diagnosticar y ponerla en tratamiento, porque no hay reactivos para hacer los estudios o suficiente dinero para hacer los exámenes. Esa señora, que hace año y medio podía llevar una vida acorde con cierta dignidad humana, está postrada en una cama y cada vez que se mueve sufre un dolor como si se fracturara el hueso sacro. Fabio no puede ni siquiera imaginarse cómo serán sus dolores, a partir de finales de marzo, cuando se le acaben los últimos analgésicos.
El deseo, la voluntad, la solidaridad, son todas medidas extraordinarias que no pueden sustituir la ausencia de reactivos y medicamentos. Es otra forma de sobrellevar la frustración, la impotencia, desde una perspectiva incluso más dolorosa. Una forma de estrellarse una y otra vez contra el muro del silencio y la indiferencia oficial. Por eso, Fabio Fuenmayor se fue a Chile a comienzos de marzo. Le han dicho que allá puede haber un lugar para él. Se fue a explorar. A ver si encuentra un lugar donde pueda hacer su trabajo, donde pueda salvar vidas, hasta el último minuto. Ya son demasiados los que hubiesen preferido otra muerte.