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¿De cuánto se ha perdido Yajaira?

Francisco Sánchez | 14 abr 2021 |
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La mañana del 14 de marzo de 2013 unos policías echaron abajo la puerta de la casa de Yajaira Martínez, persiguieron a su hijo hasta la platabanda de la vivienda y allí le dispararon. Han pasado exactamente ocho años y un mes, un tiempo en el que ella no ha hecho más que concentrarse en tratar de hallar justicia: una búsqueda que la ha llevado a callejones vacíos y sin salida.

Ilustraciones: Ivanna Balzán

 

Como la de muchas mujeres de los barrios de Venezuela, la vida de Yajaira Martínez se tejía alrededor de temores y preocupaciones: cómo llevar comida a casa, cómo encontrar los productos que escaseaban cada vez más, cómo trabajar y no descuidar a los hijos, cómo mantenerlos alejados del peligro y de que no se metieran en vainas. Pero el 14 marzo de 2013 su cotidianidad se llenó de más que miedos y preocupaciones: se vio envuelta por una neblina, esa que aparece cuando la angustia se apodera de la realidad. 

El comentario de que la policía estaba entrando a las casas “haciendo desastres” era el centro de las conversaciones en el barrio. Esa mañana, la familia se preparaba para un día común: ¿en dónde hacer la cola?, ¿hasta qué lugar del este de Caracas podrían llegar con el dinero en efectivo que tenían para pasajes?, ¿a las personas con qué terminal de número cédula de identidad les tocaba comprar ese día? Yajaira siempre les inculcó a sus hijos que la escuela debía ser su prioridad. Pero a veces les permitía faltar para que la acompañaran a las colas. Mejor cuatro personas que una, decía, porque de ese modo podían hacer hasta dos colas a la vez, y por lo tanto, comprar más productos.

Entonces vino la escena que, como todas las escenas de terror, es entrecortada.

Los policías doblaron y destrozaron la puerta de latón de la entrada. Después, entraron en la casa. Encontraron a Yajaira en la cocina y a Matilde y a Darío, sus hijos, en la sala. Ella de 9 años y él de 18. Los apuntaron con sus bichas. Matilde y Darío corrieron a la platabanda y dos funcionarios los persiguieron. Sonaron sus botas por las escaleras de cemento. Yajaira gritaba en la cocina, pedía auxilio. La mandaron a callar a fuerza de un arma apuntándole al rostro. En la platabanda Darío separó a su hermana: la alejó, empujándola al suelo. La salvó. A él lo tenían apuntado. Intentó lanzarse a un callejón y fue cuando los policías escupieron fuego de sus armas. No hubo palabras. Él cayó al callejón y desde arriba siguieron disparando. La ventana de la cocina da con ese callejón, así que Yajaira escuchó todo. Matilde quedó tendida en la platabanda, ensordecida con el estruendo, solo una ráfaga. Cubrió sus oídos, pero no tapó sus ojos.

La imagen sigue viva.

La recuerda cada 14 de marzo, aunque sus sueños la repiten con arbitrariedad.

 

La vida perdió sazón, recuerda Yajaira, la vida perdió sazón.

Los cumpleaños dejaron de ser celebraciones y se convirtieron en rituales para recordarse no decaer. Las fotografías ya no son recuerdos de los encuentros familiares, pasaron a ser evidencia recogida, hojas guardadas en una carpeta amarilla manchada con café. El cuarto de Darío se convirtió en un templo de oración en el que mantienen sus cosas intactas: la ropa, el rosario, un par de zapatos, una mesa de noche llena de los pequeños objetos. Todo como buscando evitar lo inevitable: el paso del tiempo. 

Algunas velas encendidas dan color a un pequeño altar al lado de la puerta de entrada. Imágenes y flores como ofrendas. Allí están algunos recortes de prensa, algunas imágenes de él de niño, de chamo, de adolescente. “No más muertes, salvemos la vida”, se lee en una hoja de papel pegada con cinta al pie del altar.

Nos repetimos hasta el cansancio que la muerte es parte de la vida y que solo se necesita tiempo para sanar. Hay muertes que paran la vida, la mutilan y la rompen en pedazos. Y la labor de recomponer estas piezas requiere algo más que tiempo.

Yajaira vive con su familia en la otra Venezuela. No la petrolera. No la de la sabrosura y lo chévere. No la de las playas y la naturaleza espectacular. No la del rojo y el azul en riña perpetua. Tampoco aquella de los recuerdos de opulencia. Ella nació, creció y formó su hogar en Coche, en el suroeste Caracas. Trabajando en casas de familia y ayudando en cocinas de escuelas encontró el sustento. Sus hijos nacieron en una Venezuela donde la materia prima son las balas.

Hablar sobre la muerte es difícil, dice ella, pero más difícil es todo lo que viene después de la muerte. Las patrullas rodeando la cuadra. Los vecinos asomados murmurando sin preguntar qué pasó. El frío de las comisarías y las eternas horas esperando. El dolor del entierro anticipado. El miedo a la profanación de la tumba. Los policías y sus preguntas que entran como cuchillos al corazón:

—Señora, ¿pero usted sabía que su hijo era un malandro?

—Pero él se enfrentó a la comisión, señora, ¿cómo nos dice que no?

—¿No será que usted lo defiende por ser su mamá?

Una muerte nunca es solo una cifra, nunca es solo un cuerpo. Una muerte como la de Darío es una herida pensada. Con una muerte así, la pregunta “¿por qué nos hacen esto?” pareciera no tener respuestas.

—Fue tanto mi dolor —cuenta Yajaria— que tuve que salir de la casa a buscar respuestas. No sabía qué era eso de los derechos humanos, pero aprendí que debo luchar por lo mío; que teníamos derechos y nos los quitaron; que había muchas otras como yo; que a tantas otras mujeres les pasaría esto. Por eso busco la forma de parar tanta muerte.

Decir que la vida cambia después del asesinato de un hijo es poco. Para intentar recomponer su vida, Yajaira comenzó a buscar justicia.

—Recomponer mi vida pasa por restaurar el nombre de mi hijo. No tenían que matarlo. No era malandro. No es verdad.

Así emprendió esta lucha que lleva ocho años. Ocho años que se dicen con una velocidad que niega lo vivido. Tantas visitas al Ministerio Público, a fiscalías, a la Defensoría del Pueblo, a ONG que defienden derechos humanos. Buscando justicia se ha visto en callejones vacíos y sin salida.

No volvió a tener un trabajo fijo. Cada intento de trabajar era interrumpido por un llamado de urgencia: hay que llevar fotocopias a la fiscalía, la ONG pidió una reunión, cambiaron al fiscal de nuevo.

El miedo a que se repitiera otra muerte se apoderó de la familia. Su hijo mayor, que tenía 22 años cuando asesinaron a Darío, se fue del país. La menor, que tenía 9, cumplió 16 viviendo entre la sombra que la policía sembró en casa aquel día de marzo. El marido acompaña todas las locuras que se le ocurren a ella: perseguir la justicia, apoyar a otras víctimas, crearse una cuenta de Twitter.

 

En esa búsqueda nos conocimos.

Yajaira quería llevar su caso a instancias que pudieran dar alguna respuesta y también llevar su mensaje a otras mujeres que estaban pasando por lo mismo. Era 2014. En Venezuela vimos cómo policías con máscaras de calaveras bajaban de los barrios, con cuerpos amontonados como los muertos por una peste.

Yo comenzaba a investigar sobre los familiares de aquellos que eran asesinados por armas de fuego en Venezuela. Mi trabajo como psicólogo me abría las puertas para escuchar las historias de los estragos de la violencia en el país. Sentía la necesidad de registrar estos testimonios de horror, pero también de resistencia de muchas mujeres que se hacían cargo de sus familias luego de los asesinatos.

Nos conocimos en una pequeña protesta. Me acerqué a donde estaba ella con otras mujeres recortando fotos de sus hijos y pegándolas en una cartulina negra. Aquel día conversamos mucho. A partir de entonces comenzamos a vernos. Supe que su vida transcurría entre las oficinas policiales y gubernamentales. Me di cuenta de que Yajaira tenía un conocimiento de las leyes y de todos esos agotadores temas penales que resultaría envidiable a muchos especialistas.

Ella me hablaba de todo, pero evitaba hablar de su familia, al menos de la que le quedaba con vida. Sus días transcurrían mientras esperaba. La espera por otra respuesta negativa de la fiscalía, por otro recurso denegado, por otro reclamo sin eco en las cavernas del Estado venezolano.

Comenzamos un trabajo conjunto: buscamos en muchas comunidades a otras personas que vivieron situaciones similares a la de ella. Nuestros encuentros servían para que ella volviese la mirada hacia atrás, para hablar de su dolor, para conocer a otras víctimas y documentar todo ese presente que vivíamos.

 

A Matilda, el estruendo de las ráfagas del 14 de marzo no solo le arrebató a su hermano, sino también el tiempo de su madre. No le era fácil verla tan concentrada únicamente en esas diligencias burocráticas. A partir de entonces, Matilda dejó de ser la consentida. Las panquecas en la mesa del domingo en la mañana fueron cambiadas por archivos policiales, recortes de periódicos amarillentos y muchos nombres de jóvenes asesinados. Las conversaciones por teléfono de su madre ya no fueron con sus tías o vecinas. No había quejas por las cosas de antes y, en su lugar, entró el discurso de los derechos humanos. La gente que visitaba la casa también cambió: ahora era común levantarse y ver a periodistas, a activistas o a otras víctimas hablando sobre sus vidas.

Matilda comenzó a tener otros anhelos. No visitar fiscalías, morgues, ni estar en rezos. Al contrario: quería bailar y cantar.

Hace un año, el 14 de marzo de 2020, nos encontramos para visitar la tumba de Darío en el Cementerio General del Sur. Estábamos en los albores de la cuarentena por la pandemia de covid-19; no teníamos idea de lo que estaba por comenzar.  

—El traslado de la tumba hasta un lugar más cercano a la entrada costó mucho, pero da mucha tranquilidad saber que puedes cuidarla —me dijo Yajaira.

Allí estábamos Matilde, su padre, Yajaira y yo.

Matilde acomodaba algunas cosas sobre la tumba del hermano: un papel bond con un “Feliz cumpleaños. Te extrañamos”una velita encendida y una foto de él sonriendo.

Yajaira vestía una franela con el rostro de su hijo estampado, reproducción de una vieja fotografía donde él sale sonriente. La usa en todas las actividades importantes en honor a su hijo. No éramos los únicos ese día en el cementerio. De fondo se escuchaba salsa, olía a sancocho, a empanadas y ron. Era como ver a un colectivo de limpieza y acomodo en varias tumbas.

Se acercaron unos conocidos en una moto. Se abrazaban. Se consolaban. Yajaira dice que las víctimas se reconocen de lejitos y por eso se apoyan. Uno de los hombres gritó: “¡Ponte una salsa ahí que está llegando la tristeza!”. Y tenía razón, todo parecía una triste celebración a la vida en medio de la muerte.

Quise tomar una fotografía a la familia, pero Matilde se negaba. Retratarse en esas circunstancias no le hacía gracia. La madre insistió e insistió hasta que la muchacha accedió. Allí quedó la imagen. No era una fotografía de un acto, de un trabajo, de un encuentro de activistas: era un retrato familiar. Íntimo.

Luego de algunas horas de estar en el cementerio, nos despedimos y cada uno tomó su camino.

Al conversar por teléfono unos días después, Yajaria me pidió la fotografía. Al verla, enmudeció por algunos segundos. Luego suspiró. Estaba sorprendida, incrédula de ver a la mujer que estaba a su lado.

—En la espera por la justicia se me ha pasado la vida —dijo—. Ya no solo la mía, se me pasó también la vida de ella. ¡Mírala cómo ha crecido! ¿De cuánto me he perdido…?

 

 

Los nombres de los protagonistas de esta historia han sido cambiados para proteger sus identidades.

Francisco Sánchez

Quisiera decir que soy un documentalista del presente, de la historia y de lo invisible. Soy miembro de Reacin, la red de activismo e investigación por la convivencia.
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