En 2018, Beisy decidió migrar a Ecuador, no sin antes dejar la tienda familiar en buenas manos. Entonces llamó a María, su hermana, una joven de 24 años que, con susto, recibió el testigo como quien asume una herencia valiosa. Porque ese negocio era más que un simple emprendimiento.
FOTOGRAFÍAS: ÁLBUM FAMILIAR
Una tarde, Beisy le habló a su hermana María para dejarle Màdiwàru. Ese nombre —el de un espíritu que habita la selva y guía a su pueblo hacia la prosperidad— terminaría guiando su vida. Y lo que la llevaría, sin saberlo, a tejer su destino con mostacilla.
Todo empezó con un mensaje de WhatsApp.
—Hola, ¿estás en la casa de mi mamá? Quiero conversar algo contigo —le escribió Beisy.
—Sí, aquí estoy. Te espero —respondió María.
Beisy llegó poco después, como lo había hecho muchas veces, caminando por la calle de cemento de su barrio en Puerto Ayacucho. Llevaba en el rostro una decisión tomada. Frente a una taza de yucuta —esa bebida a base de yuca tan propia del Amazonas venezolano—, soltó la noticia como quien arranca una raíz: le dijo que se iría a Ecuador.
María sintió un nudo en la garganta. Era 2018. La migración ya había golpeado a muchas familias, pero nunca había tocado tan de cerca la suya. Beisy quería que su hermana asumiera Màdiwàru, el emprendimiento familiar de artesanías indígenas que habían levantado con esfuerzo.
—Estarás a cargo ahora —le dijo.
María tragó saliva. A sus 24 años, había ayudado, sí. Sabía cómo atender clientes, cómo explicar el origen de los collares uwottüją, cómo envolver con cuidado las botellas de catara y las bolsas de mañoco. Pero nunca había estado al frente. Y mucho menos en tiempos tan difíciles. Sin embargo, aceptó. No solo el reto económico, sino también el llamado ancestral.

Aunque María Antonia Arana Conde nació en Puerto Ayacucho, sus primeros años transcurrieron en Caño Grulla, una comunidad uwottüją en las orillas del Orinoco a la que solo se puede llegar en embarcaciones. Desde pequeña, se movía entre churuatas de palma y noches de silencio roto por algunos pescadores de la zona, que iban en busca de alimento para su familia por caminos abiertos en la selva. Casi todos los días, con machete en mano, su madre seguía de cerca a su padre rumbo al conuco, donde recolectaban yuca, plátano, ceje, manaca o temare.
Allí aprendió a escuchar a los árboles, a leer los ríos, a entender que la vida se mueve en ciclos. Su abuelo, Francisco Conde, era cacique y chamán. Con sus rezos curaba a los niños de fiebre y a los adultos de dolores. A él acudían todos. A él también escuchó hablar de Màdiwàru, el espíritu que guía en los trabajos colectivos.
Ser uwottüją no era solo un origen, era una forma de estar en el mundo.
El nombre del pueblo indígena significa “Dueños de la Selva y depositarios de los conocimientos colectivos y pensamientos ancestrales”, herederos de la fuente espiritual y administradores de los recursos naturales, por ello son cazadores, agricultores, pescadores y recolectores vivientes de la madre tierra.
Con el tiempo, su familia migró a la Isla del Carmen de Ratón y luego a Puerto Ayacucho buscando educación y mejores oportunidades laborales para sus hijos. María estudió, jugó, soñó. Se matriculó en ecoturismo y más adelante en educación informática. Pero las decisiones de la vida también la cruzaron: cuando cursaba el 3er semestre de la universidad, supo que sería madre.
Lo fue, dos veces: Jeisber y Raúl llegaron para enseñarle otra forma de amor.
Y, entre hijos, estudios y trabajos, también vinieron las pruebas. En 2014, mientras trabajaba con Beisy en la papelería que tenía la familia, fueron víctimas de un asalto. Dos hombres armados entraron, cerraron la tienda y las ataron. Se llevaron todo. Las dejaron también sin confianza, sin el sentido de avance que habían alimentado.
El golpe fue brutal. Sin embargo, no se rindieron.

En 2015, renacieron.
Abrieron Màdiwàru, un espacio en el que vendían productos del pueblo uwottüją, tejidos en mostacilla, mañoco, catara, almidón y helados de frutas. Un emprendimiento cultural en medio de la crisis, una respuesta a la deforestación, al abandono, al extractivismo que devoraba el Amazonas. Màdiwàru fue su forma de resistir sin armas: con arte, con saberes, con identidad.
Ese año, organizaciones indígenas alertaron que la minería en el sur de Venezuela había propiciado un rosario de problemas: la deforestación de grandes extensiones de bosques, el desvío de cauces de ríos como el Atabapo, la contaminación de las aguas a causa del mercurio y otras sustancias tóxicas, la pérdida de biodiversidad, el cambio en los ciclos naturales de los ecosistemas, la degradación de los suelos, el incremento de enfermedades como la malaria y el sarampión. Además, había incrementado la delincuencia, la deserción escolar, el desplazamiento de sus tierras y el abandono de comunidades, la presencia de grupos irregulares armados, conflictos interétnicos… todo lo cual afectan los modos de vida de los pueblos indígenas y la economía propia basada en las actividades tradicionales de subsistencia.
Sí, permanecer allí no era una tarea fácil. Sobre todo porque esos problemas, con el paso del tiempo, no hacían sino agravarse.
Beisy partió en 2018 a Ecuador junto a su esposo y dos hijos. Venezuela atravesaba una de las peores crisis económicas de su historia, caracterizada por una hiperinflación y un aumento de la pobreza. Era por eso que miles —millones— de personas estaban migrando.
María dejó su trabajo de secretaria en la oficina de enlace de la Alcaldía del Municipio Autana y también su carrera universitaria para recibir el testigo de Beisy. Supo que tenía una misión más grande: tratar de sostener el negocio y, con él, la herencia de su pueblo.
Los primeros días fueron duros. No llegaban suficientes productos porque el transporte desde la comunidad Caño Grulla, donde sus primas producían artesanías y collares de mostacilla, era escaso. Entonces pidió que le enseñaran a tejer. Veía videos, se equivocaba una y otra vez. Así fue aprendiendo lo básico. Hasta que sus manos no solo hilaban collares, sino que también tejían historias, resistencias y oraciones silenciosas. Todo bajo la mirada atenta de su abuelo que la acompañaba espiritualmente en forma de unas plumas rojas que utilizaba en su juventud para guiar al pueblo uwottüją.

Poco a poco, María transformó Màdiwàru. Junto a su familia, buscó asesoría financiera con amigos. Aunque a veces estaba sola no dejaba de trabajar, hacía helados y mermeladas de frutas, se apoyó en la Organización de Mujeres Indígenas de Autana y en la Organización de Pueblos Indígenas del estado Amazonas. Apareció en medios locales realzando su cultura con eventos y productos. Se convirtió en referencia de emprendimiento sostenible en la región. Participó en congresos nacionales e internacionales. Llevaba su marca establecida, una de las pocas que existen en Amazonas: en el logo se observa la churuata de la niñez de María, que ahora está plasmada tanto en su negocio como en su corazón.
Sostuvo a su familia. Y, sobre todo, encontró su lugar. Fue un retorno. A su cultura, a su comunidad, a su abuelo chamán, a Màdiwàru, ese espíritu que la observaba desde la espesura. A través de la tienda, conectó a su pueblo con el mundo. Cada collar vendido era una semilla plantada, una historia contada, un bosque que no se talaba.
Y mientras la minería ilegal destruía los ecosistemas contaminando ríos con mercurio y hacía desplazar a comunidades, Màdiwàru se mantenía allí con vida. La Amazonía también se defendía desde una vitrina pequeña, en el sector Aramare de Puerto Ayacucho, con una sonrisa tímida y ojos grandes que no se rendían.

María sigue al frente de Màdiwàru. Su hermana la apoya, hace poco volvió de Ecuador para alegría de los Arana Conde. Sus hijos corren entre mostacillas, mientras ella enseña a otras mujeres a tejer a través de talleres y formaciones en las comunidades; su mamá, Amelia, es la encargada de la catara y las personas de diferentes pueblos indígenas saben que pueden dejar sus productos en el emprendimiento familiar para luego venderlos. La tienda creció.
Pero más creció ella.
Comprendió que no hacía falta tener todas las respuestas para empezar. Que basta con la memoria, la voluntad y una conexión profunda con quienes la precedieron. Comprendió que las mujeres indígenas no solo cuidan la tierra. También la sueñan, la narran, la reinventan. Y comprendió que, como le contó una vez su tío Manuel Ortiz, Màdiwàru no es solo un espíritu. Es también la fuerza que se enciende cuando una mujer se atreve a sostener el mundo con sus manos y guiar a las futuras generaciones.
Esta historia fue producida en la tercera cohorte del Programa de Formación para Periodistas de La Vida de Nos.