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Del sutil hilo que tejen las orquídeas

Yolanda Pantin | 30 sept 2017 |
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Yolanda Pantin, ganadora del premio Casa de América de Poesía, en España, cuenta aquí cómo la historia de su familia está ligada a las orquídeas. En particular a Víctor, su hermano menor, quien ha recibido dos trasplantes de riñón. Su testimonio, cargado de evocaciones, es un homenaje a la vida y a esos mensajes que, si se leen con atención, esconden líneas extraordinarias. 

Fotografías: Mónica Pantin / Álbum familiar

 

La historia de Víctor comienza cuando mi papá, teniendo 12 años, ganó un concurso de la Sociedad de Ciencias Naturales con un trabajo sobre las orquídeas de Chacao, la parte de Caracas donde ellos vivían. El premio era un volumen del Manual de las Plantas Usuales de Venezuela, de Henri Pittier, que el alumno del colegio San Ignacio recibió de las manos del presidente Isaías Medina Angarita, y el cual todavía conserva.

Desde que tengo memoria recuerdo las orquídeas en la casa. He escrito sobre esa gran pasión de mi papá, que no lo es tanto por las plantas como por la genética. Uno de mis poemas se llama como su primer híbrido de Cattleya:

un híbrido que él haya creado

sobre años de paciencia,

y el hecho de que piense,

al encontrarlo,

darle el nombre de su nieta  

 

Jimena

 

“El hacedor”, como le digo yo. Todo lo hacía con el mismo entusiasmo: lo mismo criar vacas que caballos, sembrar café que tomates, vigilar la crianza de gallos en el patio que la de peces en un acuario, pericos australianos que cruces de canarios… así, todo iba sucediendo dentro de un huracán. Una cosa sobre la otra, pronto abandonada. Pero con las orquídeas era distinto. Las orquídeas siempre conservaron un lugar en la casa.

Ellas permanecieron.

Los años con sus asuntos fueron pasando. Víctor era el menor (sigue siendo “el menor”) y yo digo que nació cuando mi mamá estaba cansada, a los 36 años, no solo por haber parido y criado 11 hijos, sino por los trabajos y las responsabilidades en la casa.

Pero Víctor era un bebé tan gracioso que no se hacía sentir. Fue sangre liviana desde que abrió los ojos con esa simpatía, aunque desde chiquito pasó por delicadas situaciones de salud. Pero allí estaba él, adorable, siempre con risas. Todo era una gracia, hasta desplazarse por los corredores de la casa en la hacienda San Pablo, a la entrada del pueblo de Turmero donde vivíamos, acostado boca abajo sobre una patineta cuando hubo que enyesarlo a los 3 años desde el cuello hasta los pies.

–¡Víctor, cuidado! –se escuchaban las advertencias al veloz paso del niño por los corredores.

La idea de la patineta, que él empujaba con las manos para poder moverse durante los meses que estuvo enyesado, fue de mi papá. Envuelto en esa faja que dejó muy pronto de ser blanca, lo recuerdo como una cría de foca.

No tuvo nunca cama particular porque todos querían dormir con él y, complaciente, el niñito iba por las noches de cama en cama hasta terminar casi siempre rendido en la de nuestra hermana Ili, unos años mayor que él.

En aquel entonces, cuando desde Caracas yo iba de visita al pueblo, le contaba cuentos de vampiros. Era tanto el terror, según dice, que el miedo lo paralizaba aunque él hubiera entrado en ese juego, contándome de una cueva en San Pablo donde se amontonaban cosas puntiguadas, las mismas que, inspiradas por él, aparecieron en un poema de mi primer libro:

Qué cantidad de estribos y de bronces (…) en los márgenes del barro, los espacios abiertos en las piedras, esas cuevas intranquilas, las movibles profundas y sus vientres.

El asunto es que el niño se entregaba a las fantasías novelescas, cuando yo estaba secuestrada por los vampiros que empezaron a volar sobre mis poemas.

En los largos años de luto que pasamos por la muerte de nuestros hermanos Juan Andrés y Eugenio, en el salto del río Aponwao, Víctor pasó a ser todo en la vida de mi papá y mi mamá.

Todo era Víctor.

Y la verdad es que fue creciendo en la forma de un niño y un adolescente encantador, cuando aparece una muchacha igual a él, llamada Gabi, y sus idas a las playas de Aragua para surfear; sobre todo a Cuyagua, donde acampaban con el primo Pepito, que era otro dios creado por la naturaleza.

 

El problema con sus riñones comenzó como sucede con las enfermedades renales, sin dar síntomas. Y a los 23 años tuvo que someterse a un trasplante radical. Entre los nueve hermanos que éramos, Oscar resultó el donante. Claro que estaba muy asustado, ¡todos estábamos asustados! Recuerdo cuando pasaron al quirófano cada uno en su camilla, con sus trajes verdes, en medio de la fila de padres y hermanos que les dábamos ánimos escondiendo las lágrimas. ¡Todo va a salir bien! Oscar, casado con Merchy y con una niñita de 4 años, Priscilla, era un muchacho sobre los 30, muy fuerte, el donante perfecto, no solo por su condición física sino porque, tras las pruebas de laboratorio, resultó ser gemelo genético de Víctor.

Después del trasplante, mi papá se retiró a sus “cuarteles de invierno”, como dicen las novelas. Y viendo que Víctor había tenido que dejar sus estudios, le ofreció como regalo de su matrimonio con Gabi lo que nunca había abandonado: su orquidiario.

—Víctor, vamos a trabajar con las orquídeas —le dijo.

Mi papá era el botánico que llevaba el registro de sus híbridos de Cattleya, sentado en su puesto en la cabecera de la mesa del comedor y Víctor, en una cámara casera perfectamente desinfectada en un rincón del lavandero, iba sembrando los puntos de plantas polinizadas.

Así que mi segunda juventud son recuerdos de la cocina de la casa en Turmero, llena de frascos de vidrio con una sustancia gelatinosa y nutritiva en la que nacían las matas. Las plántulas pasaban un tiempo reposando y, cuando levantaban las hojitas, padre e hijo las sacaban con pinzas. Una vez sembradas en potes individuales, las llevaban al “maternal” donde las recién nacidas esperaban crecer. Había nacido Paya Orchids.

Primero con “El machito” y luego con “La vitara”, el último carro que tuvo mi mamá, Víctor y Gabi recorrieron toda Venezuela. Miles de kilómetros llevando las orquídeas para la venta. Fueron esos años cuando el culto por esas hermosas flores se propagó como una fiebre de belleza natural. Una a una se fueron sumando las ferias que reunían a las sociedades de orquideología de Caracas, de Miranda, de Carabobo, de Aragua, del Táchira, de Mérida, del Caroní, de Cumaná. ¡El orquidiario era el motor de sus vidas y de las vidas de muchas personas!

Por esa fuerza y por esa luz, en poco tiempo, el joven padre de Eugenia, Natalia y el Tuque, terminó siendo el benjamín de los papaupas de las orquídeas en Venezuela, los amigos de mi papá. El señor Morales, el señor Mantellini, el señor Ventura, Enrique Graft… Escucharlos conversar en el corredor de la casa en Turmero, sobre fertilizantes y otros asuntos técnicos relacionados con la siembra y el cultivo de las plantas y la valoración de las flores, fue sin duda un privilegio.

Pero ocurrió que la fiebre de la chikunguya atacó el funcionamiento del riñón donado por Oscar, y entonces, en el peor momento que podíamos imaginar, dada la “situación del país”, con apagones y carencias de todo tipo, después de aquella primera, 20 años atrás, los hermanos emprendimos otra campaña admirable. Qué no hicimos para que Víctor fuera operado de nuevo.

Finalmente llegó el cirujano, de Chile, y desde Inglaterra viajó nuestra valiente hermana Valentina, como la nueva donante.

¡Y pensar que toda esta belleza que enlaza la vida de Víctor con la de mi papá, cuando era aquel niño que escribía sobre las orquídeas de Chacao, en su cuarto de la quinta Los Castaños, se hizo carne en el momento del primer trasplante!

Echando la vista atrás, cuando uno adquiere la serenidad de escuchar los mensajes y de mirar con atención la historia de la que ha participado, logra ver esas cosas que nos hablan del sentido de la vida.


Yolanda Pantin

Escribo poemas desde que tengo memoria pero antes prefería dibujar. Mis pasiones adolescentes fueron los caballos y la pintura. Si algo me define en lo profundo es haber sido la hermana y la hija mayor de once.
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