Al volver de la multitudinaria concentración opositora del 23 de enero de 2019, Roberth Cabello y sus amigos se sumaron a una protesta en contra de Nicolás Maduro cerca de sus casas, en Catia, al oeste de Caracas. Pero tal y como les habían advertido que harían con cualquier manifestación en esa zona, esta fue reprimida con disparos de las FAES y de civiles armados. Y Roberth, de 33 años, quedó en la línea de fuego.
Fotografías: Rodolfo Churión / Portada: Kennyjo
Varios niños juegan en la entrada de la Funeraria Vallés de La Florida. Son las 4:30 de la tarde del viernes 25 de enero y corretean entre una fila de sillas de metal. Los asientos están ocupados por mujeres que cuchichean. Hace calor. A pocos pasos, dentro de la capilla Gótica, se celebra una misa. En el medio de la sala, reposa una urna. El sacerdote, que viste una túnica morada, había improvisado un altar: sobre una mesa de madera cubierta por un mantel blanco, arden dos cirios del mismo color. Detrás, una corona de rosas.
Un joven con una guitarra interpreta un tema para Roberth Jesús Cabello Orta, quien murió el 24 de enero de 2019 a las 4:00 de la madrugada en el Centro Hospitalario Dr. Ricardo Baquero González, conocido como el Hospital Periférico de Catia. Sufrió un shock hipovolémico, provocado por una “herida por arma de fuego de proyectil único al cuello”, según el certificado de defunción N° 901010871.
Señor, con tu mirada, me has hablado al corazón y me has querido. Es imposible conocerte y no amarte. Es imposible amarte y no seguirte. ¡Me has seducido señor!, canta el chico y la mayoría de los presentes que están allí, velando a Roberth, no saben a dónde mirar. Parecen ausentes, como si también estuvieran muertos.
Pero una señora luce más despierta. Come una empanada y bebe un jugo de naranja. Da la impresión de que interroga con su mirada —de ojos marrones claros rodeados por un levísimo círculo azul— a quienes entran a la capilla, se abrazan, lloran, corean la canción religiosa, se toman de las manos, rezan el Padre Nuestro y buscan una explicación a lo ocurrido.
Dicen que a Roberth, el muchacho amable, sencillo, que había sido monaguillo entre los 8 y los 13 años de edad, lo mataron las Fuerzas Armadas Especiales (FAES), de la Policía Nacional Bolivariana, cuando salió a protestar, como harían con otras 34 personas entre el 21 y el 28 de enero, según documentaron las organizaciones Provea, Observatorio Venezolano de Conflictividad Social y Foro Penal.
La señora no debe tener más de 1 metro y 20 de estatura. Menuda, con el cabello liso, negro y con un marco de canas alrededor, nació en El Tigre, estado Anzoátegui. Tiene 69 años. Está en una silla con la espalda encorvada y ve a la gente pasar. Algunos la saludan, otros se secan las lágrimas antes de acercársele. Una mujer que está a su lado les advierte, como quien subraya una complicidad, que la señora, Romelia Margarita Orta, solo estaba allí “para escuchar la misa de un vecino”.
El joven a quien estaban velando, en verdad, era su único hijo varón. Le quedarán cuatro hembras. Pero ella no comprende a cabalidad lo que está sucediendo porque desde hace siete años vive en las indescifrables arenas movedizas del alzheimer.
Lo que estaba sucediendo, de cierta forma, ya había sucedido. Entre el 21 y el 28 de enero muchos habitantes de zonas populares, en 10 estados del país que algún día fueron bastiones del chavismo, salieron a protestar contra el régimen de Nicolás Maduro. El 23 de enero, fecha simbólica porque se conmemoraban 61 años del derrocamiento del dictador Marcos Pérez Jiménez y el advenimiento a la democracia, una gran multitud salió a las calles de Caracas y allí, Juan Guaidó, líder de la Asamblea Nacional, juró como presidente encargado de la República. Ese día apresaron a muchos: fueron 696 detenciones ilegales. Y luego serían más: para el martes 29 de enero ya eran 850. De esos, 100 mujeres y 77 adolescentes entre 12 y 17 años.
La historia de Roberth, sin embargo, es distinta. Él salió a marchar ese 23 de enero, pero no lo detuvieron, sino que lo mataron. Vivía con su mamá en una casa de vecindad de la calle El Carmen, en Catia, al oeste de Caracas. Bachiller, con dos años de estudios en contaduría, trabajaba en una ferretería en Chacao. Después de haber sido monaguillo en la parroquia que está al frente de su casa, la San José Obrero, participaba en los grupos juveniles de la iglesia.
El 23 de enero estuvo toda la tarde con amigos de su barrio en Altamira, epicentro de las manifestaciones antigubernamentales. Para regresar a casa, caminaron hasta Chacaíto, porque habían cerrado varias estaciones del Metro. Allí se subieron al tren y se bajaron en Agua Salud, aunque ya les habían advertido que las FAES y los grupos paramilitares que apoyan al régimen bajo el nombre de colectivos, tenían una alcabala en la Avenida Sucre, adyacente a la salida de la estación.
Roberth los vio de lejos. Estaban vestidos de negro y él pensó que no era sensato pasarles por el frente. Venían de la concentración opositora y le pareció que sería una provocación innecesaria. Sobre todo, porque había mucha tensión en la calle.
Entonces, él y sus amigos, precavidos, le dieron la vuelta al barrio y llegaron a sus casas, finalmente, a eso de las 7:30 pm. Roberth les dijo a los otros que tomaría una ducha y le daría de comer a su mamá. Solía compartirse esa tarea con sus hermanas.
El día parecía haberse acabado.
Pero todavía quedaban unas horas.
Entrada la noche, algunos jóvenes de la comunidad comenzaron a reunirse para protestar en la subida de Gato Negro. A Roberth el punto le quedaba cerca, a dos cuadras de su casa. Pero él y sus amigos dudaban si volver al asfalto, porque el día anterior habían salido a manifestar, lanzando botellas al aire, y funcionarios policiales les respondieron con cinco bombas lacrimógenas. Esta vez les habían advertido que las FAES y los colectivos reprimirían cualquier manifestación allí. Aun así, lo discutieron y finalmente decidieron ir.
Faltando unos 15 minutos para las 12:00, los muchachos subieron por la calle El Carmen, pasaron frente a la iglesia, también frente al liceo Luis Ezpelosín y cruzaron hacia la izquierda, buscando la Avenida Sucre, donde estaban quienes protestaban. No eran más de 30. Y al instante empezaron a disparar.
Plin, plin, plin… Las detonaciones chocaban con las paredes, los postes y las rejas. Los hombres de negro, como los recuerdan en el barrio sin lograr precisar si eran del grupo FAES o paramilitares, disparaban en línea recta. Algunos manifestantes corrieron hacia arriba y luego escaparon por un callejoncito de largas escaleras llamado Mar de Plata. Otros cruzaron más adelante en la calle San Benito. Pero Roberth —piensan sus hermanas que por su inexperiencia en protestas de este tipo—, cruzó desde el extremo izquierdo de la calle al lado derecho. Ese fue su error. Una bala lo alcanzó en el cuello. Entonces cayó y se escuchó un “¡Ay!”.
Es martes 29 de enero y la sangre seca está sobre la acera. Es solo una mancha irregular. Niños, mujeres, ancianos, estudiantes, delincuentes, perros, gatos, todos caminan sobre ella, sin saber que esa mancha enluta a una familia, a una comunidad, e inevitablemente a un país.
Roberth, desangrándose, llegó a la casa de una familia amiga y desde allí los amigos corrieron hasta su casa para pedir apoyo. Un vecino, junto a su esposa y su hijo, lo llevó en su camioneta cherokee roja hasta el Periférico de Catia.
—Me dieron en el brazo izquierdo —se quejaba.
La mujer, que iba en el puesto de copiloto, lloraba. Decía que jamás imaginó que tendría que limpiarle la sangre a él, a quien le había cambiado los pañales. Cuando llegaron al hospital, Roberth todavía hablaba, pero la doctora que los recibió les informó que el disparo no había dado en el brazo, sino que entró por el cuello y que él estaba muy grave. Luego se supo que el proyectil había salido por la espalda.
El cuerpo lo entregaron a las 2:00 de la tarde y luego los familiares —las cuatro hermanas, porque el papá murió hace menos de un año—, se encargaron del velorio y el entierro. En la morgue les insistieron en que Roberth “murió por guarimbero”, y que así lo harían constar en el expediente. Pero era tanto su dolor que prefirieron callar. Una vez más, callar. Aunque estaban tristes, iracundas, sorprendidas. Dispusieron de una cuenta bancaria para poder recibir aportes y costear los gastos. Varios amigos de la infancia, que ahora están fuera del país, ayudaron.
Los vecinos no pasan por alto este desenlace de la primera gran expresión de rechazo de esta comunidad a la revolución en sus 20 años. Muchos de los que están sentados en el velorio de Roberth fueron seguidores de Hugo Chávez pero, dijeron, se les vino el mundo encima con el hambre y la escasez. Están cansados de no tener para comer.
Durante nueve días seguidos se ha estado escuchando un coro de Aves Marías y Padres Nuestros en la calle El Carmen. Es un susurro de voces que vibran dulcemente a eso de las 8:00 de la noche. Son las mujeres reunidas en el pequeño espacio donde vivía Roberth, rezando el rosario por el descanso eterno de su alma. Hicieron un altar y allí está su foto, sonriente. También hay un velón blanco y unos vasitos. Y una solitaria porción de quesillo. Es que, dicen, Roberth era muy dulcero. El Divino Niño sonríe.
La madre, Romelia, sigue con sus ojos abiertos, perdidos. A veces llora. Despide a la gente sin ni siquiera saber quiénes son. Cuentan que durante el entierro tuvo solo un momento de lucidez. Cuando fueron a cerrar la tapa de la urna. Dicen que dijo: “Dios mío, ¿por qué me haces esto, si yo no soy una mala mujer?”. Y maldijo.