Aunque nacido en San Félix, Jeffren Suárez vivió en España desde que tenía 1 año. Allá jugó fútbol desde los 6 y hasta llegó a fichar con el Barcelona. Convocado por la selección venezolana, su sueño era representar a España y así lo hizo saber. De allí el desprecio de los fanáticos locales cuando lo vieron uniformado de vinotinto. Tras una carrera irregular, encontraría su lugar en Suiza, lejos de sueños y tierras de la infancia.
Fotografías: Miguel Vallenilla
Maiquetía podría parecerse a casi cualquier aeropuerto del mundo si no fuera porque hay más despedidas que reencuentros. Es una de las primeras cosas a las que se enfrentó Jeffren Suárez cuando, en marzo de 2015, puso los pies sobre el país en el que nació.
No lo hizo para quedarse, sino por motivos profesionales: para relanzar su carrera. Cuando pasó por la aduana, los funcionarios más que embelesarse con lo que tiene se preguntaron dónde quedó lo que tenía: la promesa de una carrera de talla mundial. El rostro de Jeffren mostraba la principal característica de la edad: las marcas que deja una altivez extraviada con el paso de los años.
Sale de Maiquetía. Todo ocurre rápido. En un pestañeo se está sacando la cédula venezolana. Viste la franela de la Vinotinto, sonríe con toda la energía de la que es capaz. La foto se viraliza en redes sociales. Los teléfonos de quienes gestionan su carrera suenan con insistencia: varios periodistas desean entrevistarlo. Y en Twitter, una marea de insultos descarga su furia contra él: “¡Fuera Jeffren!”, “¡Es una vergüenza que este señor esté aquí después de irrespetar a mi glorioso país y a mi gloriosa Vinotinto!”, “Mucha cédula, mucha sonrisa y mucho todo. ¿Pero quién dijo que ese ‘tío’ es venezolano?”.
Otro pestañeo y Jeffren está en Sabana Grande, entrando al hotel Meliá, frente al cual hay un basurero del que comen decenas de niños. El choque cultural entre su país y el país en el que nació no parece asustarlo. Atiende las llamadas y permite que Grada Digital lo entreviste.
—Yo me he llevado muchos palos, no en Barcelona sino en otro equipo. Y gracias a esos palos uno madura y razona las cosas, las piensa y toma decisiones. Antes, uno era más directo: no pensaba las cosas. Era lo que me pasaba. He tenido ese error, de reaccionar así, por lo que ya te conté antes. Pero ahora veo las cosas de diferente manera y espero que sea lo ideal. Yo mismo tomé la decisión de estar aquí, no la consulté con nadie –responde ante la cámara.
Jeffren Suárez nació el 20 de enero de 1988 en San Félix, estado Bolívar. Su papá, hijo de inmigrantes españoles, era camionero. Cuando Jeffren tenía 1 año tomó el volante de la familia y aceleró hasta España. El chavismo era una jugada aún sin inventar; faltaba bastante para que lograra lo único que entonces parecía más imposible que ver a Venezuela en un Mundial: quebrar a un país petrolero. Lejos aún de los años de crisis que desembocarían en éxodo, la familia Suárez se anticipó al futuro.
Fue allá, en la que sería su patria, donde el pequeño Jeffren se enamoró. Conoció una pelota y, en vez de sentir mariposas en el estómago, por su cabeza se movieron miles de arañas que empezaron a tejer sueños sobre un futuro de primera plana.
En España aún no existía la categoría sub 6, pero eso no detuvo la arrogancia con la que conducía el balón: decidió competir contra los niños de 8 años. Descubrió, entonces, la posición que le tocaría jugar con frecuencia: suplente. Entraba en los últimos minutos de los partidos. El roce con los mayores alimentó su disposición natural al fútbol y pronto destacó en las inferiores del CD Tenerife, tanto que en el 2004 y con 16 años hizo lo que millones de chicos sueñan: fichar por el Barcelona.
En el 2006, el camino que imaginaba se iba cumpliendo. Con la selección de España sub 19 fue campeón del Europeo. En su país natal, mientras tanto, Richard Páez tejía su propia leyenda. Siendo seleccionador nacional, hizo que los hinchas descubrieran la ilusión: construyó un equipo que demostró que en esta parte del Caribe sí se pueden patear balones. Su osadía lo llevó a inventarse como meta la utopía de clasificar al Mundial.
Alemania 2006 quedó lejos, pero haber asustado a los rivales de Conmebol le valió aplausos internacionales. Páez sabía que su obra estaba inconclusa: para las pinceladas finales harían falta nuevos colores. Fue entonces cuando oyó hablar de Jeffren Suárez.
Lo que sucedió luego recuerda a las formas en la que se hace política en Venezuela: nadie se puso de acuerdo ni siquiera en el motivo de la disputa.
El entrenador aseguró que invitó al jugador a la selección y este pidió tiempo para pensarlo. Jeffren explicó que después quiso aceptar la convocatoria y Páez le negó la camiseta. La situación asemejó a la de un alumno malcriado que discute con un profesor ansioso de tener la razón.
En Jeffren, el resentimiento se mezcló con su sangre venezolana y acentuó sus costumbres españolas.
Es hora de que regrese a Valladolid: hizo todo el trámite legal y pronto podrá ser convocado por la Vinotinto. Sabe, mientras se sube al avión, que el resentimiento aún vive dentro de sí, pero aprendió a ponerlo al servicio de sus necesidades. A principios de 2015, la telaraña devino maraña. Vive en un limbo deportivo. En algún momento le tocó despertar del sueño, tuvo que salir de Barcelona rumbo al Sporting Lisboa –por donde pasó con indiferencia– y acabó jugando en el Valladolid. No lo sabe, pero con ese equipo descenderá.
A esa maraña de un futuro que nunca llegó, se agrega esa sensación que lo ubica como un péndulo que oscila entre dos países, y que, cada vez más, se aleja del que siempre sintió como suyo para acercarse al que ahora empieza a ver con cierto afecto familiar.
Se acomoda en el asiento. Entrecierra los ojos. Las arañas vuelven a trabajar: sueña con llevar a Venezuela a su primer Mundial.
Su mundo no se iba a derrumbar por una arepa mientras hubiese paella. Así se lo dejó claro a César Farías cuando este sustituyó a Richard Páez en el 2008. Un año después, el Barcelona logró un histórico sextete (seis copas en una misma temporada) al derrotar en la final del Mundial de Clubes a Estudiantes de La Plata. Jeffren entró al campo al minuto 83 para sustituir a su amigo Henry en lo que él creyó que sería un vaticinio. Su papá le hacía cada vez más elogios en público: pensaba que su hijo tenía madera de crack. No se daba cuenta de que esas ínfulas más bien hacían que su carrera se agrietara.
Eso lo entiende Jeffren que, en el CNAR de Margarita, es el centro de atención. La Vinotinto se prepara para afrontar sus dos siguientes amistosos frente a Honduras y Panamá. Es agosto de 2015. Jeffren Suárez cuenta los días para su debut.
—¡Verga, el calor en Margarita es duro! –responde, entre risas, a un corro de periodistas que lo acosan: preguntan por el desprecio que le manifestaron los aficionados.
Jeffren responde como un perro que se mantiene estoico y obediente ante el dueño esperando ganarse su afecto. En el vestuario, se acerca a los jugadores de más peso: Tomás Rincón lo ayuda a integrarse. Lejos de la élite, Jeffren por primera vez no pretende ser un crack: apenas busca dar lo mejor de sí.
En el pasado quedó aquél recuerdo que le dio sus días de fama. Una postal histórica. Él –que entró en los últimos minutos del partido– empujando el balón hacia la red, en el Camp Nou y ante el Real Madrid, mientras un derrotado Iker Casillas, desde el suelo, veía hacia arriba como interrogando a los dioses. Ese gol fue el 5-0 definitivo con el que el Barcelona derrotó, el 29 de noviembre de 2010, a su archirrival.
En Venezuela, hubo quien festejó la anotación: aún existía la ilusión de relacionar los triunfos de aquel muchacho con los de su país de origen. En una nación donde la derrota cotidiana golpea con tanta fuerza, mendigar triunfos deportivos se hizo rutina.
Pero Jeffren solo tenía la mente en rojo, pensaba en España y en que se estaba cansando de ser un eterno suplente en Barcelona.
Cuando lo convocaron para el Europeo sub 21, sentía la rabia de un guerrero de alta casta tratado como un plebeyo. Llegó al torneo con ganas de demostrar que tenía talla mundial y se tuvo que conformar con el banco de suplentes. Entraba en los minutos finales para aportar goles o asistencias que serían decisivas.
El torneo acabó. La prensa hablaba de nombres como David De Gea, Javi Martínez, Juan Mata y Thiago Alcántara. Jeffren era un guerrero herido en lo profundo de su ego. Se rumoreaba que pronto saldría del Barcelona y asumió con indignación que muchos medios siguieran manoseando la posibilidad de que jugara con Venezuela. ¿No se daban cuenta de que él quería recuperar su estatus, no perderlo?
“Me siento español porque desde muy pequeño vivo en España, sin olvidar de donde nací, y quiero defender a la Roja”, declaró al diario MARCA. Pero las palabras que le terminaron de granjear el desprecio de los aficionados venezolanos fueron las que dio al periodista Richard Méndez de ESPN: “Tengo pensado jugar con España y es ahora mismo el deseo que tengo. No quiero saber más nada con Venezuela, y ya está”.
La vida hizo una de esas piruetas tragicómicas con las que pretende aleccionarnos. Han pasado cuatro años de esas declaraciones. El estadio Cachamay pone los ojos sobre su espalda. Es el minuto 59 del partido que enfrenta a la Vinotinto contra Panamá. Jeffren usa el dorsal 26. Espera que Alexander González salga del campo para chocar la mano con él y oficializar, así, su debut con Venezuela.
Sus gestos técnicos, ya apreciados al detalle en los entrenamientos, son los de alguien que se formó con los mejores. Pero sus pasos, las palabras que transmiten sus pupilas, son las de un Sansón que perdió su ufana melena. Si Jeffren vive en un limbo entre Venezuela y España, ahora también lo hace entre su presente y lo que podría hacer en el futuro. Con él siempre ha sido más lo que se espera que lo que sucede. Quizá nunca dejó de ser aquel niño casado con la posición de suplente.
El partido acaba. Jeffren camina al vestuario. Se ducha, se acicala y enfila hacia la zona mixta. Se encuentra con primos a los que tiene años sin ver: le entregan el cariño paciente que ofrecen ciertas familias. Luego, sube al autobús que trasladará a la selección al hotel. Sueña con debutar en un partido oficial.
César Farías volvió a insistir con Jeffren después de la Copa América Argentina 2011, en la que la Vinotinto tuvo una participación histórica logrando un cuarto lugar. César, no obstante, entendió que para clasificar al Mundial necesitaría mejorar la plantilla. Rastreó futbolistas europeos con raíces venezolanas. Si tu papá tuvo un amigo cuyo primo trabajó en Venezuela por dos años, sondeaban sus posibilidades de jugar con la selección.
Hubo dimes y diretes. En algún punto, Jeffren declaró que necesitaba consultar la decisión con su padre; el entrenador, entonces, consideró que esa respuesta era la de alguien muy niño para cargar el sueño de un país.
La Vinotinto peleó por un cupo en Brasil 2014 con unos hermanos suizos que apenas hablaban español y cuatro jugadores con costumbres castillas. Entre ellos estaba Fernando Amorebieta. Tan español como Jeffren, aceptó jugar con la Vinotinto cuando fue obvio que no sería convocado por España. Como ya antes se había negado a venir, los aficionados lo recibieron con desprecio. Amorebieta anuló a Messi en el inicio de la Eliminatoria y marcó el gol con el que se venció a Argentina. Pío Baroja escribió que “el nacionalismo es una enfermedad que se cura viajando”. Amorebieta viajó a Venezuela para demostrar que el nacionalismo es una enfermedad que se cura con goles.
Por ese entonces, miles de hinchas vinotintos celebraban el declive de la carrera de Jeffren. Tildaban al ¿guayanés?, ¿canario?, de vende patria. Jeffren era solo un actor de reparto dentro de un drama político y social. Con la llegada de Chávez al poder, en Venezuela el nacionalismo se puso de moda, hasta el punto de cocinarse cierto desprecio por lo que se producía afuera. La narrativa chavista planteó la necesidad de emanciparse de enemigos inventados.
Con César Farías la narrativa bélica se acentuó. El DT pasó por las salas de prensa pidiendo respeto. Una vez puso la palma de su mano entre los dientes, desorbitó los ojos y tensó el rostro: dijo que había que competir con el cuchillo entre los dientes. Pintó un clima de guerra quizá creyendo que los hinchas pensarían en un nosotros contra los demás. El tiro le salió al revés: un país polarizado por razones políticas se encarnizó en debates como apoyar o no al DT. En ese contexto, un español que escogiera aquellas tierras por encima de la que lo vio nacer era percibido como un enemigo ancestral.
Jeffren camina a buen ritmo por el pasillo que armó el equipo de seguridad. La noche de Puerto Ordaz es clara: más fácil de entender que la derrota de la Vinotinto, blooper incluido, ante Paraguay por 0-1, en el inicio de la Eliminatoria. Es el 8 de octubre de 2015.
Los periodistas se empujan entre sí para conseguir declaraciones de los jugadores que gotean desde el vestuario rumbo al autobús. Jeffren aborda el vehículo. Recuesta su cabeza contra el vidrio. No se siente ningún disgusto general hacia él. Ya no.
El nacionalismo sigue vivo; sin embargo, otro rasgo cultural también se hace presente: la tendencia a deslumbrarse por cualquier piedra extranjera. El aprecio que muchos sienten por los “euro-venezolanos” sabe a oportunismo. Las, por ejemplo, expectativas que genera el alemán Christian Santos son muy superiores a las que produce cualquier delantero formado en Venezuela: aunque lo nacional es bueno, es mejor si se compra en vitrinas extranjeras.
El autobús se llena. Arranca. Jeffren se enfrenta a paisajes que vio de bebé pero que le son imposibles de recordar. Una mezcla de sensaciones lo abruma. Recuerda con nitidez el día en el que la Vinotinto estaba haciendo un módulo en Madrid. Era el 2014. Ya Noel Sanvicente había sustituido a César, del mismo modo con el que la realidad había sustituido los sueños de Jeffren. El futbolista se acercó por su propia cuenta al módulo y habló con el seleccionador. Al día siguiente, envió una carta a la FVF expresando su deseo de cambiar su nacionalidad deportiva.
Ahora viaja rumbo a un lujoso hotel mientras piensa en cómo mejorar este traspié inicial del equipo. Pero la situación empeorará y él, entre lesiones y el hecho de que otras opciones ante ciertos rivales resultarán tácticamente más atractivas, solo volverá a jugar un par de fechas más adelante frente a Ecuador. Sanvicente sumará tantos detractores como Páez y Farías, pero en la mitad del tiempo que le llevó a ambos. El técnico abandonará la selección y Jeffren no volverá a disputar partido oficial alguno con la Vinotinto.
Se mudará al Grasshopper de Suiza. Disfrutará, por fin, de la alegría de jugar. Descubrirá nuevas calles, que recorrerá sin la ansiedad de que tías catalanas le pidan autógrafos, o de que chamos venezolanos lo insulten a todo pulmón. Se limitará a jugar, a conseguir regularidad y a vivir. Su voz adquirirá el sosiego de la humildad y ya no se pensará a sí mismo como un elegido al que se le escurrió el futuro, sino como un privilegiado que tuvo la oportunidad de vivir lo que vivió. Entonces, al fin, encontrará un pedacito de tierra al que aferrarse, sobre el cual descansar: dirá adiós al limbo.