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El lugar más seguro para estar

Alexis Gutiérrez | 17 mar 2020 |
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Alexis Gutiérrez es un venezolano que viajó en mayo de 2019 a China para estudiar mandarín en la Universidad de Shenzhen. Por la expansión del coronavirus está confinado en su residencia para evitar contagiarse. Ha salido solo para comprar comida y se ha topado con algunas escenas que le han recordado a Venezuela.

Fotografías: Alexis Gutiérrez

 

La primera vez que escuché la palabra coronavirus fue el domingo 23 de enero de 2020. Estaba en mi casa. Un amigo chino me comentó que se trataba de una nueva enfermedad respiratoria. Más tarde, a través de una red social, me llegaron varias cadenas en las que leí que era de fácil propagación. Que, aunque no era mortal, había víctimas fatales y casos graves, en su mayoría personas de la tercera edad. En ese momento no me alarmé. Pensé que el asunto no tendría mayor trascendencia. Pero poco tiempo después comencé a preocuparme, porque vivo en China, donde comenzó el brote de lo que sería una pandemia. 

Mi casa está ubicada en Shenzhen, una moderna ciudad del sureste de ese país, perteneciente a la provincia de Guangdong, donde se han registrado 1 mil 357 casos, 8 de los cuales han sido letales. 

Tengo apenas 10 meses aquí. Llegué la primera semana de mayo de 2019.  Soy venezolano. Curso la carrera de Idiomas Modernos en la Universidad Metropolitana, en Caracas. Y fue por eso que decidí venirme para acá por un tiempo: me entusiasma aprender el idioma de este país. China es una potencia y pienso que conocer su cultura me puede ser de utilidad en el futuro. 

Estudio mandarín en la Universidad de Shenzhen. Vivir en China ha sido una experiencia fascinante. Lo he disfrutado, aunque se me haya hecho difícil adaptarme al clima: en Shenzhen las temperaturas son muy altas. En casi 10 meses de verano, la sensación térmica puede llegar a los 49 grados centígrados. Para mí, que decidí venirme sin siquiera saber saludar en mandarín, el viaje ha significado un “choque cultural”. 

Y lo he sentido con mayor impacto desde que llegó el coronavirus. 

 

Las autoridades informaron las medidas que debían seguir los ciudadanos para evitar el contagio. Se habló de cuarentenas, de servicios de deliveries suspendidos, de tiendas, restaurantes y centros comerciales cerrados. Apenas lo supe, se activó lo que yo llamo mi sexto sentido de venezolano. Me refiero a un instinto de supervivencia que muchos hemos desarrollado luego de lidiar con tantas carencias en nuestro país: escasez de comida y de medicinas, falta de agua corriente, apagones constantes. Cuando iba a alguna marcha para protestar por todo eso, las fuerzas de seguridad del Estado reprimían y terminaba corriendo por mi vida. 

“Cuanto antes tengo que hacer un gran mercado para evitar salir de la casa. No puedo quedarme sin comida en medio de todo esto”, fue lo primero que pensé cuando anunciaron las medidas. Cuando salí al supermercado vi que la gente ya estaba usando tapabocas y guantes. Compré suficientes alimentos para un mes y regresé a mi residencia.

No volví a la calle en las próximas semanas. 

Solo salía de mi apartamento para botar la basura en la planta baja del edificio. Antes de hacerlo, me preparaba: me ponía guantes, tapabocas y no dejaba al descubierto ninguna parte de mi cuerpo. Al regresar, me empapaba de alcohol. 

En esos días de cuarentena, leía con preocupación que la cifra de infectados se iba elevando. No solo en China, sino en todo el mundo. Y que, aunque en menor proporción, el virus dejaba muertos. A través de las redes sociales, veía videos de lo que ocurría afuera.

Sentí que era un personaje de una película. 

La comida me alcanzó exactamente para 30 días, tal como lo había estimado.  Por eso, decidí salir al supermercado de nuevo. Las calles, avenidas y autopistas que normalmente están congestionadas lucían desiertas. Casi no circulaban carros.  Era poca la gente que, como yo, había salido. Y todos, también como yo, usaban tapabocas y guantes.

Noté que los taxis se habían convertido en una especie de cabina hermética que dividía a los usuarios del conductor. Eso me sorprendió. Me pareció una manera ingeniosa y práctica de evitar cualquier tipo de contacto dentro del carro. Cuando el cliente se bajaba, el conductor abría las puertas y esparcía un tipo de antibacterial en el interior del vehículo. 

Los únicos lugares que estaban abiertos eran edificios, farmacias, estaciones policiales y supermercados. En todos los establecimientos hay una persona que se encarga de tomarle la temperatura a quien entra y sale. Si está por debajo de 37.3 grados centígrados, se le concede el permiso de continuar su camino; pero si está por encima, lo alejan y llaman al personal encargado de hacer el diagnóstico, que determinará si esa persona debe estar en cuarentena por tener el virus. 

De nuevo me sentí dentro de una película. 

Una película distópica.

Los supermercados mostraban anaqueles vacíos, productos escasos. En las farmacias no había antibacteriales, alcoholes ni mascarillas. Ante esas imágenes del desabastecimiento, tuve un deja vú. Me recordaron a Venezuela. En un impulso, tomé fotos e hice videos de lo que estaba presenciando. 

Volví a mi casa, para no volver a salir. 

 

He hecho ejercicios en casa, he leído, he estudiado mandarín, he cocinado, he visto series de Netflix, he hecho decenas de videollamadas con mis amigos, he escrito artículos, he editado videos para mi cuenta de Instagram. 

Las calles siguen vacías. No hay trabajo. No hay clases. Algunas cosas comienzan a reactivarse poco a poco, sin violar las medidas de seguridad: hay empresas que han iniciado sus operaciones a distancia, hay servicios de deliveries que ya funcionan y escuelas que dictan lecciones online. Pero las universidades siguen paralizadas. 

Por eso mientras escribo esta historia sigo en mi casa. 

Aunque llegué a sentir miedo de estar aquí en medio de la expansión del coronavirus, mi mayor temor era que la enfermedad llegara a Venezuela. Y desde que eso sucedió, no dejo de pensar en cómo mi país, con un sistema de salud tan deteriorado, podrá hacerle frente a esta coyuntura. 

Llamo a mi familia a diario. Hacemos videollamadas para que vean que estoy bien. Es la forma que he encontrado de calmarlos. Mantener la comunicación ha sido difícil especialmente por el huso horario: son 12 horas de diferencia. Cuando yo duermo, ellos están despiertos. Y viceversa. 

“¿Por qué no te vas de China?”.  “Mejor regrésate”. “Alexis, ¿no te da miedo seguir allá”. Mis amigos en Venezuela y otras partes del mundo me han insistido en que salga de aquí. Desestimé esa idea porque regresarme implica hacer varias escalas aéreas en ciudades en las que han decretado cuarentenas. Me daba miedo quedarme atrapado en esos lugares.  

En este momento, cuando la Organización Mundial de la Salud ha confirmado 153 mil 517 personas con coronavirus (5 mil 735 de los cuales han fallecido y 77 mil 725 se han recuperado), China ha controlado la enfermedad: aquí el número de infectados y muertos ha comenzado a bajar.  

Mientras espero retomar mi rutina, considero que este es el lugar más seguro para estar. Después de todo el coronavirus viaja por el mundo entero. Y pienso que estas experiencias, buenas o malas, también forman parte de esta aventura. 

De esta película, que ahora también comienza a rodarse en otros países.  

 

 

Alexis Gutiérrez

Soy estudiante de idiomas modernos en la Universidad Metropolitana y de chino-mandarín en la Universidad de Shenzhen China.
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