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Carla solo quiere estar resguardada un día más

Milagros Socorro | 22 feb 2021 |
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En La Cañada de Urdaneta, en el estado Zulia, los vecinos acostumbraban salir al frente de las casas a celebrar, a conversar. Las pintaban cada diciembre. Pero hoy aguardan sigilosos esperando la extorsión o la muerte de maridos y de hijos, en manos de los delincuentes o los policías por igual. Carla, una de las vecinas, lo cuenta en esta historia.

Ilustraciones: Carlos Machado

 

Algo parece haberse movido en la calle. O quizá no. El viento arrastra una página de una vieja revista, ¿o será una bolsa vacía?, que va trompicando entre el polvo. Debe haber confundido el siseo del papel al rozar la carretera con unos pasos disimulados. Carla se aparta de la ventana solo para volver a ella minutos después. En la casa de enfrente una sombra se mueve tras la cortina. Es como si fuera su espejo. Carla y su vecina se mueven a la vez, como guiadas por la coreografía del sigilo.

Carla contiene la respiración. Ha llegado a confundir su propio resuello con el de alguien que se hubiera colado en su casa y estuviera a sus espaldas. Se obliga a quedarse inmóvil para oír mejor y ver que el bulto en la casa de enfrente se ha paralizado también. Aunque las manos le tiemblan, se ríe en un suspiro. Más que la simultaneidad de los movimientos, le hace gracia la coincidencia de las cortinas. Son idénticas: lo suficientemente tupidas para que no se vea para adentro, pero bastante traslúcidas como para atisbar la calle. 

El ruido de las papas al batirse contra las paredes de la olla donde las ha puesto a hervir la saca de su atalaya. Al notar que ella se ha separado de la ventana, la vecina parece confirmar que de momento no hay nada que temer y también se retira. 

No tardarán en regresar.

Desde hace como cinco años, desde 2015, no hemos tenido descanso. Mejora un poco, pero no hasta el punto de que podamos descansar o salir un rato por allí, a conversar con los vecinos. Ni siquiera en diciembre, cuando acostumbrábamos salir al frente de las casas a celebrar. Eso es lo que más nos ha pesado, que no podamos compartir con quienes viven pared de por medio y han sido nuestra familia por generaciones. 

No es siempre igual. Puede haber días, incluso un par de semanas, en que el acoso amaina, pero luego regresa. La gente sale a comprar la comida que pueda conseguir y regresa a su encierro. No hay quien los defienda. La policía no solo está rebasada por la delincuencia sino aliada a esta. 

En estos años, La Cañada cambió muchísimo. Podría decirse que desapareció y solo queda este montón de casas donde las mujeres rondamos por las ventanas con la esperanza de adelantarnos al zarpazo que puede venirnos de cualquier lado. La Cañada se convirtió en una comunidad sufrida. Muy dolida. Quedamos muchas mujeres sin maridos y sin hijos. Seguimos aquí porque, al menos hasta ahora, respetan la vida de las mujeres. Pero no les importa la edad de los muchachos, ni que sean estudiantes, sanos o trabajadores. No les importa nada. He quedado casi sin vecinos. A las vecinas del frente les han matado a sus hermanos, sus esposos y sus hijos. 

Estamos indefensos frente a las bandas y las policías. Están, como siempre han estado, Poli Urdaneta, Poli Regional y la Guardia Nacional, que no nos defienden y muchas veces actúan en complicidad con las bandas; y luego, hay tres cuerpos nuevos: FAES, DIM y Sebin. Las ejecuciones las hacen las bandas, las FAES y la DIM.

 

Una de las vecinas ha atravesado la calle para venir a casa de Carla. Pone sobre la mesa dos plátanos que Carla le agradece apretándole una mano. No dice “gracias” porque teme que las antiguas palabras hagan más patente la desaparición de un mundo, un mundo amable, donde había risas e intercambio de platicos por encima del bahareque. Los plátanos, de todas formas, son lo que en el Zulia llaman “rebusco”, pequeños, escuchimizados, de piel reseca. Nada que ver con los antiguos plátanos de La Cañada de Urdaneta, en la costa oeste del lago de Maracaibo, donde bastaban dos de aquellos portentos para alimentar a una familia.  

Hablan en cuchicheo. Quién iba a decirlo, de muchachas se hablaban de una ventana a otra, mientras en el interior de sus casas sonaban varios aparatos de radio, una licuadora, alguien llamando a los perros a comer y el bisbiseo de una sartén donde no faltaban trozos de yuca o arepas con huequito. A viva voz se convidaban a juntarse para arreglarse las uñas, intercambiaban tazas de azúcar o se preguntaban si asistirían a la fiestecita del sábado. Así, a grito limpio. 

Pero, claro, eso era antes.

Sentadas a la mesa, Carla le ofrece un café aguado en cuyo fondo se lee una fortuna esquiva. Hablan tan bajito que si alguien las escuchara desde la habitación contigua apenas captaría retazos. Que si Los Gutiérrez… Los García… El Chamito… El Becky… los nombres de las bandas criminales han sustituido los de los personajes de las telenovelas. Son ellos quienes extorsionan y llegan, incluso, a lanzar granadas a las casas de quienes se niegan a pagar.

Las bandas se pelean el territorio. La vecina alisa el mantel y comenta que los Gutiérrez pagan a las FAES (Fuerzas de Acciones Especiales), y a la Policía Nacional Bolivariana, para que maten a los rivales de otra banda. Nada que Carla no sepa. El propio Chamito denunció a las FAES, asegurando que aceptan dinero de las otras bandas. Y las muertes no cesan porque hay varios frentes de batalla, la zona pesquera, la petrolera, la agrícola y la comercial. 

Hace como dos años, recuerda Carla mientras enjuaga la taza con un poquito de agua recogida en un recipiente plástico, llegaron dos motos a esa calle y abrieron fuego. Mataron a Juan porque no había cedido a la extorsión. Así mismo mataron a otro señor, cuyo nombre se esfuerza en vano por recordar, mientras seca la taza y la pone en el anaquel. No era a él a quien iban a ejecutar, pero lo confundieron. Eran primos. Tenían la misma estatura y ese día andaban vestidos de rojo los dos. El que debía morir salió y en su lugar mataron al primo. Un par de días después, los de la banda se disculparon en Instagram. El sobreviviente salió del país con su familia. A toda prisa. Caminando por la frontera. 

 

Al principio me daba vergüenza el frente de mi casa. Quién iba a decirme que yo viviría en una ruina que hasta sucia se ve. Hasta hace unos años, pintábamos cada diciembre. La Cañada era presumida, tenía esa fama. Siempre estaba limpia y acomodaíta. Ahora, ni se nos ocurre pintar el frente, mucho menos comprar un carro, aunque sea viejo. Si alguien lo hace, las bandas paran la oreja: ese tiene cobres. Aquí un galón de pintura no es fácil de conseguir y cuesta caro. Si pintaste tu casa, si compraste un carrito, tenéis. Podéis pagar la extorsión. Tenéis que pagar la extorsión, si no… ya sabéis… estáis muerto. Se han dejado de hacer fiestas por lo mismo. La hija de un vecino se iba a casar. Su familia está en el extranjero y le mandaron dinero para que hiciera su buena fiesta. No llegó a hacerla. De una vez la extorsionaron.

La Cañada es un pueblo pequeño, casi todos somos vecinos. Si alguien hace una fiesta, todo el mundo se entera y si estáis pintando tu casa, te ven haciéndolo. Y ahí mismo te llega el mensaje… (la extorsión). Por eso, la gente joven que todavía queda arregla el matrimonio casi en secreto y, si vamos a pintar, porque no todos pueden, lo hacemos nada más adentro.

Las bandas reclutan adolescentes para que observen y reporten todo lo que pasa en el pueblo. Desde las ventanas los vemos. Pasan. Echan ojo. Y si no son los malandros, son los de las FAES. En estos días agarraron a un vecino, un cuñado de mi prima y le dijeron: “Vértale, pero píchanos a alguien”. Querían que este hombre les entregara a alguien de las bandas (de las bandas que no trabajan con ellos). Si no lo hacen, las FAES los retienen y los golpean; y si lo hacen, las bandas los matan. Por eso, los muchachos en La Cañada viven asustados, porque si no los agarra una banda, los agarra la policía, local o nacional.

Hace un año estaban cuatro muchachos conversando. Llegaron los funcionarios y los ejecutaron. A todos. Sin preguntar. Entre ellos estaba uno que trabajaba en la alcaldía. No sé si era el que llevaba la contabilidad, pero era alguien más o menos de rango en la alcaldía de La Cañada. 

Lo de Santiago fue peor. Solo hubo un muerto, él, Santiago, pero el ensañamiento fue terrible.

Santiago es… era… el yerno de Tony. Tenía 22 años. Había salido rumbo a Mérida con Camila, su esposa, los dos hijos de ambos (un niño de 7 años y una bebé de 6 meses) y una amiga, otra jovencita. En algún punto del camino los detuvo la policía regional. Por nada, para pedirles los papeles de la camioneta. Entonces llegaron las FAES. Se lo quitaron a la policía regional y se lo llevaron. Por nada. Se lo llevaron a empujones. A la esposa, a los niños y a la amiga los mandaron para Maracaibo y allí los tuvieron tres días detenidos. Mientras, a Santiago se lo llevaron para El Carmelo, a una playa. Allá lo ejecutaron. Luego dijeron que Santiago era “pirata del mar” y que lo habían matado en un enfrentamiento. De paso, la viuda perdió el vehículo y les robaron el equipaje, todo lo que llevaban.

Piratas del Mar. Parece el título de una película. Pero no. Son las bandas criminales que actúan en el lago de Maracaibo. Asaltan las lanchas pesqueras, las despojan de la carga y de los motores, y matan a los pescadores. En tierra son el azote de las camaroneras, establecidas desde la punta de la Ensenada hasta Curarire, en la orilla del lago. A las camaroneras las culpan de haber contribuido al calentamiento de esa zona, porque arrasaron con los árboles para construir sus galpones. No hubo autoridades ambientales que regularan la tala ni impusieran la siembra de reemplazo. Ahora los empresarios tampoco cuentan con autoridades que los protejan de las bandas extorsionadoras. Tienen que pagar para que los dejen tranquilos. 

 

Cuando se da la coincidencia de que tiene electricidad y conexión a Internet, Carla chatea con una antigua vecina que ahora vive en Miami. Como emigró hace casi una década, no capta el matiz de diferencia entre vacuna y pago de extorsión. 

Vacuna es que vos me pagáis y yo te cuido. Si te roban, la vacuna te garantiza que te van a devolver lo robado. La extorsión es que tenéis que pagar. Punto. Si no quereís que te maten, tenéis que pagar. Y puede ser que te extorsione la banda de los López y luego venga otra y te diga: “Vos le pagaste a ellos, tenéis que pagarnos a nosotros también”. ¿Te acordáis de Giovanni? Bueno, Giovanni tuvo que cerrar la panadería, porque no tenía cómo pagarles a dos bandas, que pronto serían tres y así. Si a los de hoy les diste mil, a los de mañana les vas a tener que dar 1 mil 500. Usan niños de 12 o 13 años para hacer llegar el mensaje y para cobrar. Se afincan con los abastos y carnicerías. Al dueño de la carnicería que queda por donde la prima mía, por donde abuela, a ese le tirotearon el local porque no pagó la extorsión. Los comerciantes han optado por cubrir las fachadas con ladrillos, para que no las traspase el plomo.

En mitad de la noche, Carla abre los ojos. Como si la hubieran llamado o algo se hubiera caído en la cocina con estrépito. Pero los ruidos no están fuera de su cabeza, están dentro. A veces se queda muy quieta en la cama hasta estar segura de que no la ha despertado un ruido. Pero es el curso de sus pensamientos, que no cesa, lo que interrumpe su descanso. Simón, un vecino, vendió su carro. Ellos no tienen teléfono, ni Simón ni la esposa ni los hijos. Desde hace tiempo quedaron sin teléfono para que no los molesten. En fin, es una estrategia como cualquiera. Entonces, los de la banda ubicaron los teléfonos del vecino, de una hermana y de un tío. Los mensajes le llegaron a Simón por varias vías. Un familiar de Simón tuvo que llevar el dinero de la extorsión. Y en el caso de Julia y Diego, usaron a una sobrina. 

El agua del aclarado de los platos va para las matas, pero a veces Carla aparta un poco para lavarse los pies. Detesta ir a la cama con los pies sucios. Está repartiendo la mingoña de agua entre las matas cuando suena su celular. Carla no puede creer que esté sonando. Bueno, en realidad es una especie de ronroneo agónico. “Ey, está pasando alguien por frente de tu casa y está mirando tu carro”, le dicen y cuelgan. El carro ni es de ella ni funciona. Alguien lo dejó en su garaje con la esperanza de que algún día podría venderlo por pedazos, como repuesto. 

Qué más podrían hacerles. Mataron a Jorge. Mataron a dos hermanos de la vecina de este lado. La del otro lado ya lleva tres hermanos muertos. Un poco más allá está Adela, a quien le mataron a su hijo y a dos nietos. A los Martínez ya les mataron a casi todos los nietos. Y así. Si te vas hacia los de los fondos o hacia los del frente, es lo mismo. Los han asesinado por equivocación, porque no pagaron la extorsión, porque las FAES los sacaron a rastras de sus casas…

Venezuela se ha vaciado por la emigración, pero La Cañada está casi vacía por la extorsión y los asesinatos.

Carla suelta una risa amarga. Le ha venido a la mente el comentario de su prima, la de Miami: “Pero, cómo se aguantan todo eso”. Carla y unas amigas se organizaron hace un par de años para protestar. Pedían que las dejaran respirar. No a la agresión, no a la delincuencia, decían las dos pancartas que lograron pintarrajear. Nada más asomar, la policía les cayó a palos. 

Si nos negamos a aguantar, matan a nuestros hijos, les caen a plomo a nuestros negocios, obligan a huir a los jóvenes o nos caen a palos. 

La parte buena de no tener carro es no tener que pagar la gasolina en dólares. Muchos han abandonado sus empleos, bueno, si a eso se le puede llamar empleos, para dedicarse a revender la gasolina. Suena fácil, pero no lo es. De hecho, es dificilísimo. Lo que sí es que es rentable. Pero fácil no. Hay que fajarse con la policía, Poli Regional, Poli Urdaneta, y con la Guardia, que se agarran las gasolineras. Claro, hasta que llegan las FAES, y entonces el negocio es para ellos. Los policías se van en silencio. No protestan. Saben que en cualquier momento regresarán y la fiesta seguirá. En menos de un mes, apoderados de las gasolineras, cada policía tiene para comprarse un carro. 

Los milicianos protestan con voz casi inaudible, como por un último hálito revolucionario. No tienen vida. Son demasiado viejos. No cuentan. Además, la gasolina está bajo control de los uniformados y el CLAP (los alimentos subsidiados del Comité Local de Abastecimiento y Producción) lo manejaba el gobernador Omar Prieto. Una vez nos reunimos los cañaderos y fuimos a la alcaldía. No nos atendieron. Algunos se enfurecieron y se fueron contra la sede de la alcaldía. Resultó que ahí tenían el CLAP de varios meses, en un depósito. Algunas cajas tenían ratones, según cuentan los cañaderos a quienes les tocaron algunas de las cajas que tenían escondidas allí. Los paquetes de arroz tenían huequitos, de tanto tiempo ahí almacenado. No reparten la comida. Algunos funcionarios la usan para pagar sus gastos personales. Uno mandó a pintar su carro y pagó con cajas del CLAP. Las secretarias van a la peluquería y pagan con dos cajas del CLAP. Con razón el año pasado no nos dieron cajas CLAP a nosotros ni una vez. 

Cuando mataron a la muchacha que era policía, vino el gobernador Omar Prieto, llamó a una reunión y dijo: “Yo quiero que ustedes me digan quiénes son las bandas…”. Se hizo un silencio como el de las noches. Alguien se dio un manotazo en una pierna fingiendo que tenía un zancudo. Varios carraspearon. Carla dejó caer el bolso y lo recogió dos veces.

—Quién iba a hablar —le dijo a su vecina al día siguiente, con voz muy baja—… Si los cuerpos policiales están aliados con las bandas.

Las dos mujeres recordaron el caso del hombre cuyo hijo había estado en una banda y quiso salirse. El hombre llevó al muchacho a entregarse a la policía. “Llevátelo de una vez, no lo dejes”, le respondieron los funcionarios. Le hicieron un favor. Si lo hubiera dejado, lo habrían matado en segundos. Tuvo que irse a Chile. Toda su familia está amenazada. Su madre tiene trastornos mentales. Estuvo una temporada allá con él y no mejora. Se la volvieron a traer y al final tuvo que irse toda la familia.

Carla suelta la cortina y se recuesta en la pared. Solo quiere estar resguardada un día más. Y otro y otro. Hasta que esto cambie, dice, que el sistema cambie. Que todo cambie. Que cambie el gobierno.

 

Todos los nombres que aparecen en esta historia fueron cambiados por motivos de seguridad.

 

Esta historia forma parte de la serie Estado comunal o dominación, producida en alianza con el Centro de Investigaciones Populares, a partir de su investigación “Estado comunal y post-democracia”, desarrollada a lo largo de un año, a partir de 25 entrevistas y 18 relatos en varios estados de Venezuela.

Milagros Socorro

Periodista y escritora de ficción. Venezolana.
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