En 2018, Arnaldo Bello salió de Venezuela a buscar su lugar en el mundo. Llegó a Chile con 20 dólares en el bolsillo. Vendió su cadena de bautizo para poder comer los días siguientes. Consiguió trabajo y cierta estabilidad económica, pero, casi tres años después, vinieron meses de incertidumbre y asfixia que hicieron que añorara volver a su país, con su gente.
Fotografías: Álbum Familiar
Luego de casi tres años viviendo en Chile, donde debió sortear muchas dificultades, Arnaldo terminó por sentir que no encajaba allá, por lo que tenía la necesidad de volver a su país. Después de lograrlo, quiso expresar en su cuenta de Twitter esa grata sensación de estar entre los suyos: “Hoy tengo tres semanas exactas desde que llegué a Venezuela y soy una persona muy feliz. Ya no sufro esa agonía de que me estaba muriendo internamente en ese lugar frío que me hacía sentir infeliz. No cambio la paz que me da estar acá (…). No dejo de agradecer lo bien que se portó ese país conmigo, solo que no era mi lugar (…)”, escribió el 20 de agosto de 2021.
Algunos usuarios le enviaron mensajes de bienvenida. Otros, no tanto:
“¿Si sentías tanto frío y tanta agonía donde estabas, por qué no te quedaste en Venezuela? Piénsalo para la próxima”.
“Espera a que se te acaben los dólares que trajiste, que vas a salir por las trochas huyendo”.
“Los venecos siempre queriendo dar lástima”.
“¿Quién puede ser feliz sin luz, agua, gas, Internet, cable, gasolina…?”
“Fracasado”.
Su cuenta se convirtió en un tribunal virtual en el que todo el mundo parecía ser juez de su vida. Arnaldo, al principio, respondió los mensajes más duros; pero después prefirió tomar distancia, porque no importaba lo que la gente dijera: nadie conocía su historia; y nada ni nadie iba a arrebatarle esa paz que, después de tantas cosas vividas, después de tanta turbulencia, él sentía.
Oriundo de Guanare, estado Portuguesa, Arnaldo llegó a Chile en noviembre de 2018. Entonces tenía 24 años, 20 dólares en el bolsillo y la cadena de oro de su bautizo. La vendió por 200 dólares, para poder comer —pan con queso— los siguientes días. Acababa de pasar tres semanas en Uruguay, a donde él había decidido migrar, pero de donde había tenido que salir muy pronto.
Aunque es licenciado en ciencias políticas, desde que era estudiante se dedica al marketing digital y al diseño gráfico. Durante sus años en la Universidad Central de Venezuela (UCV) trabajó por su cuenta. Ahorraba en criptomonedas, y eso le daba cierta holgura económica. Pero en 2017, cuando arreció la crisis económica venezolana, disminuyeron sus clientes. Vivía en una residencia estudiantil y hubo días en los que solo llegó a consumir galletas de soda y agua.
Perfeccionó sus conocimientos en edición para poder captar más clientes, y en 2018 consiguió algunos. Fue el encargado de concebir la identidad gráfica de unos filtros para purificar agua y atraer inversionistas a esa empresa.
Aunque no le iba mal, comenzó a darle vueltas a la idea de migrar. Pensaba que en otros horizontes su vida podía ser más próspera, que podía crecer como profesional. Quería vivir en otro país, conocer otras culturas, poner a prueba sus capacidades y talentos, aprender a tener mayor seguridad en sí mismo. Andreas, su jefe, lo ayudó: les habló a sus amigos de Arnaldo y, de forma anónima, le depositaron dinero en su billetera de criptomonedas. Así pagó los gastos de la graduación en ciencias políticas en la UCV, y comenzó a planificar su viaje.
Uruguay parecía la mejor opción porque era de los países que tenía menor flujo de migrantes venezolanos, y creyó que los trámites de sus papeles serían sencillos. Se sumó a un grupo en Facebook de venezolanos en ese país. Una chica de Guanare preguntó si alguien viajaría en los próximos días desde Caracas, porque necesitaba que le llevaran a Montevideo unas extensiones de cabello que había comprado en Maracay, y Arnaldo le dijo que él podía hacerle el favor.
Antes de su viaje, llegó a su casa el paquete con las extensiones.
Dos días antes de abordar su vuelo, la uruguaya a la que transfirió 100 dólares como adelanto por el hospedaje, lo bloqueó de WhatsApp y desapareció por completo.
En medio de la incertidumbre, Arnaldo tuiteó que viajaría a Uruguay y que buscaba opciones de residencia: una amiga le respondió que su prima vivía allá y que podía llegar a su casa temporalmente.
Aterrizó en Montevideo el viernes 8 de noviembre de 2018.
La prima de la amiga fue muy amable, incluso unos días más tarde lo ayudó a conseguir una habitación compartida que alquilaba un chico. Arnaldo pagó 900 dólares por tres meses, e hizo mercado para mes y medio.
A la semana siguiente, Arnaldo le envió su ubicación a la muchacha de las extensiones de cabello. Primero quedaron en que el novio de la chica buscaría el paquete en su moto, pero luego acordaron verse en el casco central de Montevideo. Ella le llevó un par de cachitos y un jugo pasteurizado. Fue un gesto que Arnaldo agradeció. Allí, mientras comían, conversaron unos 20 minutos: él le contó del viaje, de la nueva vida que estaba comenzando en ese país. Ella lo escuchó con atención y se mostró contenta por haber recibido el paquete.
Al rato, se despidieron.
Cuatro horas más tarde Arnaldo recibió un mensaje de WhatsApp de la joven: lo acusaba de haberla estafado y le exigía un pago. Decía que le había cambiado su pedido; que lo que recibió no era lo que había comprado. Arnaldo no entendía nada. La situación era demasiado extraña; él solo había querido hacer un favor. Unos minutos más tarde, el novio de la chica lo llamó: le dijo que sabía dónde vivía su familia en Venezuela, y que, si quería vivir tranquilo en Uruguay, le tenía que dar 200 dólares. Le advirtió que lo llamaría en dos horas.
Arnaldo colgó enseguida y, temblando, bloqueó el número. Con la voz entrecortada, llamó a su mamá y le contó lo que acababa de ocurrir. Aterrado, evaluó cuáles eran sus posibilidades. No podía seguir en Uruguay porque tenía miedo. Y no quería regresar a Venezuela. Por la amenaza de aquel hombre, se mudó a un hostal. Desde ahí le escribió a Matías, un amigo chileno que había conocido en 2018, y fue hablando con él que resolvió irse a Chile.
Tras pasar algunas semanas en casa de una tía paterna en Santiago, Arnaldo buscó opciones para vivir. Aún sin ingresos, se mudó a la casa de los papás de Matías, quienes tenían habitaciones en alquiler para estudiantes extranjeros. Lo recibieron y le ofrecieron flexibilidad con los pagos. Con ellos pasó su primera navidad fuera de Venezuela.
Más tarde, Arnaldo intentó trabajar como repartidor con una bicicleta que le prestó su amigo. Pero tenía muchos años sin manejar y el susto que pasó cuando casi lo atropella un autobús lo hizo desistir. Fue a finales de marzo de 2019 que consiguió un empleo en una cafetería y comenzó a pagar la deuda del alquiler que superaba ya los 1 mil dólares. El dinero no le alcanzaba y estaba un poco desesperado.
Escribió en su cuenta en Twitter que buscaba empleo.
Una amiga de la universidad que vivía en Argentina le dijo que ella y su jefa estaban por viajar a Chile para abrir una sucursal de una empresa dedicada a revender entradas de conciertos. Lo entrevistaron, quedó en el puesto, y viajó a Buenos Aires a recibir entrenamiento para ser el encargado y representante legal de la sede chilena.
Los primeros tres meses destinó lo que ganaba a abonar la deuda del alquiler. Luego le fueron aumentando el sueldo y pudo alquilar un pequeño apartamento para él solo. Ese trabajo, además, le permitió asistir a conciertos de Iron Maiden, Chayanne, Bad Bunny, J. Balvin, The Backstreet Boys y hasta al Festival Viña del Mar, donde disfrutó mucho ver las presentaciones de Ana Gabriel y Pimpinela.
Su vida transcurría con una banda sonora de fondo. Y para él era un indicio de que iba por buen camino.
A finales de 2019, en Chile hubo multitudinarias protestas de gente que exigía reformas sociales. Esas manifestaciones dejaron 19 muertos. Comenzaban a calmarse las aguas, en marzo de 2020, cuando llegó la pandemia de covid-19. Los artistas comenzaron a reprogramar o a cancelar sus presentaciones, por lo que las ventas cayeron.
En mayo, a Arnaldo le redujeron 30 por ciento del sueldo. Aunque su contrato era hasta noviembre, le advirtieron que en septiembre prescindirían de sus servicios.
Desempleado, en medio de una emergencia sanitaria mundial y lejos de casa, se sentía dando tumbos. Aplicó a un subsidio que ofrecía el gobierno debido a la pandemia y se lo aprobaron. Eso lo alivió un poco, pero las dificultades para conseguir empleo y pagar el alquiler comenzaban a desesperarlo.
Encerrado en el apartamento, esa misma voz interna que un tiempo atrás le había susurrado que había algo más allá que debía explorar, ahora le decía que era el momento de regresar a casa. Arnaldo solo pensaba en Venezuela. Aunque volvió a trabajar por su cuenta con una amiga que conoció en la universidad y que vivía en México, nada lo animaba.
Se sentía asfixiado en ese apartamento de 20 metros cuadrados. La soledad, la nostalgia y la incertidumbre lo envolvían. A todo esto se le sumó el miedo de contagiarse de covid-19 y no ver más a su mamá ni a su hermana ni conocer a su sobrino Federico.
¿Cómo la vida podía ser tan frágil?, se preguntaba.
Dejó de comer por días. No tenía ganas de levantarse de la cama ni le provocaba subir la única persiana del apartamento para que entrara la luz natural. Perdió la noción del tiempo. Lloraba por horas, sin razón aparente. Y pensó en acabar con su dolor de forma drástica.
Un día, movido por un repentino impulso, se dijo que tenía que mejorar. Limpió el apartamento y sacó 37 bolsas grandes de basura. Sí, 37. Las contó. Sintió que eran una muestra del agujero en el que había caído. Se propuso hacer ejercicio. Aunque el arriendo y el trabajo ya no le preocupaban, se sentía ajeno. Era como si, en pleno invierno chileno, un fuego lo quemara por dentro. Le contó a su socia en México lo que le estaba pasando, y ella le aconsejó que buscara ayuda psicológica.
En junio de 2021, a Arnaldo le diagnosticaron depresión.
Su amiga le propuso que se fuera a México, y siguieran trabajando desde allá. Pero él solo quería sentir la seguridad de estar con los suyos. Con las restricciones aéreas a causa de la pandemia, su ansiedad se intensificó. De pronto anunciaron que quienes estaban vacunados contra la covid-19 podían salir de Chile. Como ya había recibido sus dos dosis, compró el boleto de vuelta. Estuvo viajando durante dos días en un vuelo de varias escalas, hasta que llegó al Aeropuerto Internacional Simón Bolívar de Maiquetía.
Cuando se bajó del avión sintió que el pecho se le llenaba de un aire que llevaba tiempo queriendo respirar. Fue como si desde ese momento ya hubiese comenzado a tener la paz que había estado necesitando.
En Venezuela, Arnaldo visitó a su hermana, conoció a su sobrino que nació en su ausencia, y se reencontró con su mamá. Los abrazó fuerte, y sintió que atrás quedaba el miedo de no volverlos a ver.
Fue entonces que, sintiéndose seguro, tranquilo, entró a Twitter y compartió la alegría de sentirse entre los suyos. Y vino esa avalancha en la que unos le dieron la bienvenida y otros increparon su decisión de regresar.
Pero después de todo, cuando alza la mirada y ve el azul del cielo caraqueño, siente que eso es lo que estaba necesitando. A pesar de las fallas en los servicios públicos, de una compleja economía que todavía no termina de entender, piensa que este es su lugar.
Aunque quiere viajar a México para resolver algunos pendientes de trabajo, Caracas es, y seguirá siendo, su centro de operaciones. Ansía volver a la playa. Lleva siete años sin ir. También quiere producir una serie de podcast en los que contará sobre su regreso. Porque insiste en que dar dos pasos atrás, para él, no significa más que un nuevo comienzo.