Después de 5 años viviendo en Lima, Perú, Pierina Sora logró reunir dinero para visitar a su familia en Venezuela. Las guacamayas, el cielo azul de Caracas, los sabores, las historias que escuchó: fue un viaje emocional y sensitivo que le permitió redescubrir su país, su ciudad, y sanar viejas heridas.
FOTOGRAFÍAS: ÁLBUM FAMILIAR
Una vez leí en Twitter una frase que quedó resonando en mí: “Ser migrante es un ejercicio constante de contarte. En Venezuela, explicar las razones de tu huida. En Colombia, explicar tus supuestos privilegios. Explicar que no has logrado nada en tantos años viviendo afuera, explicar la tristeza, explicar tantas cosas”.
Era cierto.
¿Cuándo vienes a Caracas? ¿Por qué no has ido a Venezuela? ¿Desde hace cuánto no ves a tu familia? ¿Y tú no puedes traerte a tu gente? Durante un tiempo, muchos me hacían preguntas como esas. Desde algunos conocidos en Venezuela hasta quienes me atendían en el mercado en Lima, Perú, a donde migré hace cinco años.
Cinco años y medio, para ser exactos.
Cinco años y medio puede ser tanto tiempo. O tan poco. Todo depende desde la óptica con que se vea.
Me gustaría ir todos los años a mi país. Ante aquellas preguntas, respondía que no podía viajar por falta de dinero y por no tener mi pasaporte vigente. Lo decía rápido, como para no entrar en detalles ni terminar entrando en una espiral de tristeza.
Yo extrañaba mi país. Veía publicaciones en redes sociales de amigos y conocidos que iban de visita, y entonces yo también viajaba con ellos, con sus fotos y videos. El cielo caraqueño. El sol en su máximo esplendor. Las sorpresas de los reencuentros.
¿Cuántas veces viajé sin estar ahí?
Ya tendré mi momento, me decía a mí misma.
Siempre estuve atenta a las recomendaciones que hacían ellos. Llevar billetes de dólares de baja denominación para hacernos las transacciones más fáciles. Qué aplicaciones usar para moverse en Caracas. Los precios de los productos. Qué servicios de Internet privado contratar para no quedar incomunicados… Tomaba en consideración tantos consejos para volver a andar en las calles en que crecí; esas que, según veía a la distancia, habían cambiado tanto.
Buscaba la manera de ir. Pero no era fácil. Un pasaje desde cualquier país de Latinoamérica hasta Venezuela oscila entre los 700 a 900 dólares, cuando el sueldo mínimo en esos países va desde menos de 300 a 540 dólares. Por ejemplo, en Perú, el sueldo mínimo es de 1025 soles, unos 270 dólares.
Como migrante, no puedo ahorrar como quisiera. Trato, pero en el interín aparecen las cuentas por pagar —el alquiler, los servicios, etcétera— y, en algunas ocasiones, debo enviar remesas para ayudar a mi familia. Eso sin contar que suceda algo con mi salud, y el presupuesto se termine de descuadrar.
Sin embargo, con mucha disciplina, movidos por la ilusión de reencontrarnos con los nuestros, mi pareja y yo comenzamos a reunir. Ya emocionados planificando el viaje, aproveché un dinerito extra que gané para pagar el trámite de renovar el pasaporte.
En enero de 2022 pedimos la cita. Ocho meses después, me llegó un correo informando que debía asistir el 7 de octubre a la sede consular de Lima para que nos tomaran los datos. Nos fue bien. Y luego de aquel día, seguimos enfocados en ahorrar lo más posible.
Pocas salidas.
Planes en casa.
Hasta que después de 15 meses de espera, el sábado 18 de marzo, nos entregaron el documento.
Al salir de la Embajada de Venezuela en Lima, pude ver a muchos migrantes como yo celebrando que habían logrado renovar su pasaporte. Reían, lloraban, se abrazaban. Recuerdo que vi a un paisano que le dio un par de besos al suyo. Yo también sentí alegría: viajar a Venezuela era prácticamente un hecho.
En abril de 2023 logramos comprar los pasajes. Decidimos estar un mes, y trabajar remoto allá. Ya que estábamos haciendo el esfuerzo de pagar unos boletos tan costosos, y como no sabíamos cuándo podríamos ir de nuevo, queríamos disfrutar el mayor tiempo posible con nuestros familiares y amigos. Además, iba a poder celebrar mi cumpleaños con los míos.
Coordinamos con un taxista para que nos buscara en el aeropuerto. La emoción me invadió, al igual que el asombro. No podía creer que volvería después de todo este tiempo. Les avisé a mis allegados de nuestro viaje. Preferí evitar que fuera una sorpresa, considerando que en casa hay personas mayores a quienes la emoción podía jugarles una mala pasada.
¿Cómo iba a verme en mi país de nuevo?
¿Cómo era reconectarme con él?
¿Cómo era hacer las paces?
¿Cómo era reconocer a mi familia y que ellos me reconocieran también?
Mi salida de Venezuela en 2018 fue más bien una expulsión. Era mucho lo que me agobiaba en aquellos días de escasez y hambre. Debía hacer maromas para conseguir bolívares en efectivo. Mi sueldo no me alcanzaba para nada. Un día, me desmayé en la calle luego de hacer una larga fila para comprar papel higiénico. Y fue en ese momento que supe que tenía que irme.
Mi novio y yo migramos por tierra porque no teníamos presupuesto para irnos en avión. Escribí una crónica sobre aquella travesía de seis días desde Caracas hasta Lima, y sentí rabia e impotencia porque no sabía cuándo volvería a abrazar a mi familia y porque le tenía miedo a la partida de un ser querido.
Aterrizamos de vuelta en Venezuela el 2 de julio de 2023 a las 2:16 de la madrugada (me sentí tan rara al poder viajar en avión después de haberme ido en bus).
Recuerdo que cuando me subí al taxi desde el aeropuerto para llegar hasta la casa de mis abuelos, me vino a la cabeza una frase que hace mucho tiempo me dijo mi pareja. Algo que pensó él cuando retornó a Caracas luego de haber probado suerte en Barranquilla, Colombia: “Sientes tranquilidad porque sabes que estás en tu casa”.
Sí, estaba en casa.
Al llegar, nos sorprendieron: nos recibieron con globos, una torta y un letrero que decía: “Bienvenidos”.
Pronto me di cuenta de que la ciudad había cambiado, y que yo también. No éramos los mismos de aquel 2018, cuando la crisis nos golpeó tan duro. En las aceras ya no veía personas en fila para comprar alimentos. Los anaqueles de los supermercados ya no estaban vacíos. La gente ya no te miraba extraño, haciéndote una radiografía en la bolsa que traías entre manos. Entonces, entendí a quienes me dijeron varias veces que volver al país también era una reconciliación; una tregua; un pacto, sanación, liberación.
Mi estancia fue entre Caracas y Guatire, lugares en los que habité y donde aún viven mis familiares. Aunque no pude hacer turismo porque mi presupuesto me lo impedía, recorrí las calles que siguen siendo parte de mis raíces. El mercado de Catia. Las camionetas por puesto. Las casas de los familiares. La universidad en la que estudié. La playa Puerto Francés. Cuando estuve en cada uno de estos sitios, fue como rebobinar una película de hace muchos años. Las imágenes no paraban de llegar. Me reconcilié con tantos recuerdos que en algún momento, a la distancia, quise olvidar.
Era un viaje sensitivo.
Estaba fascinada por los olores, los colores y los sonidos del lugar en el que viví durante 27 años. El verdor de las montañas, ese cielo caraqueño tan único, tan azul.
Estar en casa fue un bálsamo. Días antes de viajar, me habían detectado Helicobacter Pylori, una bacteria que causa infección en el estómago. Los primeros días estuve de reposo, y me di cuenta de lo valioso que es que cuiden de ti cuando tienes la salud quebrantada. Mis abuelos y mi mamá biológica me atendieron con la alimentación que debía llevar. Me prepararon jugo de guayaba, una de las tantas delicias que más extrañaba de casa. El sabor de la sopa… el olor a sofrito con ají… Me sentaba a comer con mi familia, en la misma mesa en la que armé maquetas para el colegio; en la misma que leí y estudié para mis exámenes de la universidad.
Cada bocado de comida era una delicia porque estaba hecho con cariño.
Desde que migré, vi miles de fotos en redes sociales de las guacamayas que sobrevolaban Caracas siendo alimentadas por la gente desde sus ventanas. Me parecía tan lindo. Durante mi visita, todas las tardes llegaba una pareja de guacamayas que se posaban en un poste de la esquina de la casa. Me deleitaba con sus plumajes. Una tarde, estuvieron más cerca de mí y yo también les ofrecí algo de comer.
Estaba maravillada.
Sabía que cada minuto, cada día, cada momento tenía que aprovecharlo.
¿Cuándo volveré a venir?
Quién sabe…
En casa también pude sanar un duelo. Un duelo que a mi familia y a mí nos tocó vivir a la distancia. Mi mamá de crianza murió en 2018, cuando yo apenas tenía 10 meses de haber llegado a Lima, Perú. La dinámica familiar cambia cuando un ser querido muere. También cambian los espacios. Una esquina de la sala de la casa se convirtió en un altar. Unas fotos, un cajón de madera con las cenizas, una vela y unas florecitas.
Fue difícil, pero necesario, ver y tocar las pertenencias de ella.
El 15 de julio quedará grabado en mi memoria como un día mágico. Mi pareja y yo celebramos una suerte de boda espiritual: una ceremonia íntima en mi casa de Catia, rodeados del calor de nuestros allegados.
Aunque no hubo intercambio de anillos, dos rosas rojas simbolizaron la entrega de nuestro amor. Quién diría que la misma casa en la que decidimos migrar sería el escenario de un nuevo capítulo de nuestra historia.
Como quería un recuerdo palpable de ese día —y de este viaje— contraté a un fotógrafo para que nos hiciera muchas fotos. La platabanda de la casa, con su vista panorámica de la ciudad, era el escenario perfecto para posar. Recuerdo que cuando nos tomaron la foto a mí y a mi familia, decidí que saliera mi mamá de crianza. Al momento de posar, tomé un cuadro de ella que estaba en la sala, y las lágrimas comenzaron a brotar de mis ojos.
“Bienvenida a tu país”.
Esta fue una de las frases que más me dijeron durante aquellos días. Confieso que, al oírla, me desarmaba un poco. Todavía no entiendo por qué. Quizá porque no hay nada como lo nuestro. No hay como estar en el mismo lugar en el que las personas entienden mis mañas, hablaban el mismo lenguaje y no hay que usar Google Maps para buscar una dirección.
Sentí tantas emociones…
Me conmovía que los vecinos me sonreían al saberme de visita.
Me alegró ver a familiares más repuestos. Ya no estaban delgadísimos, como en 2016, 2017 y 2018, años en que la escasez de comida nos obligó a improvisar con lo que había en la alacena para medio alimentarnos.
Me emocionó ver a mis primos más grandes. Algunos me hablaron de sus pesares debido a la situación económica que seguía aquejando al país. La mayoría de ellos, por ejemplo, no han podido estudiar en una universidad porque no tienen dinero suficiente, y también les ha tocado trabajar en cualquier cosa para colaborar con los gastos de la casa.
Me dio rabia ver decenas de botellas de plástico, llenas con agua, arrimadas en un rincón: era el recordatorio de que los servicios básicos aún no funcionan.
Y me entristecí al escuchar relatos de los que, a diferencia de mí, se quedaron en el país. Como periodista migrante, había escuchado muchos testimonios de quienes salieron buscando mejores horizontes, y no había pensado tanto en que quienes permanecieron en Venezuela también atravesaron un duelo.
—A mí me dio una depresión. Ustedes no lo entienden aún porque no son padres, pero esto es como tener el nido vacío —me dijo una de mis tías conteniendo el llanto.
Días antes de regresar a Perú, agarré mi celular y caminé por la casa grabando todo el recorrido. Tomé fotos a mis familiares y al paisaje que se ve desde la cocina. Me sentí como cuando estuve en el terminal, aquel enero de 2018, antes de migrar: quería grabar todo con mis ojos y que se quedara grabado como pasó en un episodio de Black Mirror.
Mi abuelo, a quien le digo nonno, llegó de España a Venezuela a los 9 años y nunca se fue. Él ha sido para mí una figura paterna ante la ausencia de mi padre. Le presté especial atención a sus cuentos sobre migrantes que como él buscaron en Venezuela un futuro esperanzador. Escuchándolo, me di cuenta de que esos relatos tenían tanto en común con mi propia historia.
El 7 de agosto, regresamos.
Las despedidas son difíciles de aguantar, pero me refugié en la certeza de que pronto volveré. Me despedí de Venezuela ahora con la convicción de que ella y yo nos pertenecemos de otra forma.
Mi abuelo se despidió diciéndome: “Mija, aquí siempre vas a tener una casa para volver”.