En octubre de 2016 Vanessa Rastvorov se despidió de sus seres queridos para instalarse en Buenos Aires. Estando allá comenzó a manifestar malestares atípicos de forma tan persistente que decidió devolverse a su casa materna, en Caracas. El diagnóstico: linfoma de Hodgkin. De la depresión inicial se levantaría para pedir ayuda por redes para completar su tratamiento, conectándose poco a poco con la alegría de vivir. Y así, además de librar su cuerpo de la enfermedad, inició un profundo proceso de reconciliación con la vida. Fotografías: Álbum familiar
Nunca conocí personalmente a La rusa, aunque estudiamos juntas en la Escuela de Comunicación Social de la Universidad Central de Venezuela y coincidimos un par de veces en las movidas nocturnas caraqueñas. Sin embargo, tengo recuerdos de ella, imágenes que, por algún motivo, me calaron muy profundo y que todavía hoy, si hago memoria, vuelven a mí.
La veo jugando fuchi, por ejemplo, en los jardines de la universidad. Tiene un vestido en colores tierra, largo y vaporoso, con un estampado de flores. Apenas unas sandalias separan sus pies de la grama. Se ríe con soltura, como a quien la vida no le aprieta. Irradia una energía amable y bonita, despreocupada. También recuerdo su cabello color castaño claro, lacio y que le llegaba hasta los hombros.
Creo que si escucho el nombre Vanessa Rastvorov esa es la primera imagen que viene a mi encuentro. Esa gracia que evoca bien la esencia de La rusa. Y a pesar de que ahora hablamos con regularidad por circunstancias que hace unos años ni siquiera podíamos imaginar, nunca he compartido con ella este recuerdo. Cuando lea esto será la primera vez.
Nuestra relación, la que tenemos ahora, comenzó por una foto de Instagram: el 20 de junio de 2017 Vanessa hizo público que estaba luchando contra el cáncer.
Cuando vi su foto, aún sin leer la descripción, supe inmediatamente lo que le estaba pasando. Su cara, hinchada por los medicamentos, me recordó a la de mi padre que había muerto un año antes. Además, Vanessa ya no tenía cabello.
Mi impulso inmediato fue apagar el celular.
Después de unos cinco minutos de despotricar contra la vida, volví a Instagram, busqué su usuario, vanessarastvorov, y leí el pie de foto de su última publicación: pedía la colaboración de sus amigos para encontrar los medicamentos de su segundo ciclo de quimioterapia.
Aunque no tuve el valor de pronunciarme, como sí hicieron muchos conocidos en común, vi con alegría cómo Vanessa recibió una avalancha de apoyo y de buenos deseos que hoy, siete meses después, no cesa. Gracias a esa foto, y a su empeño, logró superar todos los ciclos de quimioterapia y en octubre del año pasado recibió la noticia con la que han soñado tantos: su cuerpo estaba libre de cáncer.
Pero su historia comenzó en octubre de 2016, cuando, como muchos otros jóvenes venezolanos, Vanessa se despidió de sus seres queridos en el Aeropuerto Internacional de Maiquetía y partió rumbo a Buenos Aires. Durante un par de meses, se dedicó a trabajar en restaurantes, “boliches” o lo que saliera. Pero el malestar llegó pronto, en diciembre. Me comencé a sentir muy anémica. Recuerdo que perdí como ocho kilos en dos semanas: ese fue el primer síntoma al que de verdad le presté atención. Luego aparecieron las sudoraciones nocturnas. Me acostaba a dormir y, cuando despertaba, era como si me hubieran sacado de una piscina: toda la cama mojada.
Al mismo tiempo, apareció el síntoma más común de su enfermedad y, sin embargo, el que en un principio menos llamaba su atención: Había desarrollado una pequeña bolita debajo de la axila derecha y pensé que era algo que en Venezuela llamamos coloquialmente golondrino. Entonces iba a las consultas para quejarme de un absceso en la axila y recibía antibióticos. Eso, por supuesto, agravó mi situación porque despistó a los médicos.
El linfoma de Hodgkin es, según la Sociedad Americana de Cáncer, un cáncer que se origina en los glóbulos blancos, llamados linfocitos. Por eso, esta enfermedad ataca principalmente al sistema linfático, encargado de regular el sistema inmunitario que, a su vez, se ocupa de la correcta circulación de líquidos en el cuerpo, así como de combatir infecciones. La debilidad, las sudoraciones nocturnas y la aparición de protuberancias en el cuello, las axilas o la ingle, son algunos de los síntomas más comunes.
Lejos de su casa, de su familia e incapaz de trabajar, por el deterioro físico que sufría y que solo empeoraba, Vanessa decidió regresar a Venezuela. Le pedí el pasaje a mi mamá porque me sentía muy mal. Una vez de vuelta, comenzó un proceso muy duro que fue visitar médicos otra vez, buscar internista, comenzar de cero. Pero ya tenía el apoyo de mi familia, de mi mamá, de mi tía y del novio de mi mamá.
Cuando su hija estuvo de vuelta, lo primero que hizo la señora Josefa fue buscar ayuda psicológica. Mi mamá me dijo: “Mira, esta situación no es normal, yo necesito que tú te trates. Y así comenzó a ir al psiquiatra. Paralelamente yo estaba haciéndome muchos exámenes y cada vez me sentía peor, más débil, entonces era obvio que algo no estaba bien.
En abril, después de cuatro meses de síntomas, de una biopsia de ganglios y una punción en la columna, el diagnóstico llegó. Mi mamá le pidió a mi psiquiatra que me informara ella. Fue la manera que encontró de lidiar con la situación. Un día, cuando terminó la sesión, mi psiquiatra sacó una hoja y me explicó que estaba enferma. Cuando leí “linfoma Hodgkin” lo primero que pensé fue: “No me jodas, esto es cáncer”. Y reventé a llorar.
El linfoma Hodgkin tiene varias etapas. La primera es en el cuello, la segunda en el mediastino, la tercera en la ingle y la etapa 4 es cuando se te infiltra en la médula. A mí me lo detectaron en la etapa 3, cuando se había propagado un poco. Y así, sin más, La rusa se enfrentaba con una de esas situaciones que constituyen nuestra percepción de las tragedias ajenas: eso que a veces le pasa al otro, jamás a “mí”.
El miedo y la depresión tardaron poco en ir a su encuentro y, sumados a su malestar físico, lograron tumbarla en cama durante un tiempo. Me sentía muy sola. A mí se me olvidó cuánta gente había conocido, cuánta gente me quería, cuánta gente me había saludado con cariño alguna vez o había compartido conmigo un momento especial.
Durante los primeros meses después de su diagnóstico, Vanessa estuvo en cama.
La primera quimioterapia es la peor. Llegar y no saber. Hacer el protocolo de espera, pasar a la sala, temblar. De repente llegó una señora súper dulce, morena, vestida con el mejor traje de enfermera del mundo: Raquel. Ella, descubriría Vanessa más tarde, tomaba entre 10 y 20 vías cada día, de lunes a viernes, y apoyaba a todos sus pacientes con un compromiso y una destreza tal que todavía la conmueven cuando me lo cuenta. Me toma la vía y me dice que me tranquilice, que todo va a estar bien. Me da una cobija y una almohada, pero el miedo sigue ahí, ¿sabes? Te está pasando el medicamento por primera vez, pero tú no sabes qué va a pasar contigo. Y es inevitable pensar: “¿Me toca morirme, acaso?”. Porque palabras más, palabras menos, eso es lo que se te viene a la cabeza.
La rusa hace una pausa para contarme, entre risas, que tiene toda la casa llena de humo: está aprendiendo a cocinar pollo.
Es común pensar que la enfermedad y la muerte son caminos solitarios, y de alguna forma quizás lo sean. Sin embargo, a veces es posible descubrir a los otros en mitad de ese tránsito y eso fue lo que ocurrió con Vanessa, quien logró mirar a los lados a pesar de su dolor. Era muy difícil ver niños de 5 años parándose en la madrugada y llegando temprano al hospital, el oncológico de El Llanito, para que los inyectaran, para que les pusieran su quimio.
Pero una vez ahí, en el hospital, la experiencia cambia. La fuerza, la voluntad, las ganas de vivir, todo se contagia.
Una de mis anécdotas favoritas me la contó la mamá de una de las niñas que se trataba también en el oncológico. Cuando a la bebé se le comenzó a caer el cabello, ella la llevó a una barbería para que la raparan. Lo primero que la niña le dijo fue: “¿Viste, mamá?, ¡ahora no tengo ni un pelo de tonta!”.
Vanessa recuerda a los pacientes que eran trasladados desde el interior del país: Conmigo había gente que tenía más de dos años poniéndose quimio porque no conseguían regularmente las medicinas que necesitaban. No podían ponerse el tratamiento completo y tardaban más. Pero sin embargo estaban ahí. Es una realidad jodida, diferente a la que uno se imagina. Yo nunca hubiese estado tan consciente de que eso pasaba sino a través de, lamentablemente, padecerlo.
El tratamiento es agresivo, aunque no tanto como antes. De 12 pastillas que tenía que tomar, la mitad eran protectores. Aunque algunos medicamentos, como el protector cardíaco, nunca los encontró. Vómito, mareos o diarrea tuvo pocas veces. El cabello, eso sí, se cae como en las películas. Cuando me cepillaba el pelo, perdía mechones enteros. Parecían extensiones. En realidad, por eso tomé la decisión de raparme, porque no quería seguir dejando pelo por ahí como un gato. Fue un tema de higiene, por decirlo de alguna forma.
En un principio la señora Josefa se mostró reacia, pero La rusa estaba decidida y se rapó. Es algo que en otras circunstancias no hubiera hecho nunca, pero ¡qué coño!, me hacía sentir mejor. Las primeras semanas usó turbantes. Mi cuero cabelludo era del color de un papel. Pero con el paso de los días, comenzó a lucir su nueva imagen. Cuando le pregunto cómo se siente hoy, la respuesta es contundente: Más que bien, me siento bonita.
Ese acto de reconocimiento con ella misma y su circunstancia fue el principio de los cambios. Poco después surgiría la idea de pedir ayuda a través de las redes sociales.
A mí lo que de verdad me hizo levantarme de la cama, activarme, fue ver la desesperación de mi mamá y mi tía. Iban casi todos los días a Badan, que es la farmacia de alto costo donde se consiguen los medicamentos antineoplásicos. Ellas estaban haciendo todo lo posible por encontrar las medicinas que necesitaba, pero era muy difícil. Yo estaba de reposo, no salía de la casa, incluso me llevaban la comida a la cama, pero decidí que tenía que hacer algo.
Le pregunté a una de mis amigas más cercanas, de las pocas que sabía cuál era mi estado, qué tal me veía, si podía subir esa foto.
–Rusa, sales hermosa –me respondió.
Minutos después de cargar la imagen en Instagram, la publicación acumuló 100 comentarios y más de 200 me gusta.
Es mi publicación con más likes, aunque, sinceramente, cuando la monté yo solo estaba pensando en conseguir los medicamentos, lo demás no me importaba. Pero el caso es que comenzaron a aparecer amigos, conocidos, amigos de mis amigos, dentro y fuera del país: todo el mundo ofreciéndome su ayuda, su apoyo. Después de eso, tú solo puedes echar pa’lante, ¿me entiendes? ¡El ánimo se me fue arriba!
Y así, sin más, la vida encontró de nuevo su curso: Vanessa comenzó a moverse y ya no paró. Gracias a las donaciones que recibió, y a su propio tránsito por las farmacias de Caracas, pudo completar su tratamiento. Pero, además, y quizás más importante, inició un proceso de reconciliación profundo.
Me inscribí en un curso de coaching y ahí me impulsan a plantearme una serie de metas realizables a corto plazo. Me insisten en hacer cosas que hubiera postergado. ¡Y así me animé a hacer una sesión de fotos! Hablé con una amiga que tiene una tienda de ropa vintage. Nos arreglamos, nos maquillamos, nos pusimos una ropa súper escandalosa y nos empezamos a tomar las fotos. Ese día empecé a verme de nuevo como una persona y, desde entonces, me siento más real, más fresca.
La rusa hizo un viaje largo, pero volvió. ¿Qué otra cosa puede significar volver a casa si no a la esencia? Y la esencia está ahí: en lo esencial. Mirarnos en el espejo y encontrarnos.
Un día estaba caminando, saliendo del metro de Altamira, y un señor me paró en seco: “¡Tú! ¡Te quiero tomar unas fotos!”. ¿Y sabes lo arrecho? Que ese mismo señor ya me había parado antes, hace años, para ofrecerme unas fotos. ¡Solo que él no se dio cuenta de que yo era la misma! La primera vez le dije que no, porque estaba llena de cosas, de trabajo. Esta vez no lo pensé dos veces. Aquí tengo su tarjeta y vamos a cuadrar esas fotos.
La muerte nunca, o casi nunca, parece un destino prometedor, pero más allá de tramas y desenlaces, la vida se impone.
No sabemos con certeza si los finales felices existen. Vanessa no podía saber qué había después del cáncer, del linfoma de Hodgkin, de su enfermedad. Pero descubrió algo más importante: que el tiempo corre y la vida sigue, que hay que cultivar el don de florecer.
Cuando le pregunto por los pilares de su recuperación, menciona el buen ánimo, la buena compañía y las ganas. Todos tenemos momentos malos, pero lo importante es detenerte a tiempo, reconocer que ese no es el camino. Como si estuvieras manejando un carro: dónde estoy, a dónde voy y por dónde me estoy metiendo. Si no es por aquí, ¡hey! Retrocede.
De mi familia y amigos, me enorgullece decirte, y se me pone la piel de gallina, que nunca sentí que me trataran diferente. ¡Nada de eso! En cambio, yo sí me siento diferente: demuestro mi cariño con menos reservas, con menos pudor. Soy más efusiva. Y al yo ser un síntoma de cambio, mi pequeño ecosistema también cambia.
Ahorita que tengo un poquito de cabello, me siento más bella que nunca. Y en resumen, me siento feliz de ser quien soy, de tenerme, de quererme.
De decir “no” ocho de diez veces, ahora digo “sí” ocho de diez. Recibo abrazos, besos. Los doy. No aplazo las cosas. Hago ejercicios y le presto atención a mi dieta. Dejé cosas de lado, como el alcohol y el cigarrillo. Aprendí que hay que quedarse con la gente que realmente te quiere. Y desechar lo que no te sirve. ¡Sin miedo! Hoy sé que siempre quiero ser una persona abundante en amor. Mi vida la vivo celebrando. ¡Esta es mi fiesta! ¡Esta es mi lucha!