Al morir en 1997, Guillermo Febres Rodríguez legó a sus hijos las fincas en las que tanto había trabajado y que desde 1844 eran propiedad de la familia: Hato Garzas, La Primavera y La Trinidad. Los herederos se dedicaron, con siembras y ganado, a mantener esas hectáreas productivas. Pero después les tocó defender su patrimonio de “cooperativas agrícolas” que las han ido invadiendo una a una con la anuencia de los organismos oficiales.
Fotografías: Marieva Fermín
Quienes conocían a Guillermo Febres Rodríguez le tenían cariño y respeto al mismo tiempo. Vivía junto a su familia en una modesta casa de la calle Bolívar, cerca de la plaza del casco colonial de Barinas, en los llanos venezolanos. Muchos en el pueblo lo admiraban por su dedicación al trabajo. Sabían de sus largas faenas en los terrenos que eran propiedad de la familia desde 1844. Descendiente del general Isilio Febres-Cordero Montero —presidente del llamado estado Zamora en la primera década del siglo XX—, Guillermo creció en una familia que le enseñó a querer el llano y a cuidarlo con tesón. Y eso les enseñó él a sus hijos.
En 1997, teniendo 71 años de edad, murió sin ver cómo la llamada revolución bolivariana, que se instalaría al año siguiente, arremetería contra lo que tanto labró. Los hermanos Febres Villalba, sus hijos y herederos de sus tres fincas, sí que tendrían ocasión de verlo.
Al tiempo que se dedicaban a sus distintas profesiones, los hermanos asumieron el trabajo de agricultura y cría de ganado. Poco a poco fueron modernizando los equipos para esas labores. Y lo hacían con gusto. Jamás se les pasó por la mente poner en venta el legado de su padre.
Pero un día de 2008, los planes de los hermanos tuvieron que cambiar. Al entonces presidente Hugo Chávez le pareció que era una buena idea construir un complejo agropecuario en una de sus haciendas, la que llamaban Hato Garzas, en la parroquia Torunos del municipio Barinas. Era parte de un gran proyecto de Pdvsa Agrícola, que puso a los hermanos frente a un dilema que no vieron venir: o le vendían esas tierras a Pdvsa o el gobierno se las expropiaría, como ya habían hecho con tantas fincas del país. Tras discutirlo muchas veces, se decantaron por la primera opción. Marisela, una de las herederas y quien había sido primera dama del estado entre los años 1993 y 1995, cuando su esposo Gehard Cartay fue gobernador, hizo la negociación.
Y el Hato Garzas se convirtió, al cabo de un tiempo, en el Complejo Integral Bovino Socialista de Occidente.
Los hermanos atesoran fotografías del Hato Garzas, de sus memorables atardeceres. Lamentaron mucho tener que salir de ese predio así, forzosamente. Nunca más volvieron por esos lados. Se dedicaron a sus otras tierras, pensando que no volverían a pasar por un momento como aquel.
Sin embargo, en febrero de 2016, un grupo de personas irrumpió en La Primavera, otra de sus haciendas, con la intención de apropiarse de ella. Cercana a la ciudad de Barinas, de La Primavera brotaban más de 3 toneladas de maíz al año y había más de 200 hectáreas sembradas de yuca. Tenían, incluso, modernos equipos de inseminación vacuna y criaban ganado de alta genética para la producción lechera.
Los Febres Cordero no estaban dispuestos a perderla, así que fueron al Instituto Nacional de Tierras (INTI), a tribunales agrarios, a la Secretaría Ejecutiva de Seguridad Ciudadana de la gobernación, a la Guardia Nacional y a la Zona Integral de Desarrollo (ZODI), con el fin de denunciar el hecho.
Al cabo de cuatro meses pudieron demostrar lo que ellos argumentaban: la finca era de su propiedad, pertenecía a la familia desde 1844, tal como está asentado en un documento registrado en la oficina subalterna de registro público del distrito de Barinas. El INTI les otorgó un certificado que la catalogaba como “finca mejorable” y les ordenó a los ocupantes —integrantes de 19 “cooperativas agrícolas”— abandonar el lugar.
Pero eso no fue suficiente, porque allí se quedaron.
Los hermanos continuaron acudiendo al INTI y denunciando en la Guardia Nacional, la ZODI, la Secretaría Ejecutiva de Seguridad y Orden Público de la gobernación. Pero no lograron nada.
En octubre del 2017, una veintena de hombres armados se atrevieron a ir más lejos.
Fue un viernes por la tarde. Ni los propietarios de la finca ni sus trabajadores podían circular en vehículos, a caballo o en tractores, o hacer trabajo de campo, y mucho menos caminar, porque de inmediato eran atacados por los invasores que merodeaban por la finca. Una noche, aprovechando la soledad de la sabana, los hombres ingresaron a los galpones y se robaron un tractor. Después hicieron lo mismo con un camión de carga que conducía un obrero y con el cual trasladaban hasta sus viviendas a los trabajadores que vivían fuera de la finca. A Manuel, el administrador, también lo bajaron de una vieja camioneta en la que realizaba sus recorridos por las tierras, pero como era un carro viejo, se les apagó y lo dejaron botado.
La familia había mantenido en la finca solo al personal indispensable para la producción y limpieza de los terrenos. Cuando los hombres irrumpieron aquel viernes, uno de los obreros que allí permanecía llamó a Marisela por teléfono.
—Unos hombres armados llegaron en motos y se metieron en la casa de la finca —alcanzó a decir.
Después, los obreros fueron amenazados, golpeados y amarrados. Los encerraron en un cuarto. Luego, los hombres procedieron a desmantelar todo: cargaron con las baterías, los arranques y el aceite automotor de las maquinarias. Cargaron también con el veneno y con los aperos propios de una finca en plena producción.
Cargaron con todo lo que pudieron.
Marisela se fue hasta la sede de Seguridad y Orden Público, pero no había nadie. Visitaron al director del INTI y este, desde la misma oficina, hizo una llamada a un hombre de apellido Gudiño, quien estaba al frente del asalto a la finca.
—Salgan del sitio —les ordenó.
Pero aquello no tuvo ningún efecto, a juzgar por los destrozos que causaron y de los que Marisela conoció porque le contaron: ella no quiso ver cómo, en unas pocas horas, una veintena de hombres terminó de destruir muchos años de trabajo y esfuerzos.
No fue sino hasta el lunes, a casi 72 horas de lo ocurrido, cuando llegaron funcionarios de la guardia y otros cuerpos de seguridad del Estado a inspeccionar lo que había pasado. Los asaltantes tuvieron casi tres días para completar el desmantelamiento de la finca. Se llevaron una nevera, bombillos, techos, televisor, utensilios de la cocina. La familia decidió sacar a los obreros para resguardarlos y evitar que los atacaran nuevamente, y los invasores continuaron con el desmantelamiento: se robaron los techos, los postes, tres transformadores eléctricos, el cableado, las ventanas…
Los hermanos no volvieron a La Primavera, aunque contaban con un certificado del Instituto Nacional de Tierras que les reconocía que aquellos eran predios productivos y que los invasores debían salir de la propiedad. Quedaron atónitos cuando, el 3 de mayo de 2018, el mismo INTI les otorgó a los invasores un derecho de permanencia en las 749 hectáreas de la finca con una medida que hacía ver que esas tierras eran propiedad del Estado.
De lo que fueron unas tierras prósperas solo quedan unas sabanas cubiertas de maleza y el esqueleto de lo que por muchos años fue la casa de los obreros de la finca.
No se habían repuesto de la pérdida de La Primavera cuando, en el mismo mes de mayo de 2018, comenzaron una nueva batalla legal, esta vez contra un grupo de hombres que invadió la otra propiedad de la sucesión: La Trinidad. A Isilio Febres Villalba, el hermano que estaba al frente del hato, le correspondió volver a comprobar con sus papeles de tradición de tierras que este era propiedad de la familia.
Casi un año tuvieron que enfrentar otra vez, ante tribunales agrarios y el INTI, tres incursiones ilegales con diferentes grupos que levantaron ranchos de plástico y techos de zinc. Lo hicieron desde la entrada del hato, donde está la casa de los trabajadores, y a todo lo largo y ancho del predio. Cada estaca y cada rancho era una demarcación, “la propiedad privada” de cada invasor, el espacio donde comenzaron a sembrar algunas matas de yuca, plátano o topocho como señal de que ellos sí producían en esas tierras ajenas.
Y así llegó octubre de 2018.
Lo que había ocurrido en La Primavera se repitió, un año después, en La Trinidad. Una llamada telefónica del encargado del hato, una vez que pudo soltarse de sus amarras, le alertó a su patrón de lo que había pasado: mujeres y hombres, integrantes de los tres consejos campesinos invasores, entraron a la casa de los trabajadores amenazándolos. También se metieron en los depósitos luego de golpear y amarrar a los obreros y robarles sus tarjetas de débito para quitarles sus ahorros. Se llevaron equipos de ordeño, novillas vivas, cercas eléctricas, 500 pajuelas de semen seleccionado, guadañas, equipos de soldadura, motores, bombas eléctricas y el motor de la nevera.
Y como un párrafo repetido de una novela de terror, los hermanos volvieron a dar los mismos pasos. Denunciaron ante el INTI, la Secretaría Ejecutiva de Seguridad y Orden Público, la Guardia Nacional, la ZODI, en todas las instancias donde ya lo habían hecho antes. Era un camino conocido y, de igual modo, infructuoso: no recuperaron nada.
El Hato La Trinidad continúa siendo propiedad de los hermanos Febres Villalba. Las visitas al INTI, las demandas en los tribunales agrarios, los alegatos legales y los papeles de más de un siglo de tradición de la propiedad continúan en sus manos. Ya no tienen a los invasores dentro de sus tierras, pero a la semana les matan dos o tres novillas.
No saben hasta cuándo.
Esta historia fue producida dentro del programa La vida de nos Itinerante, que se desarrolla a partir de talleres de narración de historias reales para periodistas, activistas de Derechos Humanos y fotógrafos de 16 estados de Venezuela.