Eddy Barrios Simanca creció en San Blas, en Petare, y reflexiona, en esta historia fotográfica, cómo un cambio de actitud en la forma en que los vecinos del barrio se veían fue produciendo cambios notorios que impactaron favorablemente en una comunidad que ahora se percibe a sí misma de otra manera.
FOTOGRAFÍAS: EDDY BARRIOS SIMANCA
Mi nombre es Eddy Barrios Simanca. Nací en 1999 en la ciudad de Maracay, estado Aragua, pero mi historia comienza en San Blas, Petare, en el estado Miranda, lugar a donde se mudaron mis padres en 2004 y donde vivo actualmente. Mis abuelos y mis padres son de acá del barrio, pero estos últimos se habían mudado por un tiempo y terminaron regresando.
Más o menos desde 1980, y hasta 2017, este barrio fue una cicatriz en el mapa, considerado el más peligroso y marginado del continente. Crecí entre el eco de los tiroteos y el olor a basura acumulada, con la muerte como una compañera cotidiana, las casas deterioradas, las calles rotas. Todo hablaba de un abandono profundo. De niño, aprendí a defenderme, a sobrevivir. De adolescente, mi único anhelo era escapar; nada en mi entorno me inspiraba a mejorar ni a mejorarme a mí mismo.
¿Por qué esa resignación? ¿Por qué no lográbamos motivarnos? ¿Qué podíamos hacer para cambiar nuestra historia?
A lo largo de los años, San Blas fue escenario de innumerables “intentos de solución”. Operativos policiales, uno tras otro, que solo desataron más violencia, como si el barrio respondiera con furia a la imposición. El gobierno también lanzó campañas, pero su objetivo no era la mejora genuina, sino el beneficio mediático. Renovaban espacios, sí, pero les arrancaban la identidad, sembrando división entre los vecinos. Y aunque en muchas ocasiones algunos miembros de la comunidad tomaron acciones por su propia cuenta, no hubo una continuidad con el accionar.
¿Qué más podía pasar? ¿Estábamos condenados a repetir este ciclo?
En ese entonces yo no lo sabía, pero hay una teoría que puede explicar lo que pasaba. La “Teoría de las ventanas rotas” es un estudio hecho por James Q. Wilson y George Kelling, en 1982, que habla de cómo el estado visual de nuestros espacios influye en la actividad ciudadana. Los autores postulaban que el abandono genera más abandono, que la violencia se plasma en el entorno físico y genera más violencia.





La pandemia de 2020 nos encerró aún más. Salir del barrio ya no era una opción. Tocaría vivir de cara con cada grieta, con cada rincón olvidado.
Fue entonces, en medio de esa asfixiante realidad, que un simple gesto se transformó en un hábito, y ese hábito en una bola de nieve que fue creciendo a medida que los vecinos se sumaban.
Un día decidí unirme a un pequeño grupo de personas. Su misión era limpiar y restaurar los espacios que los rodeaban. Yo solo quería hacer algo diferente, algo que no fuera entregarme a la desidia y el abandono. No sabía que ese simple acto me regalaría el sentido de pertenencia, la resiliencia, la capacidad, el empoderamiento.
Ya no quería irme. Quería mejorar todo, vivir para disfrutarlo.
La idea de salir de mi casa y compartir con mis amigos de toda la vida —en el mismo lugar de siempre, pero esta vez en un espacio digno, seguro, limpio, lleno de color y fuerza— fue la inspiración vital para este camino que elegí.
Esto no solo mejoró mi entorno; siento que me mejoró a mí como persona. Empecé a ver lo positivo, a enfocarme en las soluciones, no en las necesidades. Nada me permitía rendirme, porque sentía que valía la pena. Quería mejorar mi casa, mi habitación, mi forma de ser, mis defectos. Cuando salía y veía un mural nuevo o una esquina —donde antes se acumulaban basura, sangre y vicios— ahora llena de niños jugando y riendo, me invadía la esperanza, la paz. Y, justo ahí, lo entendí. Comprendí por qué la violencia y la desidia habían bajado tanto. Una acción que transforma tu estado de ánimo y tu visión como persona puede cambiarlo todo, puede guiarte.
Hasta entonces había sido cercano al ámbito artístico, en mis primeros años con el baile. Durante el bachillerato, con la composición de canciones. La educación secundaria la completé en 2019. Después de la transformación de San Blas, me comencé a involucrar en trabajos y proyectos sociales, allí en el barrio y también en otras comunidades de Caracas.



Ese pequeño grupo de personas fue la chispa. Los nuevos hábitos se replicaron, se esparcieron como las noticias de aquellos días oscuros de mi barrio. Pero esta vez era una noticia de esperanza.
Lo que empezó como un compromiso de ellos mismos, desde sus propios espacios, escaló a una organización vecinal y comunitaria. Los niños salían más a las calles, esta vez seguras y limpias.
La violencia disminuyó considerablemente. Ya no era normal estar rodeado de tanta muerte. El malandreo fue quedando atrás entre muchos vecinos que solo querían vivir tranquilos y con dignidad. No fue el gobierno ni el sistema ni las fuerzas policiales. Fue la decisión de unas pocas personas de generar un cambio pequeño, sin saber lo inmenso que podría llegar a ser.
Han pasado seis años desde aquel entonces. Seis años de mejora constante, de evolución de la conciencia colectiva. Pero aún no es suficiente. Gran parte de mi barrio sigue sin contagiarse de estos hábitos.
Además del trabajo social, me dedico al trabajo freelance en el área audiovisual. Hago fotografías, documento proyectos artísticos. Y espero poder inscribirme en la universidad y hacer una carrera.




¿Por qué no existe más educación enfocada en el cuidado y la mejora del espacio urbano? ¿Por qué no se normaliza el sentido de pertenencia y resignificación de nuestros entornos como una acción propia, sin necesidad de intervención del Estado, sin esperar que el sistema haga el trabajo? Necesitamos generar a nivel cultural ese empoderamiento social.
Fueron 40 años de violencia, desidia y muerte solo porque nadie dijo: “Yo quiero cambiar eso. Ya no caminaré entre la basura; esta vez la limpiaré. Ya no compartiré en esta esquina gris y vacía; ahora, acondicionaré este espacio para mí, para los niños que están creciendo, para todos”.
Y sí, todos esperábamos que el cambio viniera por sí solo. ¿Qué tan poderoso puede ser empoderarte y ayudar al prójimo? Esta historia, este registro, es la prueba viva de ese cambio. Uno que anhelo que siga creciendo y que contagie a muchas comunidades que aún son vulnerables y están llenas de caos. Es algo que solo vendrá de nosotros mismos. Nadie nos va a salvar. Solo nosotros podemos lograrlo. Podemos lograr vivir mejor, como mejores personas, en espacios más dignos.





Esta historia fue producida en el curso Los relatos de la imagen. ¿Cómo contar historias a través de la fotografía?, dictado por la fotógrafa Martha Viaña y organizado por La Vida de Nos.