El padre de Luz Marina fue uno de los fundadores de Mene Grande, el pueblo a dos horas de Maracaibo donde comenzó, en 1914, la explotación comercial del petróleo en Venezuela. Ella permanece allí, no puede irse como muchos de sus vecinos que están huyendo luego de que, con los apagones de marzo y abril de 2019, su tierra se convirtiera en un lugar imposible para vivir.
Fotografías: Fernando Bracho Bracho
Luz Marina Pavón se asoma al portón pequeño de su casa, echa un vistazo a lo largo de la calle y señala muchas de las viviendas abandonadas de Mene Grande.
—Los muchachos de allí del frente se fueron a Panamá, la señora de aquella casa migró a Colombia, el señor de la esquina tampoco resistió y también se marchó con sus hijos al vecino país.
No se refiere a las tantas personas que dejaron la comunidad en los últimos años. No. Habla de las familias que comenzaron a huir, unas tras otras, a finales de marzo de 2019. Esas que se convencieron de que en Mene Grande —el pueblo pujante donde en julio de 1914 se comenzó a explotar el pozo petrolero Zumaque I, dando inicio a la que se convertiría en la principal actividad económica de la nación— ya no se puede vivir.
Antes de marzo de 2019, era ya un territorio minado de precariedades, una zona diezmada. Muchos comercios habían bajado sus santamarías. Apenas ofrecían sus servicios dos de las cuatro agencias bancarias que hay. Los servicios públicos escasamente funcionaban: constantes cortes de luz, por un lado, y por otro, desde hace cuatro años, la permanente ausencia de agua por tubería.
Pero eran dificultades que la gente encontraba la forma de sortear. Tanto así que se las ingeniaron y comenzaron a cavar huecos en los patios para extraer agua de pozos subterráneos; gargantas que se extienden 15 metros hacia abajo. Luz Marina, como toda su familia, se surte del pozo que abrieron en el solar de la casa de su hermana, que vive cerca, en la misma calle.
Cuando llegaron los apagones nacionales de marzo, muchos comenzaron a verse de manos atadas: tenían, con suerte, cuatro horas diarias de electricidad.
—Nos sentimos horrible. Hemos pasado hasta 14 días sin el servicio —se lamenta Luz Marina.
Días sin comunicaciones. Días que se escurren pesados y lentos en un calor asfixiante de más de 30 grados. Días que van dejando una estela de fatiga y agotamiento. Días en los que parece que el mundo dejara de girar.
Por eso fueron muchos los que hicieron su maleta y se marcharon. De un día para otro. A algunos, apenas les dio tiempo de decirle adiós a Luz Marina, quien ha decidido permanecer aquí.
—Mi padre estuvo involucrado en ese comienzo, cuando el Zumaque I empezó la producción… —dice la mujer de piel café y ojos esmeralda que parecen no apagarse.
Ubicado en el cerro La Estrella, del pozo sacaban, en su mejor momento, hasta 2 mil 500 barriles diarios, que eran llevados a la refinería de San Lorenzo, la primera de Latinoamérica, con una capacidad de 2 mil barriles diarios de petróleo bombeados a vapor. Hoy, solo es un balancín pintado con el tricolor nacional cuya producción es simbólica: entre 12 y 14 barriles diarios.
Sentada al lado de su pareja, José Pirela, Luz Marina habla bajo otra arboleada que emerge en medio del terreno de su casa. Son plantas de todos los tamaños y todos los colores, cuya sombra refresca un poco del vapor de Mene Grande. En el corazón del municipio Rafael María Baralt del estado Zulia, sus calles de asfalto cuarteado serpentean entre colinas o se tuercen entre viviendas carcomidas por el sol y edificios antiguos de la época dorada. Esos años que ella evoca con su hablar lento. Un pasado prometedor al que está vinculada la historia de su propia familia.
—…Mi papá fue uno de los obreros y participó en la fundación del pueblo.
Él le contó muchas veces que allí todo comenzó sin maquinarias. Que las edificaciones las fueron construyendo con la ayuda de burros que llevaban las piedras de un lugar a otro. Los caminos se abrieron a punta de machetes, soportando la zancudera. Era la Venezuela rural en la que se avizoraba la modernidad. Por eso llegaron legiones de ingenieros a sacar crudo sin descanso. Y después vino la nacionalización del petróleo, en 1976, decretada desde el mismo Zumaque I, lo que supuestamente dejaría más ingresos al país y, claro, a Mene Grande.
Luz Marina habla con orgullo y nostalgia, mucha nostalgia. Y suelta las preguntas que muchos en esta zona —y en todo el país— se formulan.
—¿Cómo fue que llegamos a esto? ¿Cómo podemos vivir en estas condiciones?
Son las 8:00 de la mañana del 12 de abril de 2019. Mientras Luz Marina conversa, dirige su mirada al interior de su vivienda: busca ver, ansiosa, el bombillito de algún electrodoméstico, alguna luz encendida, una señal que le indique que aún hay energía eléctrica. Que no se ha vuelto a ir por enésima vez.
Durante los apagones, ha sentido más de cerca la escasez de alimentos. A veces, logra paliarla comprándole verduras y hortalizas al camión que, venido desde Trujillo, pasa frente a su casa todos los días. Eso cuando tiene dinero en efectivo para pagarles, porque conseguir billetes les resulta cuesta arriba. José, su pareja, que es quien sostiene la casa trabajando como electricista o plomero, casi no ha podido hacerlo por la falta de luz.
Durante las noches sin electricidad, a oscuras, duermen afuera de la casa, debajo de un techo de zinc, en un colchón y a merced de las nubes de mosquitos. Luz Marina apenas puede pegar un ojo cuando dos de sus nietas se quedan a dormir con ella. Las noches se le diluyen tratando de agitar un pedazo de cartón, cual abanico improvisado, para que duerman y cesen de preguntarle, una y otra vez:
—Abuela, ¿cuándo llegará la luz?
Luz Marina, exhausta, se ha planteado la idea de irse también de la tierra del Zumaque I. Quisiera hacerles caso a sus hijos, a quienes tanto extraña. Cuatro de los cinco emigraron hace tres años y se encuentran a más de 934 mil kilómetros de ella, repartidos en distintas zonas de Bogotá, la capital colombiana. David, Sara, Erika y Andreina, entre 23 y 36 años, le insisten en que se vaya, que allá estará mejor. O que, al menos, viaje a pasar unos días con ellos para que se olvide de la tragedia cotidiana que es su vida en el pueblo.
Pero hace 18 años que ella se unió en una relación con José Pirela y esa debe ser una decisión consensuada entre ambos. Mucho han discutido la posibilidad de comenzar de cero en Colombia, con sus hijos. Pero no es fácil. Él no quiere dejar la casa sola, porque sabe que corre peligro de que se la roben.
—Un hijastro le dejó la casa a su cuñada para que se la cuidara, pero como se retrasó en los pagos que le prometió, ella lo amenazó con vender cosas de la vivienda para cobrarse la deuda. Por suerte no lo hizo, pero estuvo a punto. Imagínese, si lo hace la propia familia, con menos razón quiero dejar mi hogar abandonado.
Luz Marina asiente con la cabeza.
Pero la principal razón de José para quedarse, sin embargo, no es garantizar la seguridad de la casa, sino que no quiere distanciarse aún más de su madre, una anciana hipertensa de 80 años que vive en Maracaibo, a dos horas de Mene Grande.
Teme que algo le ocurra y él esté lejos.
Luz Marina lo entiende y por eso cree que es improbable que se marchen. Además, su otra hija es una adolescente que apenas comienza el bachillerato. Y aunque por los apagones ha tenido muchos tropiezos, creen que es mejor que ella termine aquí sus estudios.
Él augura, no obstante, que las cosas podrán empeorar. Por ejemplo, dice, adoptando su voz de técnico, que al pozo de agua del que se surten le quedan 40 centímetros nada más.
—Tendremos que bajarlo más. Hay que pagarle a alguien unos 100 mil bolívares para que cave un metro más hacia abajo, y comprar una bomba de un caballo de fuerza. Nos intranquiliza eso, no tenemos cómo pagarlo y nos quedaríamos sin agua. Sin nada de agua, eso sería tan grave como estar sin luz.
Tocada nuevamente por la nostalgia, Luz Marina va a un baúl y saca fotografías de su familia. Se le aguan los ojos mientras revive cada momento congelado en las imágenes. Se detiene en una que la transporta a la Navidad de hace una década: están su madre y su padre; sus hermanos, sobrinos y varios amigos.
Se queda abrumada observando. Y sus nietas, de 6 y 7 años, a su alrededor, comienzan a preguntarle.
—Abuela, ¿y quién es este?
Ella se mantiene abstraída mientras les ofrece una respuesta breve.
—Mi papá.
El mismo hombre que vivió en un pueblo que ya no es este.
Allí está, en el centro de la escena. Luz Marina lo ve tan buenmozo y vuelve a decir cuánto lo extraña. Va señalando con su dedo índice a los miembros de esa familia que lo rodea en el retrato y que ahora está desperdigada por el mundo. Solo quedan en Mene Grande 10 de los 30 que allí posaron sonrientes.
Ahora se pregunta si sus nietas también se irán. Ellas no pueden saberlo. No todavía. Andan danzando por todo el patio como mariposas revoloteando, ajenas al hecho de que viven en lo que fue la cuna del petróleo en Venezuela.
En algún momento, a la mente de Luz Marina acude una melodía.
—Cántame una gaita, hermano,/ que ya llegó Navidad./ Yo no quiero soledad/ en el alma del zuliano… —susurra.
Y los ojos se le vuelven a llenar, como si estuviera a punto de estallar en llanto.