Román es un joven venezolano que en octubre de 2018 tomó la decisión de mudarse a Perú. Lo hizo lleno de sueños, de ganas de superación y con la certeza de que solo Dios lo acompañaría. Allá encontró lo que buscaba y lo que no: enfrentarse a una enfermedad lo llevó a hacer pausas que no estaban planificadas, esas que le enseñaron que, aun en las circunstancias más difíciles, es posible continuar.
Fotografías: Román Delgado
El día que despertó ahogándose en su propia sangre, Román Delgado cumplía seis meses de su llegada a Lima. Eran las 3:00 de la madrugada, de su boca manaba la sangre sin parar, tenía fiebre de 40 grados, su estómago sumaba dos días sin soportar alimentos. Y en la habitación que era su nuevo hogar no había nadie más que él.
En medio de la angustia, el quiebre emocional y el dolor que lo doblegaba, Román comprendió que debía tranquilizarse para que el corazón empezara a latir más lentamente. Eso ayudaría disminuir el torrente sanguíneo en que nadaban sus pulmones. Y aunque sus piernas apenas podían sostenerlo, juntó las fuerzas que no tenía para tomar un taxi que lo llevara al hospital.
Aquella madrugada de abril le reveló que estaba a su suerte, sin ningún tipo de ayuda, sin apoyo. Tener que llamar a emergencia, ir al hospital, a la farmacia y darse cuenta que no hay nadie más que tú para hacerlo, no tiene otro nombre que no sea estar realmente solo.
El 22 de octubre de 2018, Román salió de Venezuela sintiendo un vacío que le llegaba al alma. En su país dejaba una parte de él y todo lo que es irremplazable: el calor de la madre, el abrazo de la hermana, los amigos, el hogar, su patria, su vida. Dejaba todo lo conocido para empezar en un país desconocido, dispuesto a trabajar, a crecer, a hacerse un futuro que solamente se había soñado en Venezuela.
Román se hizo fotógrafo en Caracas, seguro de una pasión que pudo más que la sociología. Como fotógrafo dio sus primeros pasos en instituciones y empresas que le dieron la oportunidad de conocer lugares emblemáticos de Venezuela: la Gran Sabana, el archipiélago Los Roques, la isla de Margarita, el páramo merideño.
Así, entre un trabajo y otro, fue afinando el ojo hasta que un día empezó a ofrecer sus servicios con la ayuda de equipos que conseguía prestados. Sabía que estaba en una nueva etapa profesional.
La experiencia de recorrer buena parte de Venezuela despertó en él gran admiración por la naturaleza, sus detalles, sus colores y, aunque no era lo mismo estar en la Laguna de Mucubají (Mérida) que en Caracas, apreciaba cada disparo de cámara que la ciudad le regalaba.
Hacía arte cuando retrataba a embarazadas a los pies de un frondoso árbol, cuando resumía en un par de fotos a bebés que abrían los ojos al mundo, cuando cubría bautizos y cumpleaños al aire libre; cuando le tocó subirse a un caobo para capturar a un grupo de niños tendidos sobre las hojas secas y marchitas que dejaba el verano. Así obtuvo su mejor portafolio.
La decisión que marcó su vida llegó cuando la situación del país se le volvió insostenible. Tener casa propia, adquirir sus equipos profesionales y hasta pagar alquiler se convirtieron en imposibles.
2018 también fue el año que lo sacudió emocionalmente con la ruptura de una relación que había durado 10 años. En ese momento se enfrentó a la nostalgia de los sueños que había decidido postergar por alguien más.
Hoy son más de 2.700 kilómetros los que lo separan de Caracas, su ciudad natal. Una distancia que le enseña día a día lo que es valerse por sí mismo. Emigrar es como nacer, porque se llega a un mundo en el que todo es desconocido, en el que hay que hacerse una identidad, encontrar un camino, un sustento, un lugar, un espacio, una vida.
Poner en práctica el ejercicio de reencontrarse consigo mismo lo llevó a aferrarse a la espiritualidad. Por eso, desde que salió de Caracas con destino a Lima tuvo la certeza de que alguien lo acompañaba: Dios, el mismo que le ha abierto unas puertas y cerrado otras, pero sobre todo le ha mostrado su protección, seguridad y consuelo aun en las situaciones más difíciles y tristes que la vida le ha puesto en el camino. Su fe sería determinante para lo que venía.
Aquella mañana en que a Román casi se le va la vida en la soledad de un cuarto, llevaba días en los que dormía, soñaba y despertaba con una sensación de angustia que no le daba descanso. Se sentía enfermo del cuerpo y del alma. Del cuerpo porque su desgaste se aceleraba con la pérdida constante de peso. Del alma porque cada mañana se levantaba abrumado, queriendo retomar las razones que necesitaba para seguir y sin las fuerzas para lograrlo.
Hacía meses que sus papilas gustativas habían dejado de revelarle los sabores de lo que comía. Su piel se tornó amarillenta. Sus ojos exhaustos se le hundían en las órbitas. Sus defensas bajaron al punto de permitir que la bacteria Mycobacterium tuberculosis, causante de la tuberculosis, se alojara en sus pulmones.
Cuando le dieron el diagnóstico, Román ya llevaba tres meses padeciendo la tuberculosis. Emigró en busca de mejores condiciones de vida y ahora se veía agobiado por una enfermedad que creía erradicada. Ignoraba la alta probabilidad de contagio de la tuberculosis en el Perú, debido a que la mayoría de quienes la padecen abandonan el tratamiento. Es tal la incidencia que el Estado peruano garantiza todo el tratamiento y una bolsa de comida mensual para la recuperación de los pacientes.
La ciudad que eligió para cumplir el propósito de convertirse, por fin, en fotógrafo independiente, al poder adquirir sus propios equipos y reunir el dinero para materializar su proyecto de recorrer el continente, le cobraba su sueño muy caro. Las cosas no siempre ocurren como se planifican y él comenzaba a entenderlo.
No solo era algo que nunca se habría imaginado, sino que la enfermedad le impuso una ardua rutina: ir al hospital de lunes a sábado sin falta y tomar 11 pastillas diarias, luego cinco, durante seis meses, de mayo a octubre, mes en el que se cumpliría el primer año de su estancia en Lima.
Llevaba a donde fuese un tapabocas negro, al estilo pasamontañas, para evitar la propagación de la tuberculosis.
Perú, sin embargo, lo había recibido bien, pues a diferencia de muchos otros jóvenes venezolanos, en Rapi, una exitosa empresa colombiana con presencia en países de la región, obtuvo empleo como repartidor con ingresos por encima del salario mínimo. En una bicicleta entregaba pedidos por toda Lima. Eso cambió cuando llegó la tuberculosis. A medida que pedaleaba el agotamiento era mayor, cuando tosía escupía mucha sangre. Tuvo que renunciar a los pedales.
Religiosamente, Román asistía a diario al hospital y sus medicinas se convirtieron en un ritual. El resultado empezó a sentirlo al mes y medio, cuando la prueba salió negativa y se descartó la posibilidad de contagiar a otros. Su rostro empezaba a recuperar las proporciones de antes. Era evidente que su cuerpo comenzaba a ganar los 12 kilos que había perdido.
“Corremos por ti” es el slogan de Rapi. Y Román lo tenía muy claro, tanto que optó por otro medio de transporte: la bicimoto, que por un tiempo le sirvió para cumplir con rapidez la entrega de los pedidos.
Como fotógrafo no corrió con la misma suerte que en Rapi, aunque recibió una oferta de una empresa francesa que ofrece servicios fotográficos, oportunidad que no pudo aprovechar por no tener cámara propia. Para cumplir otras funciones, además de fotógrafo, lo llamaron de un estudio. La idea era que hiciera una prueba que permitiera corroborar que en efecto contaba con las habilidades para quedarse con el puesto. Doce horas al día por menos de salario mínimo.
Accedió a hacer la prueba. En un monitor se desplegaba la foto de una boda. Con un fondo completamente ambientado, la novia vestida de blanco y con una tiara, vivía el día perfecto. Los familiares la acompañaban en lo que algunos suelen definir como el día más feliz en la vida de una mujer, y como tal quedó el registro.
Ahora a Román le tocaba cambiar esa historia para pasar la prueba: tiempo después, ya divorciada, la mujer pedía editar la fotografía de tal manera que no quedaran evidencias de su boda. Quería cambiar el color del vestido, quedar sin tiara y que se modificara el fondo. A esto se negó por considerarlo poco ético.
La bicimoto era rápida, pero tendía a fallar, lo que le impedía cumplir su trabajo como repartidor. Y así llegaron los problemas económicos. Hizo lo que pudo hasta que una noche se rindió… En la misma habitación donde sus pulmones se anegaron de sangre, sus ojos se llenaron de lágrimas. Volvía a estar solamente con Dios.
Y a Dios, que era lo único que le quedaba, le pidió una señal para saber si debía regresar a Venezuela o buscar acogida en otro país. La revelación vino de una peruana, dueña del lugar donde alquila su habitación, quien se ofreció a prestarle el dinero para comprar una moto nueva.
Por esos días, el 12 de septiembre, decidió celebrar con júbilo la llegada de sus 29 años. Se cantó el cumpleaños feliz pese a que no tenía un pastel rodeado con toda la gente que quería, y disfrutó la dicha de degustar 600 mililitros de una cerveza que no había podido tomar durante meses de tratamiento. Por primera vez celebraba la oportunidad de vivir y de estar en Lima.
En su memoria y en su portafolio quedarán Instagram y Facebook, las redes que salieron a su rescate desde que la enfermedad lo tomó por sorpresa. Román se permitió sanar a través de sus videos sin deseos de esconder la enfermedad. Era como sentir que hablaba con todas esas personas que físicamente no estaban con él.
El 26 de octubre, al cumplirse un año de su aterrizaje en Lima, grabó un video en el que se despedía, con éxito, de su tratamiento contra la tuberculosis:
“La tuberculosis fue para mí no solo una adversidad que superar. Una escuela de la que me despido con mucho cariño y enseñanzas invaluables ¡Me gradué! Aún falta camino por recorrer. ¡Gracias, papá Dios!”.
La búsqueda de este venezolano no cesa. Desde su cuenta en Instagram, que supera los 10.000 seguidores, muestra el trabajo fotográfico que de manera independiente comenzó en Caracas y que abonó parte del camino para crear Lima Film Company. En paralelo adelanta un proyecto de contenido audiovisual con el que tiene como objetivo convertirse en youtuber.
En un país desconocido es mucho lo que se aprende y estar solo es una de las tareas más duras. Lo más difícil de tener que dejar su país es comenzar desde cero. Cuando dice esto, aclara que no se refiere solamente a vender helados en una camioneta o tener que dormir en el piso:
—Comenzar de cero es como si no tuvieras familia, amigos, experiencia laboral, es aparecer en otro lugar y salir adelante sin el apoyo de nadie. Sencillamente eres tú contra el mundo, eres tú sin una excusa, sin un lugar donde llegar refugiarte.
Hoy no es el mismo que empacó su maleta hace un año para salir de Venezuela. Aprendió que la soledad es también un acto de fe consigo mismo y que la enseñanza es infinita. Comprendió que todo eso que ama nunca dejará de acompañarlo.
Historia elaborada en el XIII Seminario de Periodismo Narrativo de Cigarrera Bigott 2019.