Eduard Colmenares y Amauriel Fernández viven en la carretera vieja Petare-Guarenas y son golfistas. Comenzaron a jugar como parte de un programa de responsabilidad social del Club Izcaragua, y su talento los llevó hasta la selección nacional. Lo que era un pasatiempo se convirtió en vocación. Ahora, con disciplina y pasión, labran su camino.
Fotografías: Rayner Peña R.
—¡Vamos, que hay muchas ganas! Mírenlo. La mirada fija. Solo un putt más y Eduard Colmenares habrá ganado su primer Máster De Augusta.
Y el susurro del viento siendo atravesado por el putter se adueña del campo. La pelotita tocando el suelo rompe el silencio. El sonido se apaga. Se oyen aplausos.
Eduard celebra, alza el palo de golf y corre en círculos por la sala de la casa. Agradece a su público, como cada tarde. Ríe feliz, y guarda los palos de golf nuevamente en la maleta de su papá. Mañana será un nuevo día, y disputará otra vez la final del torneo. O quizás entrene. Sí, mejor entrenará, para ganar el Máster, de nuevo, pasado mañana.
Así transcurren las tardes en su casa, una pequeña residencia del barrio Ochoa, en la carretera vieja Petare-Guarenas. Eduard tiene 9 años, y después del colegio juega a ser un afamado golfista, con los implementos que su padre, vigilante del Club Izcaragua, le compró a un caddie.
Fue inesperado. Había visto a miembros de la Fundación Izcaragua en su colegio, el Antonio María Piñate, pero no entendía qué hacían ahí. Poco después lo supo. Como parte de un programa de responsabilidad social, escogerían a 27 niños para costearles clases de tenis y golf en el club. Lo harían basándose en su rendimiento académico y físico.
El objetivo de la Fundación Izcaragua es contribuir al progreso de las zonas aledañas al recinto. Restauran anualmente el colegio donde estudió Eduard —el único del sector—, construyeron un dispensario médico para el barrio Ochoa, áreas recreativas para adultos y niños e, incluso, una biblioteca escolar.
Eduard estaba en sexto grado de primaria, y tenía 11 años, cuando fue uno de los 27 niños becados. Así, aquella escena que imaginaba cada tarde se materializó. Iba acompañado de su madre. Caminaban hasta el campo donde trabajaba su padre, y el niño pasaba horas golpeando pelotas.
Pero pronto el grupo empezó a reducirse y, en golf, solo quedaron Eduard y Amauriel Fernández.
Amauriel es de origen wayuu, y también vive en Ochoa, pero dos kilómetros más lejos que Eduard. Sus padres llegaron al sector buscando una mejor vida, lejos de sus orígenes, cuando él estaba en el vientre de su madre y tenía ya dos hermanos. Aunque nunca había tomado un palo de golf, desde el primer momento evidenció su potencial.
Primero tomó la raqueta. La prueba no salió como esperaban. Realmente, a Amauriel no le gustó. Entonces, le dieron un bastón: “Muéstranos que puedes hacer”, dijeron. Esa experiencia se quedó grabada en su mente. En la noche, llegó contándoselo a su mamá. Todos en casa —mamá, papá y sus cuatro hermanos— estaban muy felices.
Juntos, Eduard y Amauriel, comenzaron a captar las miradas de los expertos. Jugadores, entrenadores, scouts. Alberto Melendez, o “Chispa” como le dicen los muchachos —que ahora tienen 17 años— los entrenaba algunas horas como parte del programa, y otras como profesor particular, sin cobrarles.
Al comienzo, golpeaban hasta 1000 pelotas al día, dos veces por semana. Pero los entrenamientos comenzaron a incrementarse en tiempo y ejercicios a medida que los jóvenes empezaron a perfeccionar su juego. Dos semanas después de ser becados, Melendez empezó a llevarlos al putting green, un espacio dedicado a la práctica del putt (el putt es el golpe en el green, el área donde está situada la bandera que indica la posición exacta del hoyo).
Tres meses después los llevó por primera vez al campo.
Eduard recuerda ese día de una forma muy especial. Aunque nunca había pisado su grama, sentía que pertenecía a ese sitio. Todavía se queda sin palabras cuando intenta explicarlo.
Seis años después, practican varias veces por semana y frecuentan más el campo. La rutina inicia a las 7 de la mañana, en temporada escolar. Ambos, entrenan de viernes a domingo, para no interrumpir sus responsabilidades académicas, pues este año se gradúan de bachilleres. Mientras los muchachos se bañan, sus mamás les preparan el desayuno. A las 8:30 am ya están en el club.
Amauriel debe salir más temprano, para caminar, debido a las fallas de transporte, los tres kilómetros que hay entre su casa y el club. Pero no le pesa este obstáculo; lo usa a su favor y aprovecha para “calentar”. Eduard vive a un kilómetro del recinto, y se permite salir de casa unos minutos antes de la clase.
Comienzan golpeando pelotas, y lo hacen más de 500 veces cada día. Luego, practican el putt unas dos horas, y dos horas más de juego corto. La práctica termina justo a tiempo para que se vayan al liceo, en Guarenas, a varios kilómetros del sector.
En vacaciones tienen permiso de llegar al campo a las 9:30 de la mañana, pero el entrenamiento es más exhaustivo. Deben acudir de martes a domingo, y después del almuerzo no se van a casa. Siguen jugando hasta que llega la tarde, a veces hasta después de las 6 pm. Desde este año, tienen también una rutina en el gimnasio, para comenzar a trabajar la masa muscular.
Todos los implementos que requieren son aportados por la fundación, además del desayuno y el almuerzo. Cuando no están entrenando, suelen recorrer el campo o recoger pelotas. El golf es lo único que ocupa sus vidas fuera del barrio Ochoa, y cuando no están en sus casas, están en el club. El Izcaragua también es su hogar.
Las incontables horas de entrenamiento cambiaron la vida de Eduard y Amauriel. En 2013, poco más de un año después de haber ingresado al programa, asistieron juntos a su primera competencia, de categoría infantil, donde quedaron empatados en el séptimo puesto. Disfrutaban juntos cada torneo. Les causaba gracia comparar sus resultados.
En 2014, comenzaron a representar al Club Izcaragua en otros estados y, aunque a las madres les asustaba que viajaran sin ellas, entendían que sus niños —ahora adolescentes— crecían en tamaño y talento.
Ahora, el golf no era un pasatiempo. Eduard Colmenares y Amauriel Fernández habían decidido ser golfistas.
Eduard fue el primero en llegar a la selección nacional. Con la intención de divertirse y aprender, se inscribió en el clasificatorio para el Campeonato Suramericano Prejuvenil. No tenía expectativas. Pero después del primer día de competencias eso cambió. Al culminar la primera jornada, Eduard se ubicaba en el cuarto puesto de la justa. En la segunda jornada, mejoró su resultado. Desde la tercera, decidió que lucharía por un cupo. Lo logró.
Semanas después, aquel niño del barrio Ochoa se vestía con el uniforme de Venezuela y viajaba a Bucaramanga, Colombia, para reunirse con el resto de la selección.
Ahí estaba, frente a cientos de espectadores, compitiendo junto a los 30 mejores golfistas de Suramérica. Con micrófono, alguien pronunció su nombre y lo presentó ante el público, que ya no era imaginario. Ya no estaba en la sala de su casa. Era real, muy real. Sintió nervios, respiró, avanzó y jugó.
Ese día comenzó una nueva etapa en su vida.
Amauriel consiguió brillar en 2016, cuando se convirtió en el golfista más joven en ganar, con 16 años, el Abierto Sambil en la categoría amateur, donde culminó también como tercero en la clasificación general de evento, donde participan experimentados golfistas adultos. El mismo torneo fue conquistado en su primera edición (2004) por Jhonattan Vegas, primer venezolano en el PGA Tour, el principal circuito norteamericano de golf profesional masculino.
Se hizo indetenible. En septiembre de 2017 conquistó el Campeonato Nacional Amateur, y accedió a la selección.
Entonces, Amauriel estrenó nuevas facetas de su vida. Se subió por primera vez a un avión, salió por primera vez del país, jugó su primer torneo internacional y debutó con el equipo venezolano. Sus hermanos, padres y vecinos no podían sentir más orgullo.
Ahora, con 17 años, ha representado a Venezuela cuatro veces en un año, como parte del combinado juvenil: en los Juegos Suramericanos de la Juventud, en Santiago de Chile; en el Campeonato Internacional por equipos y el Campeonato Nacional por Golpes, en Argentina; y en el Abierto de Chile.
¿Podrían seguir llenando de orgullo a sus familias? Era lo que más deseaban.
Eduard pensó mucho en eso y en su padre, quien fue asesinado por delincuentes cinco días antes de la participación de su hijo en un torneo en Maracay. Eduard no da muchos detalles. La muerte de su papá bloqueó sus ganas de jugar. Él, el mismo que había comprado los palos de golf con los que comenzó a soñar, ya no estaba para celebrar sus triunfos y animarlo en sus derrotas. También era deportista. Un ciclista de montaña, que lo incentivó cuando fue seleccionado por el programa de Izcaragua. Estaba orgulloso de verlo llegar a cada entrenamiento en el campo de golf donde trabajaba.
Fueron días oscuros.
“Si te caes te levantas, siempre con la frente en alto”, decía su padre. Eduard se esforzó por mantenerlo presente cada día. Meses después, en octubre de 2016, retomó el golf, y participó en el Campeonato Sudamericano prejuvenil, en Buenos Aires, Argentina.
El golf es ahora también su conexión con las enseñanzas de su papá.
Han pasado seis años desde que Eduard y Amauriel fueron becados por la Fundación Izcaragua, y aquella organización, que acudió un día al colegio Antonio María Piñate, sigue velando por ambos jóvenes. El costo de todos los implementos deportivos, viajes nacionales para representar al club en torneos locales, apoyo en sus estudios de bachillerato y hasta clases de etiqueta son asumidas por quienes le regalaron al golf venezolano un par de representantes.
También se encargan de buscar opciones universitarias para los muchachos, próximos a graduarse del liceo. Una casa de estudios local para Eduard, quien desea mantenerse en el país; y una universidad en Estados Unidos para Amauriel, quien baraja esta alternativa con optimismo.
La fundación contempla, incluso, tratamiento de ortodoncia para los muchachos; sobre todo para Amauriel, quien por su talento podría convertirse en imagen del instituto norteamericano al que acuda en unos meses, de concretarse los planes.
Cuidan su rendimiento escolar y su bienestar familiar. Están atentos a su crecimiento físico y como deportistas. Entre la organización y los padres de los jóvenes se ha establecido una simbiosis, donde ambas partes tienen el mismo interés: que Amauriel y Eduard se conviertan en los golfistas que anhelan ser.
Ellos asumen el compromiso.
—Ser deportista requiere sacrificios, sí. Pero son sacrificios que disfruto. Gracias a Dios estoy aquí. Mi familia me apoya y están orgullosos de mí. Con mis resultados no quiero demostrar que soy bueno. Lo que quiero es que, como yo, otras personas que vienen de abajo sepan que sí se puede —expresa Eduard.
—Si aman algo de verdad, trabajen por ello —exhorta Amauriel—. Y cuando decaigan, repítanse que sí pueden. Es lo que yo hago. Yo me enamoré del golf.