Un día, Marlyn Puerta dejó de ser una aprendiz de bioanálisis en un hospital de Caracas para convertirse en la familiar de una paciente con un derrame pleural. Tras muchos exámenes, los médicos no daban con un diagnóstico claro. Entonces perdió la fe.
ILUSTRACIONES: WALTHER SORG
—Doctor, ¿qué exactamente están buscando? ¿Cuál es su orientación diagnóstica? —le pregunté al residente a cargo del caso de mi hermana.
Hubo un silencio incómodo que se rompió cuando insistí:
—Dígame, doctor, ¿por qué están indicándole estos exámenes ahora? ¿Qué buscamos?
—Te seré franco, ya que tú formas parte del equipo. Realmente no sabemos qué tiene. No mejora a pesar de los tratamientos que le hemos aplicado. Los resultados a los exámenes que le hemos hecho están normales. Y a pesar de ello sigue la inflamación y el derrame pleural.
Al escucharlo, la que se quedó en silencio fui yo.
No vi venir el derrumbe que ocurrió dentro de mí. Hasta ese momento mi fe caminaba firme sobre la ciencia. No sabía qué hacer, ni a dónde ir, ni qué decir, ni qué no decir. De repente, estaba perdida.
Después de aquel diálogo, caminando sin darme cuenta, llegué al servicio de neurología. Se acercaron algunos médicos y me preguntaron qué me ocurría. Fue cuando me di cuenta de que estaba llorando.
—Ellos no saben qué tiene mi hermana… —les dije en un balbuceo.
El doctor Pablo Ordaz, jefe de servicio y una autoridad dentro del hospital, fue firme y al mismo tiempo compasivo.
—Un cuadro como ese tiene dos orígenes posibles: o es un tumor o es una infección —me dijo—. Por la edad y la etiología es más probable que sea lo segundo, pero debemos descartar ambas posibilidades. Encárgate de llevar las muestras del líquido pleural al laboratorio a qua le hagan todos los cultivos, y tráeme una muestra para, junto al patólogo, investigar células tumorales. Personalmente me encargaré de ello.
Su confianza me regresó algo de fuerza en las piernas, pero la fe que tenía antes no volvió a acompañarme hasta después de mucho tiempo.
Recuerdo que era el año 2000. Por aquellos días, me encontraba haciendo pasantías universitarias, cursando los últimos semestres de bioanálisis en un hospital tipo IV, uno de los más reconocidos de Caracas. Aunque la jornada era compleja, y los horarios extremos, estaba contenta de aprender en un hospital.
Vivía en aquel entonces junto a mi familia en la parte alta de La Vega, un barrio del oeste de Caracas. Nuestras condiciones económicas eran precarias. Vivíamos de los ingresos que producía una pequeña bodeguita que tenía mi mamá en casa y de las frutas que mi papá compraba al mayor en un mercado para revenderlas.
Yo sería la primera de la familia en egresar de una universidad. Mi hermana también estaba estudiando, cursaba la carrera de ingeniería en la Universidad Simón Bolívar (USB). Todos los días despertaba a las 4:00 de la mañana para llegar a tiempo al transporte que la llevaría a su universidad. Ella estaba muy contenta de sus logros, pues si todo marchaba según planeaba, en un año podría graduarse con honores.
Recuerdo que fue un martes de ese año 2000 cuando comenzó a sentir un leve dolor en el costado derecho. Cuando me comentó no lo tomé muy en serio; pensé que podría ser cansancio. Como siguió con el malestar, mi mamá la acompañó a un ambulatorio al día siguiente. Allí solo le indicaron descansar. Pero ella continuó quejándose, de modo que, días después, el viernes, regresó al ambulatorio. Al verla, la doctora que la recibió se extrañó y le indicó una radiografía para ver sus pulmones.
—Aquí está. Es muy pequeño, casi ni se ve —dijo la doctora al mirar la radiografía en la lámpara.
Mi mamá y hermana no entendían nada.
—¿Qué es, doctora? —preguntó mi mamá.
—Un pequeño, muy pequeño derrame pleural. Aquí en el pulmón derecho. Casi no se ve. Le indicaré tratamiento, pero lo mejor es que la evalúe un especialista —dijo.
La pleura es una membrana que recubre la superficie de los pulmones y reviste la cavidad torácica. Entre estas dos capas de tejido (la que cubre los pulmones y la que cubre la cavidad) queda un espacio muy pequeño que normalmente está lleno de una pequeña cantidad de lo que se denomina líquido pleural.
—¿Tienen posibilidades de asistir a un neumonólogo? —preguntó la médico.
—La verdad es que no, doctora, ¿cuáles son las opciones? —preguntó mi hermana, algo aliviada de saber que lo que tenía ya sería tratado.
—Las voy a referir al Hospital El Algodonal. Allí son especialistas. Como el derrame es muy pequeño y hoy es viernes, vayan el día lunes sin falta —dijo.
Desde las 4:00 de la mañana del sábado no pudimos dormir: mi hermana no solo se quejaba; no podía respirar bien, sentía más dolor y le costaba caminar.
Algo había empeorado.
Mi mamá, desesperada, quería salir a un hospital a esa hora. Yo la veía y revisaba las indicaciones médicas, revisaba la radiografía y le pedía que se tranquilizara.
Era peligroso salir de casa antes del amanecer. No teníamos carro. Tampoco había transporte público. ¿A dónde iríamos? Buscando calmarlas, les propuse ir al hospital en el que estaba haciendo pasantías, porque justo tendría que entrar a hacer guardia ese día sábado a las 7:00 de la mañana. Les dije que esperáramos a las 6:00 para llegar con el cambio de guardia.
En ese tiempo apareció un tío con un carro y nos dirigimos al hospital.
Luego de ese día la rutina a la que estaba acostumbrada no volvió a ser la misma. Durante 19 días mi hermana no volvió a casa. Yo lo hacía cada dos o tres días.
Pasé de estar en el hospital como aprendiz a ser la familiar de una paciente. Con todas las vicisitudes que, ya en el año 2000, eran muchas.
Aquel día, al llegar con mi hermana, me dirigí al laboratorio de emergencia, donde tendría que iniciar mi guardia. Cuando vi a los licenciados que estarían conmigo en el turno, sentí alivio, pues habíamos trabajado previamente juntos y podrían ayudarme. Les expliqué la situación con mi hermana y fueron muy empáticos.
—Tranquila, ya iremos a ver qué médicos están de guardia para ver qué se puede hacer por ella —me dijeron.
Los fines de semana la emergencia era un hervidero. Este hospital tipo IV tenía hospitalización, terapia intensiva, quirófanos. El laboratorio atendía a los pacientes de servicios más los que llegaban por emergencias. No era mucha la diferencia con respecto a las series de televisión que muestran frenéticas salas de emergencias.
A las 8:00 de la mañana atendieron a mi hermana. Y cerca de las 10:00 le indicaron una radiografía que evidenció la complicación: el derrame pleural comprometía más de la mitad del pulmón derecho. ¿Cómo era posible si la imagen del día anterior había mostrado un derrame apenas visible? El médico a cargo tampoco lo entendía, y su primera reacción fue desconfiar de la primera radiografía.
Procedieron a realizarle una toracocentesis, un procedimiento para drenar el líquido pleural acumulado. Con ello se disminuye la presión dentro del pulmón permitiendo respirar mejor. Al estudiar el líquido se puede identificar la causa del derrame. Se analiza a nivel físico-químico, bioquímico y bacteriológico. Generalmente, esto último se tarda más debido al tiempo de crecimiento de los microorganismos. Sin embargo, el análisis previo puede sugerir la presencia de algunos patógenos.
Con las muestras y órdenes en mano, me dirijo al laboratorio. Dentro siento la misma urgencia que otros familiares en la emergencia: que los resultados salgan pronto, porque así podrá estar mejor mi hermana.
Pacientes agolpados en la taquilla preguntando por los resultados de sus exámenes. Algunos llorando, otros molestos porque se tardaban mucho. La toma de muestras con una fila de pacientes en espera de la asistente que está haciendo la recolección de las muestras. Dentro del laboratorio todos los equipos están en su máxima capacidad. Hay un concierto de sonidos y pitidos, bombas de succión, alertas y brazos mecánicos trabajando acompasados.
Los licenciados me preguntan qué me han dicho sobre mi hermana. Todos continúan trabajando mientras me escuchan, porque hoy resultó ser un día de caos y muchísimo trabajo. La asistente registra la orden de los exámenes de mi hermana. “Ya vamos a procesarla”, me dicen mis compañeros. En este tiempo y hasta mediodía, voy y vengo cientos de veces entre el laboratorio y la emergencia.
Al ver que los equipos y los bioanalistas están trabajando al máximo de su capacidad, soy consciente de que técnicamente no se puede acelerar más el proceso. Este es un laboratorio de urgencias. Aquí todo es importante. Quiero acelerar los equipos, pero no es posible mayor rapidez. Ni siquiera podemos almorzar a tiempo, porque hay muchas muestras por analizar aún.
Los licenciados me piden ayuda en el laboratorio. Me dicen que entienden que estoy pendiente de mi hermana, pero que si puedo echarles una mano. Sigo viendo pacientes y familiares alrededor igual de angustiados que yo, esperando sus resultados, solo que ellos sienten que no los están atendiendo como necesitan, que no se están apurando con sus exámenes. Y yo que estoy tanto dentro como fuera, veo que no hay posibilidad de actuar con mayor rapidez.
Todo está colapsado.
A pesar de las consideraciones, los resultados que espero me los entregan luego de tres horas. Todos con valores de una persona aparentemente sana. Incluso el estudio del líquido pleural.
Al final de la tarde de ese día me indican los médicos que le encontraron cama a mi hermana, porque tiene que quedarse hospitalizada. Siento un golpe seco en el pecho. Y al mismo tiempo gratitud porque no es sencillo encontrar una cama libre en las salas. Cuando pregunto a qué sala iría, la respuesta me paraliza.
—A la sala 19 de medicina interna.
Yo sabía que en las salas 19 y 20 estaban los pacientes que requerían los mayores cuidados. Las salas de hospitalización no eran el lugar más grato dentro del hospital, pero me sentía agradecida de poder contar con la atención médica para mi hermana. Al llegar muchas camas estaban ocupadas. Algunos pacientes tenían su acompañante, porque en un hospital muchas de las atenciones de cuidado la realizan los familiares.
El baño de la sala no estaba en las mejores condiciones. Por fortuna el servicio de agua no faltaba. Temporalmente nos prestaron unas sábanas quirúrgicas, pero tendríamos que llevar nuestras sábanas y almohadas.
Recuerdo que frente a la cama en la que permaneció mi hermana se encontraba una señora con una trombosis venosa en una pierna. Gritaba de dolor. Y al lado, una joven de aproximadamente 30 años con lupus, una enfermedad autoinmune que le había ido lesionado los riñones. De algunos de ellos recordaba sus nombres por las órdenes de exámenes que llegaban al laboratorio central.
Otros los conocía cuando hacía rondas de recolección de muestras.
Me pregunté por algunas pacientes que ya no estaban. ¿Habrían sido de alta o habrían fallecido?
No podíamos pagar una clínica y no contábamos con seguro para ello en ese entonces. Mi mamá estaba angustiada, pero yo la verdad pensaba poco en eso, solo pensaba en qué medicinas se necesitaban, qué exámenes había que hacer, a dónde había que ir.
De eso me hice cargo los días siguientes. En general, recibía las indicaciones de médicos y enfermeras. Me encargaba de recibir las muestras y proceder a buscar los mejores especialistas para realizarlas. Exámenes inmunológicos, patología, bacteriología, entre muchos más. Conociendo la realidad hospitalaria en Venezuela desde adentro, tenía claro que iba a necesitar ayuda de colegas y amigos para realizar las pruebas y descubrir qué tenía mi hermana. Y claro, también comprar los medicamentos e insumos que no había en el hospital.
En las mañanas trabajaba en el servicio que me correspondía en la rotación de pasantías y al medio día iba a ver a mi hermana, para que mi mamá fuera a casa a descansar. La mayoría de las veces mi hermana me pedía que me quedara con ella, no solo en la tarde sino en la noche, porque veía a mi mamá muy angustiada y en su desesperación la ayudaba poco.
Eso hizo que muchos días permaneciera en el hospital hasta por 48 horas continuas antes de ir a casa. O solo salía para llevar las muestras a analizar externamente, a laboratorios de patología, bacteriología, pruebas inmunológicas… todo lo que fuese necesario.
Llamaba a profesores y amigos de la escuela que me recomendaban laboratorios, o ellos directamente recibían las muestras. Y cada día les volvía a contactar para saber qué resultados tenían.
—Aún no crece nada. Y el líquido se ve limpio —era la respuesta diaria del bacteriólogo.
Cada día también le realizaban una toracocentesis para la extracción de líquido pleural. Con ello buscaban disminuir la presión en su pulmón y que pudiera respirar mejor. Entre 50 a 100 mililitros diarios, que su pleura se encargaba en restituir día a día, como si no se hubiera realizado el procedimiento.
Los médicos hablaban directamente conmigo, porque mi mamá se atropellaba en las palabras al responderles. Me daban las órdenes de exámenes y medicamentos a comprar. De esa forma pude darme cuenta de las veces que hacían cambios de tratamiento. Pero nada parecía funcionar. Mi hermana seguía igual en la cama. Caminar 20 pasos era para ella un gran esfuerzo, y aunque mantenía su semblante, yo no perdía la fe. Porque si hacíamos todo lo necesario, no tenía que terminar mal. Ya estaba siendo atendida. Hacíamos todo lo que se indicaba. Todo saldría bien.
Cuando ya habían pasado 10 días, las indicaciones de exámenes dieron un giro. En ese momento se habían investigado por los métodos tradicionales todos los patógenos respiratorios. También las pruebas de patología y los cultivos bacteriológicos rutinarios habían resultado negativos. El líquido pleural era límpido, claro, no parecía dar señales de la guerra interna en el cuerpo de mi hermana.
Era una fuente que se llenaba misteriosamente cada día, pero sin signos claros del porqué.
Cuando empezaron a indicar pruebas de inmunosupresión, y otras pruebas confirmatorias, me entró una gran confusión. ¿Qué está pasando? ¿Por qué están indicando estos exámenes nuevamente? Y decidí confrontar al médico directamente para saber qué estaban investigando, cuál era su impresión diagnóstica.
Fue cuando me dijo que no tenían idea.
Y fue esa respuesta con la que perdí la fe.
Fue el día que regresé al servicio de neurología. Fue el día que lloré. El día que no sabía cómo ver a mi mamá. No sabía cómo hablar con mi hermana. No sabía cómo estar. El día que no tenía respuestas. No tenía fe ni esperanza. Deseé ser ignorante en la medicina.
Nunca se nos prepara para la experiencia emocional en el hospital. A ninguno de los miembros del equipo de salud. Ninguna persona está preparada para ver y vivir las experiencias que se tienen cuando la salud se ve quebrantada. La cercanía con la muerte, el misterio de la vida, la injusticia de la falta de recursos o las consecuencias de no disponer de algunos equipos o metodologías. Nunca te preparas para la vivencia emocional, para experimentar la vida en acción.
Me derrumbé y no sabía cómo continuar.
Pero había que hacerlo.
Así que, al día siguiente, de vuelta al hospital, de vuelta a los laboratorios, de vuelta a seguir buscando qué tenía mi hermana. A seguir apoyando a mi mamá para que no se angustiara, a hacer como que todo estaba bien.
El doctor Ordaz me dio el resultado del estudio patológico que dirigió junto a su colega y fue enfático: no es tumor, eso es una infección. Tienen que encontrar la causa, no pierdas el norte. Investiguen patógenos raros.
Fue cerca del día 15 que hubo un cambio en el rostro del residente. Serían las 3:00 de la tarde cuando vino con una orden hacia mí.
—¿Puedes comprar este antibiótico para tu hermana?
—Sí puedo, pero ¿por qué este? —indagué.
—Tenemos resultados: hemos hecho pruebas de biología molecular a tu hermana, y ya encontramos la causa de su cuadro. Ya sabes que estas técnicas no están aún en uso con pacientes, por lo que debemos corroborar, pero por lo pronto necesitamos este antibiótico lo más pronto posible —sonreía.
Tomé la orden y fui directo a la farmacia, rezando por dentro para tener dinero suficiente en mi cuenta de banco donde me llegaba la beca universitaria.
Fue así como ese día, un martes, se inició este último tratamiento. Y por primera vez en dos semanas, al día siguiente no fue necesario extraer líquido pleural a mi hermana. Y por primera vez en dos semanas ella sonrió porque podía respirar más profundo.
—Ayúdame a ir al baño, quiero bañarme —me dijo.
—¿Estas segura? Déjame buscar la silla de ruedas —le dije mientras me levantaba para ir hacia el puesto de enfermería.
—No hace falta, creo que puedo caminar.
Y fue cuando la vi levantarse, y caminar lento pero continuo.
En los días siguientes, con el tratamiento nuevo, siguió mejorando, tanto que todos lo veían como milagroso. Mi mamá, que todos los días le rezaba al doctor José Gregorio Hernández, decía que él la había salvado.
Mi mamá volvió a sonreír.
Mi papá estaba más tranquilo.
Yo aún quería entender qué era lo que había ocurrido.
Volvieron las preguntas a mí.
—Es Mycobacterium tuberculosis —fue la explicación que me dio el doctor—. Detectamos su ADN en el líquido pleural de tu hermana, pero no en el tejido del parénquima pulmonar.
—Pero ¿cómo llego allí?, si ella es joven y saludable —más preguntas y preguntas tenía.
—Realmente es muy inusual. Por eso no respondía a ningún tratamiento.
—Ella está vacunada. Sin factores de riesgo —repliqué.
—Lo sabemos. También tenemos preguntas y estamos investigando aún más. Hay que esperar el cultivo para micobacterias, que sabes es más retardado, pero por lo pronto ella está respondiendo al tratamiento, por fin. Cuántos dolores de cabeza nos dio esta bacteria con tu hermana.
Las micobacterias son una familia de bacterias muy antiguas que acompañan al ser humano y causan enfermedades perniciosas. Ellas infectan, en particular, el interior de las células, siendo un espacio al que no llegan con facilidad los antibióticos, y también tienen mecanismos de patogenicidad y resistencia que las convierten en una amenaza a la salud pública.
A pesar de la vacunación, aún se puede contraer la infección. La presentación más frecuente es la tuberculosis pulmonar. En casos muy puntuales producen cuadros clínicos extra pulmonares, asociados a otras enfermedades o inmunosupresión del sistema inmune.
En estas presentaciones extrapulmonares, es difícil observar la bacteria en estudios patológicos y los cultivos tradicionales son negativos. Se requieren el cultivo en medios especializados que tardan de seis a ocho semanas en tener algún resultado.
Dada la resistencia a antibióticos que presentan, el tratamiento para Mycobacterium tuberculosis es exclusivo para él, y no se puede obtener con facilidad. En general es un tratamiento supervisado y prolongado.
Luego de 19 días, mi hermana volvió a dormir en su cama, y poco a poco fue retomando sus actividades.
A las semanas, al realizar pasantías por el área de bacteriología, comenté el caso a la bacterióloga encargada de micobacterias.
—Lo que cuentas parece increíble. Una bacteria que no infectó el pulmón y se quedó nada más en la pleura. Y sin factores de riesgo u otras enfermedades de base en una joven de 19 años. Muy extraño —comentó mientras revisaba sus anotaciones sobre esta bacteria.
—Busquemos el cultivo de tu hermana, aunque aún le falta una semana de crecimiento.
Fui allí donde vimos una minúscula colonia: empezaba a asomarse casi seis semanas después del primer dolor en el costado de mi hermana.
Ese día comprendí que la ciencia también puede ser un milagro.
Un año y tres meses después, desde el auditorio de la USB mi hermana recibió su título de ingeniera mecánico. Sin honores, porque perdió un trimestre, aunque fue por motivos de enfermedad. Sus compañeros, que se habían graduado un trimestre antes, comentaban lo injusto de que le quitaran su mención honorífica. Mi hermana sonreía. Estaba feliz por poder respirar en plenitud. Eso era lo más importante: el regalo del misterio de la vida.
Esta historia fue producida en el curso Medicina narrativa: los cuerpos también cuentan historias, dictado a profesionales de la salud en nuestra plataforma formativa El Aula e-nos.