Andry Hernández es oriundo de Capacho Nuevo, estado Táchira. Allá comenzó a soñar con ser maquillador, el oficio al que se dedicó ya de adulto. En mayo de 2024 migró a Estados Unidos. Y en marzo de 2025, como otros 237 venezolanos con tatuajes, fue deportado por el gobierno de ese país a El Salvador, por considerar que presuntamente formaba parte de la banda El Tren de Aragua.
FOTOGRAFÍAS: ÁLBUM FAMILIAR
Reina Cárdenas siempre esperaba a que Andry Hernández, su mejor amigo, la llamara. Cuando sonaba el teléfono, procuraba contestarle rápido. Si era necesario interrumpía su trabajo como psicopedagoga para correr a escucharle la voz. Sabía que, si perdía la oportunidad de hablar con él, tendría que esperar: Andry solo podía marcarle una o dos veces por semana.
–Aló.
Una grabación predeterminada se escuchaba del otro lado de la línea: “Te está llamando Andry Hernández, en el Centro de Detención de Otay Mesa en San Diego, California. Pulsa 1 para acceder”.
Luego podía escucharlo a él:
—Hola, Reina… Estoy muy deprimido. No soporto más el encierro y el trato que me están dando —le dijo en una de esas llamadas, en marzo de 2025.
Ella nunca, en los 20 años que llevaban conociéndose, lo había percibido tan triste. Eran confidentes. Más que amigos, eran hermanos. Ambos crecieron en Capacho Nuevo, estado Táchira, cerca de la frontera con Colombia. Allá hicieron una vida. En ese pueblo alegre era mucho lo que hacían. En Semana Santa, por ejemplo, él confeccionaba los vestidos para las dramatizaciones de la Pasión de Cristo que presentaban en la iglesia de San Pedro de Independencia. Y antes, a los 7 años, había sido parte de la agrupación de los Reyes Magos en Capacho Nuevo, un festival centenario donde niños y adultos representan un pesebre viviente, rememoran pasajes de la Biblia y tres hombres vestidos de reyes cabalgan en un desfile por las principales calles del municipio.

Aquella experiencia lo marcó tanto que, mucho después, en 2020, a sus 27 años, como muchos jóvenes de Capacho que habían participado en esa tradición, se tatuó dos coronas en sus antebrazos. En la derecha tenía una corona ancha, redonda y con rubíes, similar a la del rey mago Gaspar. Debajo se leía “Mom”, con la “o” en forma de corazón. En la izquierda tenía una corona más pequeña, alargada, delgada y de cinco puntas. Esa adornaba la inscripción “Dad”. Era una forma de llevar siempre consigo a su gente. Así es el hijo mayor de Alexis Romero, de 64 años, y de Felipe Hernández, de 63 años, una familia humilde que vive de hacer marcos de madera y vidrio en un pequeño taller.
También fue en Capacho Nuevo que Andry comenzó a soñar con ser maquillador: jugaba con Reina, le pintaba la cara, la peinaba. El juego se convertiría en oficio porque, aunque al crecer estudió algunos semestres de ingeniería en informática, terminó dedicándose al estilismo: aprendió viendo programas de televisión. Soñaba con ser reconocido en ese mundo de colores y con tener su propio salón de belleza.
Con ese anhelo, y con la esperanza de poder ayudar a sus papás, Andry salió de su pueblo en 2022, a los 29 años. Migró a Bogotá. Trabajó como recepcionista en un hotel y luego maquillando a las actrices de una productora de series. Le iba bien. Pero al año le ofrecieron una oportunidad de empleo con un mejor salario en Caracas. Sin vacilar, decidió regresar a Venezuela.
A pesar de que siempre decía que no se volvería a ir, el país se le había vuelto peligroso: un par de veces lo habían amenazado básicamente por ser homosexual. Además, el dinero ya no le alcanzaba. Vivía al día. No podía ahorrar. Le preocupaba su futuro.
El 21 de mayo de 2024, Andry cumplió 31 años. Dos días después se fue a Estados Unidos. Atravesó la selva del Darién. Llamaba a sus padres y a Reina de tanto en tanto. A sus padres primero les dijo que se había ido en avión para no preocuparlos, luego les reveló de su travesía por Centroamérica a pie sin darles muchos detalles.
Cuando Andry llegó a México, solicitó una cita para ingresar legalmente a Estados Unidos a través de CBP One, la aplicación que permitía tener un ingreso regular a migrantes sin visa que aspiraban solicitar asilo. Se la dieron para el 29 de agosto de 2024. Mientras esperaba, iría a la casa de un amigo cercano que ya vivía en México.

El día que Andry acudió a la cita, lo hicieron esperar largo rato. Después, sin darle mayores detalles, se lo llevaron al Centro de Detención de Otay Mesa. Lo dejaron detenido “por una investigación”. Solo le dijeron que era “por sus coronas tatuadas”.
Andry consiguió un teléfono que le brindó el Centro de Detención y llamó a Reina. Pensaba que saldría rápido de allí.
Pasó un mes, dos meses, tres, cuatro, cinco, seis… Y Andry aún no salía. Ya se habían ido todos los que habían entrado con él aquel 29 de agosto. A él le decían que debía esperar, que seguía en “una investigación”.
Solo le permitían llamar a sus padres y a Reina si pagaba un dólar por cada minuto de conversación. Como él no tenía dinero, sus familiares y amigos en Venezuela reunían dólares y buscaban conocidos en común para enviar el dinero por la aplicación bancaria Zelle o por cuentas bancarias en Colombia y después transferían a Estados Unidos.
Su amigo en Estados Unidos, ese donde iba a quedarse en un inicio, le buscó una abogada para defender su caso voluntariamente. Reina, desde su puesto como psicopedagoga en un tribunal para la protección de niños, niñas y adolescentes en Táchira, se ofreció a buscar los documentos que la abogada solicitaba para defenderlo.
Ella buscó los antecedentes penales, la copia de cédula, las referencias personales y familiares, la constancia de participación de la agrupación Reyes Magos de Capacho y del teatro… Le mandaba todos esos insumos a la abogada.
Pero todo parecía inútil.
—Aquí nos dicen una cosa y salen con otra. Solo nos dicen puras mentiras —le comentó Andry en una llamada a su madre—. Yo estoy cansado. La moral la tengo por el piso. Yo me quiero ir.
—Bueno, hijo, pida la deportación.
—Ahorita no puedo porque no he tenido una audiencia. Cuando la tenga, se lo pido a la abogada. Así ella me diga que no, yo solicito que me manden a Venezuela.
Poco después lo llevaron a un centro de detención en Texas. Le prometieron que lo deportarían a Venezuela. El 14 de marzo llamó a su mamá y a Reina.
—Téngame comida, que estoy muy flaco. Quiero engordar —bromeó a las 6:00 de la tarde de Capacho Nuevo—. Ya casi nos vemos para que me busquen. Dígale a papá que saludos y a Luis también.
Llegó el día de la audiencia y no hubo llamadas.
Pasaron otros tres días y seguía el silencio.
Reina estaba nerviosa. El 15 de marzo, el mismo día que Andry tenía su audiencia, circulaba la noticia de que la administración de Trump había mandado a 238 migrantes venezolanos al Centro de Confinamiento del Terrorismo (CECOT), en El Salvador, por presuntamente ser miembros de El Tren de Aragua, una banda criminal venezolana que se ha extendido por Sudamérica y que Estados Unidos había declarado como “una organización terrorista”. Para el gobierno de Estados Unidos, que alguien tuviera tatuajes de coronas, trenes, estrellas, rosas o una silueta de Michael Jordan eran indicios —o pruebas— de que formaba parte de El Tren de Aragua.
Reina tenía miedo de que el silencio de Andry fuera porque se lo habían llevado al CECOT. No había una lista oficial de las personas deportadas a El Salvador. Muchos venezolanos reconocían a sus familiares en las imágenes y videos que circulaban en TikTok. Ella no veía a Andry en esas imágenes.

La tarde del 20 de marzo Reina escuchó su teléfono.
Vio el código “+1”, de Estados Unidos, y pensó que era él.
Ella ya estaba entrando a la casa de su familia cuando contestó.
Pero la voz que escuchó era de la abogada de Andry.
—Reina, a Andry lo deportaron a El Salvador. No sé más nada de él. Me pasaron una lista con los nombres de los deportados y allí está él. Lo trasladaron por los tatuajes de las coronas. Te llamo a ti primero porque no sé cómo lo tomará la señora Alexis.
Reina comenzó a llorar. Anonadada, no tuvo fuerzas para contar la noticia. La señora Alexis y su esposo se miraban entre sí. Sabían que algo malo había sucedido.
—¿Qué pasó con el niño, Reina…? Reina, ¿qué le pasó al niño? ¡Dígame! —rogaba Alexis.
Reina le pasó el teléfono a la madre y la abogada repitió la noticia.
Lágrimas, gritos de indignación y preguntas sin respuestas iban y venían.
“¿Por qué él, si es un buen muchacho y no ha cometido ningún crimen?”, escuchaba Reina.
“Debo hacer algo para ayudarlo”, se repetía una y otra vez después de que colgó.
Desde que Andry entró al CECOT quedó incomunicado. Reina empezó a crear videos para exigir “Justicia para Andry Hernández”. Los vecinos compartían sus mensajes por WhatsApp y TikTok. Los comentarios no se hicieron esperar: “Los que conocemos a Andry sabemos que es un muchacho noble, gran persona, no un criminal”. “Justicia para él”. “Dios los proteja”…

Reina revisó otros casos, habló con otros familiares y averiguó que otros seis hombres tachirenses también están en el CECOT. Todos son jóvenes, no pasan de los 40 años. Ninguno tiene antecedentes penales: solo los detuvieron por los tatuajes que llevaban.
Reina no descansaba. Buscaba la manera de solicitar el habeas corpus, un amparo judicial para que a Andry lo lleven ante un juez. Un fotógrafo de la revista Times retrató cómo a Andry lo habían encadenado, cómo los policías lo patearon, le obligaron a raparse y lo golpearon.
A través de la prensa, en Capacho Nuevo se enteraron de que Andry había llegado al CECOT el 15 de marzo.
Reina y la familia de Andry decidieron organizar una vigilia en la iglesia de San Pedro de Independencia. Familiares, amigos y conocidos llegaron a la catedral el 25 de marzo. La mayoría sostenía banderas de Venezuela. En sus cabezas tenían coronas hechas de cartulina, aquellas que se entregaron en la última celebración de los Reyes Magos en Capacho Nuevo.
Los tres hombres que siempre representan a los Reyes Magos en la festividad también llegaron. Pero en vez de llevar incienso, mirra y oro, tenían un cartel que decía “conciencia, justicia y libertad”. “Él es un artista, no un criminal”, decían los vecinos. “Es un muchacho noble. Pronto saldrá libre, en nombre de Dios”. Es poco lo que han sabido de él. Pero Reina mantiene la esperanza de que algún día su amigo la llame para decirle: “Estoy bien. Voy de regreso a Venezuela”.

Esta historia fue producida en el Programa Formativo Contar Fronteras, una alianza entre El Bus TV, Runrun.es y La Vida de Nos para mostrar la realidad en estados fronterizos de Venezuela.