Ramiro Maury Lugo tuvo una exitosa carrera como vendedor de seguros. Pero a los 83 años, con su cartera de clientes disminuida, se sentía cansado y desesperanzado. En octubre de 2020 enfermó de covid-19 y, como no tenía una póliza de salud, tuvieron que internarlo en el Hospital Central de San Felipe, estado Yaracuy, donde vivía. Su hija, Mildred Maury, cuenta su historia.
Fotografías: Álbum Familiar
Apenas me levanté, encendí el wifi portátil para tener señal en el teléfono. Vi la fecha: era el 14 de octubre de 2020. Estaba pendiente de alguna noticia de mi papá, Ramiro Maury Lugo, quien desde hacía cuatro días estaba hospitalizado con covid-19 en el hospital de San Felipe, estado Yaracuy. El día anterior me habían dicho que su saturación de oxígeno había subido, que estaba mejorando.
Al instante, entró un mensaje de Omar, mi hermano mayor, que solo decía: “Mildred”. Él suele saludarme con un “Épale”. Mi corazón tembló como si hubiese escuchado su voz. Le contesté, sin aparente nerviosismo, con el emoticón de la mujercita que alza la mano como diciendo: “Hola”.
“Mi papá se agravó en la madrugada y se murió”, respondió.
“¿Qué?” “¿Por qué?” “¡Pero si estaba mejorando…!”, escribí.
“No sé. Estoy esperando en la morgue a que me atiendan. Avisa a la familia. Yo encontré algo de señal para comunicarme, pero no está buena”.
Vivo en una casa en medio de la montaña, en la Colonia Tovar, estado Aragua, donde la señal es de muy mala calidad. Por eso, me fui corriendo a otra casa que estamos construyendo, a unos 200 metros, donde la recepción mejora. Pensé que desde ahí podría hablar con Omar, pero fue inútil. La llamada no caía. Me senté en el piso de uno de los cuartos, sin experimentar ningún sentimiento definido, o al menos identificable. Estaba en blanco. Solo se apropiaba de mí un extraño “no creer”, y algo en la cabeza como a mil por hora. Un “¿y ahora?”.
Le avisé a José Luis, mi esposo, quien estaba desde el día anterior en el pueblo, haciendo cola para echar gasolina, y me dijo que se venía a casa.
Mientras lo esperaba, comencé a recordar tantos momentos junto a mi padre.
Ramiro Maury Lugo, vendedor del año, todos los años. Líder en vida, riesgos, robo, HCM. Papá era la estrella imbatible. Una vez logró un pago por pérdida total a una librería que se había inundado, y al día siguiente la casa estaba llena de libros, cuadernos, creyones. Eran cajas y cajas que el dueño nos regaló porque había podido recuperar su pérdida con el seguro. Todo un poco húmedo aún, pero fue una fiesta. Recuerdo el olor a papel, creyones y lápices de madera, y cómo usamos esos materiales por largo tiempo.
Premios, trofeos, viajes, placas, toda la casa llena de reconocimientos. No había negocio en San Felipe que no estuviese asegurado con mi papá. Hasta en ciudades vecinas tenía clientes. ¿Y el vendedor estrella? ¿Cómo que no tenía un súper seguro mejor que el de todo el mundo? ¿Por qué? Las preguntas se me mezclaban con los recuerdos.
De niña, en algunas ocasiones en que mi papá tuvo que ir a Valencia por trabajo, me llevaba con él, y apenas subíamos al carro me decía: “Necesito que me hagas un favor: quédate mirando mi cara durante el viaje, porque yo me afeito todas las mañanas, pero cuando llego a la casa en la noche ya tengo otra vez asomada la barba, así que quiero que vigiles para ver en qué momento es que me sale”. Yo me reía, pensaba que él no entendía que los pelitos no salían así de repente.
En esos viajes, me llevaba a comer a un restaurante que creo se llamaba El Bisonte Grill. Un sitio que yo percibía elegante porque toda la gente estaba bien vestida, y los meseros me trataban como si yo fuera grande. Siempre pedía un “pollo deshuesado con puré de papas y jugo de fresa”; una delicia. Un día me ofrecieron “pollo bebé” a la nosequé, y quedé horrorizada imaginando que era un pollito como esos que vendían en las ferias, pintados de colores. Él tampoco quiso. A los dos nos dio mucha lástima.
Cuando José Luis llegó, se sentó a mi lado en el piso y ahí nos quedamos, en silencio, por largo rato. Después me fui a casa de nuevo y él al pueblo, porque un amigo le estaba guardando el puesto en la cola. No le había dado la noticia a mi hija Eugenia, de 11 años, para no alarmarla, y para que desayunara tranquila. Pero ya tenía que decirle. Cuando llegué, estaba viendo una película. Me senté a su lado y le dije: “Eugenia, tu abuelo se murió anoche”.
Comenzó a llorar, sin consuelo, por un largo rato.
Ana, la esposa de mi papá, es médica. Ella estaba hospitalizada en otro sitio, también con covid-19. Fanny, una colega suya, neumonóloga y amiga de la familia, fue quien decidió la hospitalización, luego de ir a la casa a medirle la saturación de oxígeno a papá y constatar que necesitaba ser internado cuanto antes. Como trabaja en el hospital, pensó que iba a poder controlar la situación.
Omar los llevó. Al llegar, les hicieron la prueba de covid-19 a Ana y a papá. Omar los dejó en la emergencia y se fue al carro para evitar que se la hicieran a él, porque si daba positivo y lo internaban, no habría nadie para resolver.
Mientras esperaba, Fanny lo llamó para decirle que los dos habían dado positivo, que a Ana se la llevaban al ambulatorio y que a mi papá lo dejaban ahí, porque estaba muy mal. Mi papá pidió que lo llevaran a su casa. Alegó que su esposa era médica y que lo podía atender. No hubo manera. Aquella fue una separación dramática.
“No me metan aquí, si me meten, sé que no voy a salir vivo”, fue lo último que mi papá dijo frente a Ana.
A partir de entonces la comunicación comenzó a ser intermitente.
Mi papá trabajó hasta que le fue posible. La última vez que hablé con él, una semana antes de que lo internaran, estaba en su oficina “ordenando unas cosas”, según me dijo. Él no quería atender a nadie, pero conversamos un poco. También habló con mi hija Eugenia, con quien tenía un vínculo amoroso muy lindo. Él le decía que no quería vivir más, que se le había caído su cartera de clientes, que el país estaba destruido y que estaba cansado. Ella le respondió: “Abuelo, pero qué importa, tú tienes que estar feliz porque tienes una esposa que te dice papi y te hace Toddy”, y eso le dio mucha risa.
Omar, que ha manejado la oficina en el último año, me dijo hace poco que mi papá había eliminado su póliza, porque subió tanto con la inflación, que la prima a pagar era mayor que la suma asegurada. Incluso, muchos clientes perdieron sus pólizas porque no tenían cómo pagar. Como él tenía 83 años, no podía iniciar una nueva con otra compañía. Me explicó que los asesores de seguros no son empleados de las compañías y estas no tienen ninguna obligación contractual con los intermediarios. O sea, pensé, los intermediarios, asesores, o como se llamen los que venden, no tienen beneficios, a menos que compren su propia póliza. Eso explicaba por qué el gran vendedor de seguros, el líder invicto por años, no tenía un seguro para él.
No podía ir a San Felipe porque no teníamos suficiente gasolina. Mi carro estaba dañado. Tenía miedo de contraer el virus y contagiar a mi mamá, quien vive en otra casa; o traerlo a la Colonia Tovar y crear una cadena de contagios en el pueblo. Todo era razonable y lógico. Sin embargo, no he podido quitarme el sentimiento de culpa por no haber ido apenas me avisaron que la “gripecita” de mi papá era covid-19. Fue muy rápido. Desde que supe hasta que murió solo pasaron cuatro días.
Omar encargándose de todo, y yo por aquí sin poder hacer nada.
Nunca entendí por qué le tocó morir solo en un hospital, sin que pudiéramos saber qué pasaba adentro, sin saber si le daban la comida que mi hermano le llevaba a diario, o si le suministraban los medicamentos que necesitaba.
Mi papá era mi seguridad. Tal vez ya estoy mayorcita para sentirme como una niña abandonada, como cuando me quedé sola en la casa porque unos pensaron que yo estaba en un carro y los otros que estaba en el primero. Pero su ausencia es como un elemento que se descompletó dentro de un sistema.
El entierro fue solo con Omar y Fanny. Una escena de película: dos sujetos vestidos de astronauta bajaban la urna al hueco con unas cuerdas de tela, mientras ellos miraban de lejos. Solo el pobre enterrador echaba la tierra sin protección.
Pude ver ese momento porque a Omar se le ocurrió sacar el teléfono y grabar con disimulo. Me mostró el video en diciembre de 2020, cuando finalmente pude ir a San Felipe. Me dijo que nadie lo había visto, que ni él mismo lo había vuelto a ver.
En mi visita a San Felipe fui a donde Ana, quien me recibió entre lágrimas. No me atreví a entrar a la oficina donde trabajaba mi papá. Recorrí la casa con extrañeza. ¿Dónde está? ¿Qué es eso de que alguien que está de pronto no está? Te preguntas por la existencia, por Dios, por las almas, por el efecto del Rosario, por el vínculo que sigue estando, pero sin una presencia física.
A los días de estar en San Felipe soñé con él. Soñé que estaba en la cocina de su casa, que era nuestra antigua casa antes de que se separara de mi mamá, es decir, donde vivíamos de niños. De pronto, entró a la cocina por la puerta que conecta con el lavandero, cuya iluminación es muy fresca porque, a su vez, el lavandero da al patio de la casa. Tenía una camisa azul clara, limpia, y se veía como si tuviera unos 10 años menos. No estaba tan flaco como en sus últimos años. Apenas nos vimos nos abrazamos con emoción y le pregunté cómo estaba.
“Estoy bien”, escuché con claridad.
Luego se sentó en la mesa de la cocina, una que había hace unos 20 años, no la actual.
Y entonces desperté.
Cuando mi papá me llamaba por teléfono, siempre me echaba algún cuento que nunca había escuchado. Desde pequeños nos contaba historias de Cumarebo, su pueblo en el estado Falcón, que era una especie de Macondo. Su forma de recrear cualquier relato provoca sentarse por horas a escucharlo y tirarse al piso a reírse. A veces, sin fijarme, hablo de él en presente, como si en cualquier momento va a volver a contarme cómo era que Goyo Rodríguez se hacía invisible; cómo fue lo del primer cine de Cumarebito o el cuento de cuando Antolinón se encontró con un tigre. Esas historias las guardamos mis hermanos y yo como un tesoro. Y también las saben nuestros hijos, quienes eventualmente preguntan “¿Cómo era el cuento de tío Hilario cuando arrancó la puerta?”, o “¿Pero eso de los seretones es verdad?”, a lo que nosotros siempre respondemos: “¡Claro que es verdad!”.
De niña me decía que era “la luz de sus ojos”, “la niña más bonita del mundo”, y yo lo creía. Esto que escribo no tiene final. No quiero terminar para no cerrar. Podría escribir miles de historias suyas, y de las que me contaba, las que soñaba, las de las fotos, las de su alegría, también nuestras peleas. Una vez dejamos de hablarnos como por un año. Mi relación con él siempre fue infantil, nunca superé el “me quiere, no me quiere” de la niñez. Sentirme querida, abandonada, querida, abandonada. Así me siento. No cierro, él no se ha ido. Aún.