Joelnix Boada tiene 19 años y nació con una malformación congénita que marcó su infancia con burlas y preguntas incómodas. Decidida a recapitular su vida y poner en orden recuerdos dolorosos, pero también felices, escribió esta historia con la cual ofrecemos una muestra de lo que hemos denominado autorrealización a través de la escritura.
Fotografías: Alejandro Pérez
—¡Mamá, mamá!, en el colegio me echan broma.
—Bueno, hija, defiéndete, no te quedes callada.
Mi madre siempre me decía que me defendiera, que no me quedara callada, pero claro, al día siguiente conversaba con la maestra y le formaba un rollo. Recuerdo que hasta hablaba con los niños que se burlaban de mí y los regañaba.
Pero aunque ella me dijera, una y otra vez, que me defendiera cuando se burlaran de mí, yo solo escuchaba, me daba la media vuelta y comenzaba a llorar… Hasta que, mucho tiempo después, empecé a decirme que tenía que ser fuerte, que tenía que dejar de llorar, y ahí fue cuando comencé mi autodefensa. Cada vez que me decían palabras feas o apodos acerca de mi nariz y mis dientes, yo les respondía: “Mírate en el espejo y luego hablamos”… Hasta el sol de hoy esa es mi frase favorita.
Así fueron mis primeros años en la escuela… Todavía pienso que los niños son demasiado crueles…
Cuando era niña, en el colegio y en la calle siempre me preguntaban: “¿Qué te pasó en la nariz?”. Yo les respondía: “Nací con labio leporino”. Las personas no entendían y comenzaban a hacer más preguntas y yo me sentía incómoda. Así que después, cada vez que me preguntaban, les contestaba: “Me caí de pequeña”, y me iba para evitar más preguntas. Otras veces solo me iba sin responder.
Ya de grande, he investigado mucho sobre el tema y lo puedo explicar mejor.
El labio leporino es una malformación congénita que trata de una fisura, hendidura o separación en el labio superior, que se produce por un crecimiento desproporcionado de los dos lados del labio dentro de los tres primeros meses de gestación, y es uno de los más frecuentes defectos de nacimiento. Suele venir acompañado del paladar hendido. Por fortuna, en mi caso solo se trató de labio leporino y de una pequeña fisura, ya cerrada, en la encía.
A lo largo de mi vida me pregunté el porqué de mi condición. Mi mamá muchas veces me dijo que era porque a lo mejor se llevó un susto cuando estaba embarazada de mí, hasta que hace algunos años me enteré de que un familiar lejano, que ya murió, tenía lo mismo que yo. Ahora sé que es por un agente hereditario, y que en mi descendencia puede nacer alguien con el mismo defecto. Aunque manejo otra hipótesis: y es que nací en el estado con más casos de labio leporino en todo el país, debido a la alta contaminación.
Mi primera operación, que consistió en cerrar la fisura en el labio con la que nací, fue a los diez meses de edad. Lógicamente no recuerdo nada y ni siquiera tengo fotos para verme cómo era antes de la intervención quirúrgica. Mi mamá nunca quiso tomarme una foto con la fisura sin cerrar, cosa que hasta el día de hoy aún le reclamo.
De ese momento lo único que tengo para recordar es un pequeño agradecimiento que mis padres escribieron. Está impreso en una cartulina blanca con letras en negrillas y de fondo tiene la Vara de Esculapio en color azul marino. Lo conservo en un portarretratos plateado y está guindado en una de las paredes de mi cuarto.
El reconocimiento tiene las siguientes palabras:
Familia Boada otorga el presente agradecimiento a:
LAS ENFERMERAS
Por haber sido pilar fundamental de una noble obra (operación), en la cual me devolvieron una felicidad muy grande, lo que por causa desconocida la naturaleza me negó.
Eternamente agradecida:
JOELNIX BOADA
Ciudad Guayana, mayo de 1998
La frase “me devolvieron una felicidad muy grande, lo que por causa desconocida la naturaleza me negó” me ha causado gran ruido desde pequeña, y en diversas ocasiones varias preguntas han rondado mi cabeza: ¿Lo que la naturaleza me negó? ¿La naturaleza niega? Y si es cierto que niega, ¿qué me habrá negado? ¿Un pedazo de piel que nunca se desarrolló? ¿Cartílagos debajo de la nariz? ¿Un diente?
Definitivamente nunca entenderé estas palabras, aunque lo que sí reconozco y acepto es el bonito gesto que tuvieron mis padres al entregarle varios reconocimientos como este al personal que se encargó de la primera de las 11 operaciones que me han hecho a lo largo de mi corta vida.
Para la mayoría de los niños ir al odontólogo es sinónimo de dolor, gritos, nalgadas de las madres y severos traumas, pero desde mi infancia no hay nada que me alegre más que ir al consultorio de mi maxilofacial y de mi odontólogo. Visitarlos me produce una emoción indescriptible que solo sería superada si alguna vez visitara Disney World. Mis dos doctores son mis cómplices, mis amigos y unas de las personas que más admiro.
Conozco a mi maxilofacial desde que tengo cuatro años y siempre recuerdo esas tardes en las que mi mamá me ponía grandes vestidos estampados, mis botas ortopédicas y enormes lazos en mi cabeza. Nos sentábamos en la sala de mi casa a esperar a que mi papá llegara del trabajo y, cuando lo hacía, subíamos al carro. Camino a la clínica, siempre me sentía ansiosa e imaginaba la cara de mi doctor y todos los juguetes y muñecos que tenía en su consultorio.
Con frecuencia había muchos niños llorando, y sus madres los consolaban. Yo siempre estaba jugando en el piso y cuando me sacaban dientes o me hacían algunas incisiones en la encía, no lloraba, solo me alegraba porque sabía que mis padres, después de la consulta, me llevarían a comer helados al McDonald’s que estaba enfrente de la clínica.
Al odontólogo, Camilo, lo conozco desde que tengo 12 años. Trabaja conjuntamente con mi maxilofacial. Visitarlo es demasiado relajante y, cada vez que salgo de su consulta, se me sube la autoestima porque, cuando sonrío y me miro en el espejo, recuerdo cómo eran de desastrosos mis dientes.
Un día llegué al consultorio de mi maxilofacial y noté que una señora se sorprendió al verme. No le presté atención, me senté, saqué un libro de mi bolso y comencé a leerlo. Sentía que me miraban y sabía que era la señora. Cuando volteé a verla, ella se sorprendió y miró a otro lado, tratando de ocultar unas lágrimas que bajaban por su rostro. Comencé a sentirme nerviosa cuando de repente escuché un llanto de bebé, y del consultorio salió un señor que llevaba uno en brazos, envuelto en una manta rosada.
Era una niña. El señor caminó por la sala de espera intentando tranquilizarla. Cuando la bebé terminó de llorar, la llevó hasta donde estaba la señora y la puso en sus brazos. La señora, que seguía llorando, la desarropó y comenzó a amamantarla. Me fijé en el rostro de la pequeña. Una rara sensación me cubrió y también sentí ganas de llorar. La mamá de la niña lo notó y, entre lágrimas, me dijo:
—Ella se llama Valentina. Ojalá que cuando sea grande quede tan bonita como tú.
Al escuchar esas palabras comencé a llorar, me levanté de la silla y la abracé. Nunca había sentido algo así.
—Valentina es hermosa así como es —le dije.
—Ay, hija, ver a mi niña así es horrible.
—Tranquila, señora, el primer paso, y es el más importante, ya lo dieron. Williams es un excelente maxilofacial.
Una vez que la señora se calmó, me comenzó a preguntar sobre mis operaciones y acerca de cómo mis padres las habían asumido. Me dijo que Valentina era su primera hija y que ya no quería tener más hijos por miedo. Hablar con ella, tranquilizarla y decirle que todo iba a estar bien, fue algo mágico. Ese momento lo conservo muy bien en mi memoria.
Mi infancia fue una seguidilla de operaciones, una tras otra. Cuando mi doctor decía que pronto tendrían que operarme, me alegraba muchísimo, disfrutaba todo el proceso preoperatorio y contaba las horas para que llegara el día de la operación. Sabía que vendrían muchos días de helados, cariños, reposo y atención… Y todavía es así. Nunca dejaré de alegrarme por la noticia de una operación porque, cada vez que me operan y veo los resultados, me siento muchísimo mejor.
Cuando nací, me faltó una cantidad de cartílagos que suelen tener los demás debajo de la nariz. Me han hecho seis injertos óseos. En mis encías tengo huesos en polvo, huesos míos injertados, tornillos y mallas, todo para llenar el espacio vacío. Prácticamente soy un robot.
También tuve, por 14 años, la nariz sumamente inclinada hacia la izquierda debido a una desviación del tabique que me hacía difícil respirar. Por eso fui objeto de muchas burlas en la escuela. Cuando cumplí 15 años de edad me realizaron una rinoplastia, la operación más larga y traumática de todas las que me han hecho: duró siete horas y participaron tres doctores: un cirujano plástico, un otorrinolaringólogo y mi maxilofacial. La recuperación fue muy lenta. Estuve un mes de reposo absoluto. Recuerdo que, recién operada, pasé cinco días con las fosas nasales tapadas. Fueron los cinco peores días que he vivido. El dolor era inaguantable y no podía dormir.
Mi dentadura era desastrosa, producto también de la malformación, y he pasado por muchos tratamientos de ortodoncia. Hubo un diente que nunca se desarrolló y pasé años usando una prótesis dental como las que usan los ancianos. Sentía mucha vergüenza. A veces no me gustaba hablar e incluso evitaba reírme. En estos momentos estoy en el proceso de un implante dental; desde que me lo colocaron sonrío muchísimo más, soy más extrovertida, hablo más y me siento con mucha confianza.
Por mucho tiempo le reclamé a Dios por haber nacido así, hasta el día que comprendí que soy diferente y que si Dios me envió al mundo así fue por algún propósito.
Desde pequeña supe que la odontología era mi pasión y mi gran sueño era estudiar esa carrera. Cuando me gradué de bachiller, me inscribí en un curso de asistente odontológico en el que aprendí mucho. Hasta trabajé en un consultorio. Poco tiempo después cerraron la carrera en la universidad donde la quería estudiar, así que me decidí por comunicación social, que también me apasiona.
Quiero crear una fundación que financie las operaciones de labio leporino a niños de pocos recursos, porque no todos corren con la suerte de tener padres que puedan pagarlas, como sí fue mi caso. Sueño también con ser, algún día, defensora de los niños desprotegidos, maltratados, abandonados, con enfermedades graves y malformaciones congénitas, ante la ONU, la Unicef o cualquier organismo reconocido mundialmente.
Y mientras tanto, sonrío.
Sonreír es mi forma de agradecer a la vida mi fortuna.