Detrás de la retahíla política que intenta adoctrinar —reflexiona en este artículo de opinión el psicólogo y escritor Manuel Llorens— hay un país lleno de historias de valientes anónimos. Una ciudadanía, que, dice, servirá para fundar una mejor sociedad.
Tanto ruido, tanta estridencia, nos ha oscurecido algunos registros esenciales. Probablemente todos los que tenemos edad suficiente recordamos aquel 6 de diciembre de 2002, cuando un desquiciado le disparó a una masa inocente de personas que protestaban en la Plaza Altamira, en uno de los primeros momentos de horror que viviríamos en los años siguientes. Algunos recordarán el nombre del pistolero. Pocos, en cambio, recuerdan al hombre que llegó por detrás y lo inmovilizó, permitiendo que un grupo le cayera encima para evitar que siguiera disparando. Nunca supe su nombre. O pasó inadvertido en medio del horror o prefirió no ser identificado para no exponerse. Un hombre anónimo salvó unas cuantas vidas.
Persiste en mi memoria. Un valiente que hizo un gesto heroico que pasó desapercibido.
En mi trabajo en comunidades que viven violencia crónica me han contado multitud de historias parecidas. Por ejemplo, un director de una escuela en Los Valles del Tuy recibió el pitazo de que al hermanito de un joven involucrado en un ajuste de cuentas lo estaban esperando los miembros de una banda rival a la salida del colegio para ejecutarlo. El director, que conocía a todos los jóvenes del sector, fue a razonar con ellos sin éxito. Así que decidió salir abrazando al niño, interponiéndose como escudo humano. “Si lo quieren matar a él, me tendrán que matar a mí también”, los retó. Logró llevar al niño hasta unos familiares lejanos, salvándole la vida. Les pidió que se fueran de la zona.
Esa misma tarde puso la renuncia. Su trabajo diario había rebosado sus habilidades de docente. Se despidió sin pena ni gloria. Nadie reseñó su gesto.
Tantos disfraces de superhéroes, tantas proclamas, tantas capas, tanto traje de guerra, han encubierto gestos realmente auténticos. Venezuela está llena de esos relatos. Son historias no escritas ensordecidas por la agotadora retahíla de propaganda política que intenta adoctrinar.
Hay detalles inéditos, más allá de los números de las elecciones de julio y lo que representa que, aún después de todas las trabas, la ciudadanía se haya volcado a votar. La instrucción clara de no abandonar la mesa de votación hasta tener las actas en mano; la transmisión en distintas partes del país de la lectura del acta final que quedó grabada en cientos de videos de teléfonos y, por supuesto, el acopio de hasta el 82 por ciento de las actas de manera pública por las fuerzas de la oposición. Una masiva coordinación de esfuerzos de un proceso que solo es posible con la participación de miles de valientes anónimos que obraron, a pesar de la eterna amenaza de los que creen que gobernar es igual a someter. El golpe que cayó en la frente de Goliat no fue propinado por una piedra, ni enviado por una honda, sino cantado con gestos ciudadanos mucho más sencillos, entusiastas, asertivos y organizados. No fue la fiereza de un mercenario, sino el orden disciplinado de una bandada de aves.
Más aún, al pasar los días fuimos descubriendo que el Fuenteovejuna electoral fue posible gracias, no solo a la enorme organización de María Corina Machado y su equipo, sino a la colaboración de miembros de mesa chavistas que, apegándose a la norma, insistieron y facilitaron la entrega de las actas a los presentes.
Y a los días empezaron a circular los rumores. Algunos soldados del Plan República también distribuyeron las actas, junto a numerosos testigos del oficialismo. Algunos simpatizantes chavistas, aun creyendo en eso que han llamado la “revolución”, optaron por la dignidad.
A los pocos días, La Vida de Nos, que se ha dedicado a registrar las historias pequeñas de una ciudadanía activa, le dieron evidencia a estos relatos. Ciudadanos anónimos, obligatoriamente anónimos porque la violencia estatal lo obliga, contaron a periodistas cómo resistieron las órdenes de arriba de ir contra sus principios, sin importar que estuviesen confrontando a sus propios partidarios políticos. La lealtad a los valores por encima de la lealtad a una identidad.
“El eslabón perdido”, llamaron a una de esas publicaciones.
Allí Karla —nombre inventado, por supuesto—, una vocera de la UBCh egresada de la Misión Ribas, chavista a más no poder, llegó a su límite cuando comenzaron a cambiar las reglas de juego diciendo que no entregarían las actas de la mesa en la que le tocó participar como testigo: “Soy chavista pero no tramposa”, sentenció. La frase es un estandarte, una bocanada de aire, en medio de un clima asfixiante. La posibilidad de un país.
Por eso, quizá, se convirtió en el artículo que más visualizaciones ha tenido la cuenta de X de La Vida de Nos. En 29 horas la habían visto 150 mil 600 personas. Los comentarios a la historia incluyen el alivio de encontrar un rival político que defiende la verdad. La necesidad de un espacio de encuentro entre ciudadanos, no de ideas políticas similares, sino con marcos valorativos dignos, dispuestos a la convivencia dentro del cumplimiento de reglas justas, la posibilidad de rehumanizar al otro.
Un detalle a destacar es que los tres testimonios de ese artículo tienen como protagonistas a mujeres, como lo tiene el momento político actual.
Veamos una arista de este hecho.
El gobierno insiste en imponerse a la fuerza. A estas alturas es transparente que su apelación al poder se sostiene sobre las armas que han estado dispuestas para reprimir a quien sea que les dispute el control del país. Se trata de un gobierno que ya no construirá puentes, ni carreteras. Solo trincheras alrededor de Miraflores.
Advirtiendo que Napoleón, acostumbrado al éxito militar y a imponerse a la fuerza, fue perdiendo de manera creciente su sentido de realidad, Talleyrand le profirió su frase célebre: “Con las bayonetas se pueden hacer muchas cosas, menos sentarse sobre ellas”.
Un poco más sutil, la filósofa Simone Weil analizó la tragedia griega como la reflexión sabia de un pueblo ante los límites de la fuerza. “En el entorno de Aquiles, en el entorno del fuerte, no cabe el pensamiento, se actúa ciegamente, sin detenerse en lo azaroso que es el signo de esa fuerza, sin reparar en su índole esclavizante de su peso, el límite peligroso de su alcance”, resume el editor en la introducción a la edición en español de La gravedad y la gracia. La grandeza de la cultura griega, creadora de la idea de la democracia, está precisamente en identificar los límites trágicos de apelar a la fuerza. Las sociedades que se organizan sobre el principio de la fuerza, advierte Weil, inevitablemente terminan autodestruyéndose.
Ante la lógica autoritaria, sostenida sobre la ética militarista cuyo eje rector es la fuerza, la ciudadanía ha apelado a “cuidar los votos”. La ética del cuidado es como se ha llamado la ética que se desprende de una mirada femenina de la organización social, que ya no busca sostenerse en la imposición a la fuerza, sino en el reconocimiento mutuo de la vulnerabilidad de todos, que invita a llegar a acuerdos, reglas, al estado de derecho, a que podamos resolver los conflictos de intereses con una mirada atenta a las necesidades. Consciencia de precariedad, lo llama Judith Butler, otra filósofa contemporánea.
Encuentro sumamente relevante el llamado de María Corina Machado a los pranes que controlan las cárceles a la que han llevado a los arrestados por protestar, pidiéndoles que “nos cuiden a nuestros niños”. La voz materna que apela no a la confrontación a quien ejerce la violencia delincuencial, sino al recordatorio de que el poder puede servir para cuidar.
La ciudadanía que cuida votos no enfrenta a las tropas militares en las calles, dejando al gobierno en un boxeo de sombras, peleando con fantasmas, acusando de terroristas a personas que levantan actas impresas. Lo nuestro es el imperio de la razón, de las matemáticas, no de las armas.
En su novela histórica sobre la transición española, Anatomía de un instante, Javier Cercas recupera la noción propuesta por el alemán Hans Enzenberger de los héroes de la retirada. Son aquellos capaces de renunciar a los absolutos para construir espacios factibles de cooperación y reconstrucción progresiva, aquellos capaces de dar un paso al costado para permitir que el futuro termine de llegar.
La visión utópica del chavismo fracasó en todos los terrenos que la podamos evaluar, en la promesa de reivindicación y cuidado de los más pobres, en la épica de liderar un movimiento internacional, en las proclamas grandilocuentes de faraónicas construcciones, gaseoductos, trenes, programas sociales, etcétera.
Las medallas militares cuelgan vacías ante tropas que no han luchado en verdaderas guerras, sino en enfrentamientos desiguales con jóvenes estudiantes que alguna vez le lanzaron piedras y ahora solo levantan pancartas. La fuerza queda expuesta como simple y nunca mejor dicho: fuerza bruta.
Con los años le perdí el respeto a los superhéroes, a aquellos que celebran poderes extraordinarios, al bravucón. Me interesan mucho más los sobrevivientes, aquellos que, con recursos limitados consiguen la manera, se inventan un resquicio de mundo a pesar de las adversidades. Aquellos que aspiran a vidas quizá sencillas, pero coherentes. No aquellos desesperados por el protagonismo, pero que están dispuestos a dar un paso al frente cuando las circunstancias lo exigen. Madres, padres, maestras, médicos, artistas, abogados, emprendedoras, comprometidos con cumplir con su vocación. Conozco muchos y muchas. Son el futuro de un horizonte cultural más allá de la sombra de las estatuas de militares.
Por eso, en estas semanas me han sosegado las sabias palabras de la escritora norteamericana Toni Morrison, sobreviviente de violencia racista, profesadas en una entrevista de 2001:
“A veces no sobrevivimos enteros, solo sobrevivimos en parte. Pero la grandeza de la vida es ese intento. No se trata de tener la solución, sino de ser lo más temerario que uno pueda, de comportarse lo más hermosamente que uno pueda bajo circunstancias completamente imposibles. La bondad es mucho más interesante, más compleja, más demandante. La maldad es boba. Puede que sea horrible, pero al mismo tiempo no es convincente. Es predecible, necesita un traje de gala, necesita un titular de prensa, necesita sangre, necesita uñas, necesita todo ese disfraz. Pero su opuesto: sobrevivir, florecer, resistir, es más atractivo. Es un trabajo mucho más fascinante”.
En medio del horror, cuidar los votos, cuidarnos entre nosotros, implica un heroísmo sutil, anónimo y callado, que eventualmente servirá para fundar una sociedad mejor, cuando la lógica de la fuerza autoritaria, tarde o temprano, cumpla su ciclo inexorable.