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Con la misma fuerza que debe lanzar la bola de acero

Raylí Luján | 8 dic 2021 |
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En abril de 2021, Ahymara Espinoza ya había clasificado por puntaje a los Juegos Olímpicos Tokyo 2020 y le faltaban 35 centímetros para clasificar por marca en lanzamiento de bala. Se entrenaba sola, en un campo de béisbol de su pueblo, en San José de Barlovento. Pero necesitaba más, así que luego de una oración a su mentor ya fallecido, decidió grabar un video que le permitió encontrar la motivación para seguir.

Fotografías: Raylí Luján 

 

Una tarde de mayo de 2021, agotada tras horas de entrenamiento, Ahymara miró sus zapatos desgastados y se convenció de que, por más que se esforzara, si no recibía apoyo oficial, su preparación para las Olimpiadas de Tokyo 2020 sería inútil. Inmensa, con sus 1,85 metros de estatura, se vio ahí, sola, casi vencida, pisando la tierra árida y la maleza del campo de béisbol donde entrenaba en San José de Barlovento, en Río Chico, el pueblo del estado Miranda que la vio nacer y convertirse en lanzadora de bala.

Entonces vino una oración a su mente cansada:

“Ufa, si puedes escucharme, dime qué debo hacer”.

La súplica era para su mentor deportivo ya fallecido, William Romero, un cazatalentos y entrenador venezolano que un buen día llegó a la zona rural de Río Chico, y la descubrió cuando apenas era una niña de 11 años apasionada por el básquet.

Las Olimpíadas estaban a la vuelta de la esquina. Ahymara llevaba meses preparándose para cumplir con la marca requerida —18,50 metros—. Se sentía descorazonada porque sabía que le faltaba más entrenamiento, pero no estaba dispuesta a rendirse. Después de todo, ya se le había hecho habitual atravesar obstáculos para hacerse de un lugar en su disciplina deportiva.

Del Comité Olímpico Venezolano no recibía noticias desde que había regresado de Eslovenia, a donde iba anualmente a foguearse con el entrenador Vladimir Kevo. Nada de noticias sobre los recursos —un espacio de entrenamiento, vestimenta y alimentación— que debían brindarle como parte de los acuerdos establecidos con los atletas nacionales para su preparación física. En el último año, había costeado todo con unos pocos ahorros, con lo que ganaba vendiendo licor entre sus vecinos de Río Chico y un servicio de taxi que ofrecía con el carro que le había otorgado el Estado venezolano por su participación en los Juegos Olímpicos de Río 2016.

Quizá como respuesta a aquella oración para su mentor, se le ocurrió entonces grabar un video.

Un video que insospechadamente le despejó el camino a Tokio.

Pensó que podría traerle más problemas con las autoridades deportivas, pero aun así lo grabó esa misma tarde de mayo, extendiendo su teléfono con el mismo brazo con el que lanza la bala. Desde el Campo Silvestre Ramón Anuel, mostró el espacio donde juega la liga amateur de béisbol de su pueblo, el estadio que la vio desarrollarse y crecer en ese deporte que consiste en lanzar tan lejos como sea posible una bola de acero de 4 kilos, el cual se menciona, por primera vez en la historia, en la Ilíada , en el siglo VIII antes de Cristo.

En el video podía verse el terreno con abundante maleza que pisaban sus zapatos desgastados. Podía verse a la atleta Ahymara Espinoza, frente a la cámara, tan corpulenta como es, explicando cuánto respaldo requería y que entrenarse sola la alejaba de la meta para los Juegos Olímpicos, los más singulares de la historia porque se celebrarían en pandemia.

Su objetivo era llamar la atención de las instituciones deportivas venezolanas. Eso, no más que eso. Pero apenas hizo público el video en sus redes sociales, comenzaron a llegarle comentarios que le hicieron saber que había un mundo ahí afuera reconociendo todo el valor que había en ella. 

¿Qué necesitas, Ahymara? Te ayudamos, envíanos un número de cuenta.

¿Necesitas un par de zapatos para entrenar? Te los hacemos llegar.

¿Cuál es el costo del pasaje?

Así… uno tras otro, los mensajes aceleraban los latidos de su corazón. Y aunque no aceptó los ofrecimientos de esas personas, porque su objetivo era otro, encontró en esos mensajes la motivación para avanzar.

—¡Míralas, Ahymara! ¡Tú puedes ser como ellas! ¡Dale, vamos, que tú tienes ese talento inmenso! —recordó en ese instante que le decía el Ufa de su oración desesperada, cuando juntos veían las competencias femeninas de lanzamiento de bala en televisión. Era como si él estaba de nuevo ahí, animándola. 

Tras años en Puerto Rico, Ufa había sido contratado por el Instituto de Deporte del estado Miranda para adentrarse en las zonas rurales en la búsqueda de nuevos talentos y darles entrenamiento. Ahymara, la menor de los Espinoza, quería seguir los pasos de su hermana Maika, la primera en quien se fijó el cazatalentos: una morena alta, voluminosa, basquetbolista, que trabajaba igual que él en el área deportiva de la gobernación mirandina.

Maika quería para sus dos hermanos el mejor destino posible, así que le pidió a Romero que conociera a Ahymara.

—Deja que veas a mi hermanita.

Bastó una mañana con ella para saber que aquella niña tenía las capacidades que él buscaba para convertirla en una nueva lanzadora estrella.

 

Ahymara quería ser basquetbolista como su hermana, pero tampoco es que se imaginaba enseriándose en el deporte. Prefería estar jugando con otros niños de su edad, antes que ir a entrenar. Ufa, en cambio, insistía. La buscaba diariamente en su humilde casa, en la calle Bolívar de Río Chico, y le hablaba de lo importante que era no descuidar los primeros impulsos de ese cuerpo casi adolescente que podía ser cultivado para el atletismo.

Así comenzó a ir a las primeras competencias estadales en Guatire, aupada por Maika, quien tras la separación de sus padres era la voz cantante en el hogar. Los padres compartían ese empeño en que su pequeña se hiciera atleta. Y Ufa le regaló sus primeras zapatillas deportivas. Fungía de segundo papá.

Ya a los 14, con tres años entrenando y participando en competencias regionales, Ahymara seguía sin convencerse de querer dedicarse al deporte. Y en ese tambaleo de dudas, la violencia tocó a su familia. Juan Carlos, el hermano de 18 años, fue asesinado a tiros en Higuerote. También había sido entrevistado por Ufa en un intento por incluirlo en su plantilla de talentos, pero el muchacho había preferido otros caminos y quedó atrapado en un enfrentamiento.

Todo cambió para Ahymara y Maika. Se hicieron inseparables, dispuestas a evitarle otro dolor a su madre. Ahymara comenzó a escuchar más los consejos de su hermana mayor y se decidió por el deporte.

Así fue avanzando. Obtuvo el título de bachiller y luego el de docente, especialista en educación física, egresada de la Universidad Pedagógica Experimental Libertador en 2012. El sueño de participar en unos Juegos Olímpicos comenzó a tentarla con la misma fuerza que debía lanzar la bola de acero.

Para las Olimpíadas de Londres 2012 no logró clasificar. Decidió trabajar sin descanso, aunque sin premura. Ya era parte de la delegación que acudía anualmente a Eslovenia para recibir entrenamiento con Vladimir Kevo. El idioma no le era sencillo de entender. El frío clima contrastaba con su caluroso Barlovento. Pero los cuentos de Rosa, una compañera que sí había logrado un puesto para los Olímpicos de Londres, la llenaron de entusiasmo. Y así clasificó para los juegos de Río 2016.

La marca exigida de 18,50 metros la había logrado a tiempo y el Comité Olímpico Venezolano le exigió ratificarla. Puso todo en ello y cumplió con el requerimiento, pero regresó a casa sin medalla ni diploma, aunque con el dulce recuerdo de su primera caminata en unos Juegos Olímpicos con la bandera venezolana. Le habían contado sobre esa experiencia, pero nada se igualaba a vivirlo, y esa misma sensación del logro alcanzado la embargó al llegar a casa y ser recibida por familiares, amigos y vecinos, todos reunidos por esa hermana que confiaba tanto en ella y que, dos años después, moriría repentinamente por una septicemia tras una cirugía de apéndice. 

 

Para Ahymara todo se oscureció de nuevo. Maika, su ejemplo y motor, se había ido. Le quedaba la responsabilidad de encargarse de su madre. Por eso, en septiembre de 2020 y temerosa de la pandemia, interrumpió su entrenamiento y decidió anticipar su regreso de Eslovenia.

Lo conversó con Kevo. Él se rehusaba a dejarla volver a Venezuela. Creía que esto comprometería su clasificación a Tokyo, consciente de que aquí no conseguiría las condiciones para una adecuada preparación. Aun así, Ahymara lo convenció y el entrenador esloveno, su principal apoyo financiero de entonces, le pagó un pasaje hasta España, desde donde pudo tomar un vuelo humanitario a Venezuela.

Al pisar Caracas, prefirió presentarse en el Instituto Nacional de Deporte antes que ir a un centro de aislamiento. Se había hecho dos PCR que dieron negativas. Como parte de la Federación Venezolana de Atletismo, que le otorga una beca de 7 bolívares —poco más de 1 dólar—, pensó que sería un procedimiento sencillo anunciar su llegada al país. No contaba con que intentarían retenerla en una cuarentena obligatoria en las instalaciones de la institución.

Ahymara se enfrentó al funcionario que le impedía irse a casa. Ahí la esperaba su madre sola. Como pudo se marchó y, a partir de ahí, se le cerraron las puertas del apoyo oficial. Luego supo que, tras aquel atrevimiento, la habían sacado de la lista de atletas que recibían beneficios del Instituto. Decidió entonces prepararse a sí misma con lo poco que tenía a su alcance.

Adecuó su espacio de siempre en el campo de béisbol y, con niños bateando a su alrededor, se dedicó a lanzar. En ocasiones, cuando el estadio cerraba por las restricciones impuestas por la covid-19, se iba a la orilla de playa Colada y en sus anaranjados atardeceres reforzaba su técnica.

Ya en abril de 2021 había clasificado por puntaje y le faltaban 35 centímetros para clasificar por marca. Sabía que necesitaba apoyo institucional para conseguir un mejor espacio de entrenamiento o regresar a Eslovenia.

Y un mes después decidió grabar y difundir el video.

“Ya no puedo más. Me siento como un náufrago en el medio del mar, nadando, nadando y pataleando, y siento que mis brazos ya están agotados”, dijo grabándose a sí misma, bajo un incandescente sol. Y días más tarde, entre cientos de mensajes de solidaridad de desconocidos, recibió la llamada que esperaba.

El Comité Olímpico Venezolano ofreció respaldarla para su regreso a Eslovenia.

Pero las promesas quedaron en el aire, una vez más, y Ahymara, quien ya había conseguido el pase a Tokyo por sus propios medios y sin sentirse totalmente preparada, dos meses después estaba caminando por la villa olímpica. El Comité le costeó únicamente el traslado.

El 30 de julio, Ahymara obtuvo en Tokio el puesto 25 en su categoría. Su mejor score fue 17,17 metros, pero igual fue recibida en su natal Barlovento, entre tambores, baile y emoción. Y el 31 de julio subió un video a Instagram, agradeciendo infinitamente a los venezolanos por sus bendiciones.

Han pasado 15 días desde que volvió. Se traslada desde las veredas de San José hasta las playas en una camioneta que, para su sorpresa, le regalaron en un encuentro oficial en el Palacio de Miraflores.

—Ahymara, espérate ahí, vamos a tomarnos una foto para mi hijo —la entusiasma un hombre en un pequeño restaurante de Los Canales donde se ha detenido. En licra y franela, ella accede sonriendo, sin siquiera secarse el rostro sudoroso.

Saluda a otros. Algunos la recordarán de pequeña, saben que es la atleta que fue a las Olimpiadas, la maestra que da clases de educación física en la escuelita cerca de su casa, la fisioterapeuta, la entrenadora, la del servicio de taxi. Es Ahymara Espinoza, la que a sus 36 años sigue apostando por subir al podio y, mientras tanto, continúa entrenándose en el mismo campo de béisbol donde los niños de su pueblo sueñan con ser grandes ligas.

Raylí Luján

A los 10 años la grabadora vinotinto de mi papá me marcó: sería periodista. Hago preguntas por todo desde entonces. Contar historias me mueve y desde 2012 lo he logrado cumplir en medios digitales e impresos, a través de letras e imágenes. Si no está escrito, no pasó.
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