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Comenzar desde una esfera más íntima

Johanna Osorio Herrera | 10 jul 2024 |
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“¿Qué estoy haciendo?”, se preguntó Ángel Zambrano al darse cuenta de que estaba azuzando sin querer la violencia en las protestas de 2017. Desde entonces no ha parado de pensar en alternativas ciudadanas que auspicien el encuentro, la coexistencia y la reconciliación.

FOTOGRAFÍAS: SERGIO GONZÁLEZ / CIUDADLAB

 

Solo en un sitio puede ser derrotada una sociedad:
en el pecho de cada hombre.

Rafael Cadenas

Han pasado siete años desde que Ángel Zambrano comenzó a ayudar a hilvanar un tejido que, tanto tiempo después, aún continúa creciendo. Ahí sigue, tratando de entrecruzar hebras. Sabe que es necesario contrarrestar la violencia. Más en estos días. En este recorrido, él no ha dejado de preguntarse cómo avivar la reconciliación entre venezolanos: cómo hacer para que unos y otros se conozcan, se reconozcan, coexistan. Esa interrogante, como un faro, ha ido guiando su camino. Pero no ha sido la única.

Todo comenzó en 2017. Venezuela llevaba cinco semanas sumida en protestas en contra del régimen de Nicolás Maduro. El Tribunal Supremo de Justicia, alegando que la Asamblea Nacional, de mayoría opositora, se encontraba en desacato, había despojado de sus facultades al parlamento para transferírselas al poder ejecutivo. Por ello, el 31 de marzo, un grupo de estudiantes se reunió para manifestar a las afueras del tribunal. Fue el inicio de meses dolorosos. 

Ángel Zambrano, periodista, acababa de regresar al país después de un año en el exterior. Pronto se unió a las manifestaciones. Tenía un trabajo de oficina pero atendía sus pendientes por la noche, para poder protestar durante el día. Sentía el empuje colectivo, a la gente dispuesta a permanecer en las calles. Conforme pasaban los días, notaba que el panorama se tornaba cada vez más oscuro: la represión recrudecía, así como se exacerbaba la respuesta de los manifestantes.

—Es preocupante el terreno que va ganando la violencia —le dijo Cheo Carvajal, un amigo con quien iba a las protestas.

Y sí, él respondió que pensaba lo mismo: la violencia y el miedo eran cada vez más fuertes. 

Todo se estaba saliendo de control.

Ángel tenía 14 años la primera vez que tomó consciencia de lo fácil que es contribuir con la violencia. Iba con Emilio, su padrastro, rodando por las Minas de Baruta. Era 2002. En abril de ese año, había ocurrido una protesta multitudinaria en contra de Hugo Chávez, que desembocó en su breve salida del poder. En diciembre, se inició un paro petrolero de más de 60 días. Como ocurriría muchas veces en el futuro, el gobierno consiguió controlar el descontento con represión. Esa vez, lo hizo despidiendo a cientos de trabajadores de la industria.

Eran tiempos turbios. Siguieron las manifestaciones multitudinarias, interminables, constantes, en las que la gente gritaba consignas y más consignas. Algunas marchas eran de la oposición, otras en apoyo a Chávez. La polarización rompía familias y amistades. Se hablaba de bandos opuestos como si se tratara de una guerra.

Esa vez que Ángel y Emilio iban por las Minas de Baruta, se cruzaron con una de esas concentraciones chavistas. Ángel, entonces un adolescente que no entendía bien qué ocurría, subió la mano en un puño del que sacó el dedo del medio. Ante ese gesto grosero, Emilio le llamó la atención:

—¡Ángel, ¿qué estás haciendo?!

Y entonces, como quien despierta de la inercia, se hizo a sí mismo esa misma pregunta, que es otra que lo ha orientado como una brújula. Se la repetiría años después. En 2017, por ejemplo.

Durante las protestas de ese año, jóvenes, algunos aún adolescentes, se plantaban al frente de las manifestaciones para hacer barrera y resistir a los ataques de los cuerpos policiales antimotines. Tenían cascos y escudos que ellos mismos construían. 

—Vente pa’ mi casa, Ángel, vamos a pintar cascos —lo conminó una amiga, luego de una de esas jornadas.

Él fue con ella. Y entonces volvió, de nuevo, aquella pregunta: “¿Qué estoy haciendo?”.

Se dio cuenta de que eran muchachos, casi niños, quienes estaban en una guerra: una guerra de jóvenes desarmados contra asesinos. Auparlos era contribuir con esa “exaltación épica”, y darse cuenta de esto lo hizo sentirse parte del problema.

Por ello, cuando esa misma semana Cheo y Jaime Cruz, otro activista social, convocaron un taller sobre protesta no-violenta, no lo pensó dos veces. Asistió. El encuentro fue en la extinta Librería Lugar Común, que ese día estaba atestada de gente. ¿Era por el hartazgo de la represión, que ya había cobrado al menos 30 vidas en 5 semanas? ¿Por los recuerdos de otra ola de protestas, la de 2014, cuando fueron asesinadas más de 40 personas? ¿Por la esperanza de conseguir un cambio sin seguir en una dinámica que solo traía dolor, dolor y dolor? Lo cierto es que, como él, muchos otros querían expresarse. 

“Hay que hacer algo”. Todos repetían la frase una y otra vez: “Hay que hacer algo, hay que hacer algo, hay que hacer algo…”. 

Llegaron a una conclusión: había que seguir manifestando de una forma creativa y constructiva.

Después de dos días de reuniones, coincidieron en que debían continuar con esas conversaciones, reflexiones y promoviendo —y construyendo— acciones no-violentas.

Ángel, que había llevado un cuadernito, lo fue pasando entre los asistentes para que anotaran sus correos y comenzó a enviarles por esa vía, en una especie de boletín, un resumen de lo conversado en cada reunión, que comenzaron a ser semanales: en esos encuentros, se afianzaron iniciativas como Dale Letra y Las Piloneras, y nacieron otras como El Bus TV y el Labo Ciudadano.

Primero se llamó Laboratorio Ciudadano de Protesta No Violenta. Luego, Ángel y Cheo, quienes imaginaron esta idea, cambiaron el nombre por Laboratorio Ciudadano de No Violencia Activa. Y finalmente, quedó solo como Labo Ciudadano. Empezaron a pautar encuentros para aprender sobre no-violencia y generar acciones que permitieran a la ciudadanía elevar la voz por sus derechos de forma creativa, innovadora y segura.

No era la primera vez que Ángel se movía en estas aguas.

Como periodista, había comenzado su carrera en el área cultural. Primero, trabajó como fotógrafo en una alcaldía mirandina; luego, en la gestión cultural de eventos en una embajada latinoamericana en Caracas; y terminó dirigiendo un pequeño equipo de cultura en otra alcaldía. Había hallado su lugar en estos espacios de encuentros y de diversidad. Y cursó estudios relacionados con la gestión cultural, para poder dedicarse a este mundo.

De hecho, fue así que conoció a Cheo. Un día, en un evento sobre arte y pedagogía para niños en la ciudad, Ángel se le acercó, conversaron y comenzaron a pensar en un proyecto que después materializaron: El Hatillo-Ciudad Laboratorio, en el que promovían la estadía, observación y el diálogo en el municipio. También la integración del barrio El Calvario con el resto del pueblo, sectores separados por una calle llamada El Progreso que, paradójicamente, solo había traído exclusión. Una frontera simbólica que separaba al barrio de la ciudad. 

Así, deliberadamente, Ángel pasó de ser periodista y gestor cultural a un activista por la convivencia y la ciudadanía. Por eso, en 2017, esa protesta no-violenta resonaba tan fuerte en él.

Las manifestaciones de 2017 se extendieron hasta agosto y dejaron una estela fatídica: más de 150 muertos, la mayoría estudiantes, muchos menores de edad. También dejaron registros de graves torturas. La oficina del Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Derechos Humanos (ACNUDH) denunció el “uso generalizado y sistemático de fuerza excesiva” y responsabilizó al gobierno.

El 4 de agosto se instaló una Asamblea Nacional Constituyente. 

En medio del dolor, las protestas cesaron. Pero las organizaciones que surgieron para hacerle frente al régimen sin violencia continuaron en pie. Y así, esa reunión en una librería se convirtió en la génesis de un tejido social vivo del que no cesan de nacer nuevas hebras. El Labo Ciudadano continúa fomentando espacios para la reflexión; el Bus TV sigue llevando noticias en autobuses y papelógrafos a distintos rincones del país; Dale Letra y Las Piloneras siguen ambientando con sus cantos de protesta las manifestaciones que no han cesado.

Todas desde un espacio sereno pero contundente.

Y Ángel y Cheo continuaron su trabajo juntos, pero ya no en el Labo (que sigue en pie con otra directiva), sino en otra organización: Ciudad Laboratorio, a secas, un proyecto sobre Caracas que dirigen en la actualidad.

Ángel siguió tejiendo.

Y esas hebras colectivas lo llevaron a tejer también las suyas propias. En su esfuerzo por comprender la violencia, asistió a un taller de fotografía relacionado con este tema. La primera asignación fue particular: debía hacer un autorretrato de la propia violencia que llevaba dentro. Fue una lección introspectiva, de la que resultaron unas fotos en las que él no aparecía: siempre salía borroso.

Con este ejercicio descubrió que estaba tan volcado hacia afuera que había descuidado lo que llevaba dentro. Y viendo hacia adentro, hizo conciencia de su propia humanidad: de sus luces y sombras. Y esto le hizo pensar que entonces, para la reconciliación colectiva, era necesario comenzar desde una esfera más íntima, más personal.

Que la no-violencia no era un músculo que se fortalecía únicamente en protestas o con actividades culturales, sino desde lo más próximo: respetando el rayado, las aceras… respetando a todos los seres vivos. Entendió que no procurar la dignidad del otro es también una forma de agresión. Que el camino empezaba por la empatía. El propio camino y el que muestra a otros.

Recordó entonces aquellos versos de Cadenas que dicen:

Aunque me distraiga 
voy a donde debo. 
Cumplo con mi parte,
mientras hago diligencias para verme.

Y comenzó a hacerles honor.

Johanna Osorio Herrera

Jugaba a ser reportera desde que aprendí a leer. Luego, coqueteé en mi imaginación con cinco profesiones más. Pero la vida me quería periodista. Lo supe a los 12 años. Nací el día que empecé a cubrir deporte menor y las comunidades me enamoraron. Ahora aprendo a contar sus historias.
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