Carlos Fernandes nació, creció y se hizo dirigente político en Barlovento. Allí, en lo profundo del estado Miranda, fue donde sus padres, mucho tiempo antes, se asentaron al migrar de Portugal. A ese país se fue él en 2017 porque no quería ser un preso político venezolano más.
Fotografías: Álbum familiar
Carlos Fernandes miró por la ventanilla del avión y se restregó los ojos. Después de una parada de cinco días en Lisboa, por fin había llegado a su destino. Con la espalda apoyada en el asiento, se estiró. Después de un bostezo, se puso de pie y avanzó de la única manera en que se puede caminar en un pasillo de avión sin atropellar a otros pasajeros: de lado, con pasos cortos y con el equipaje de mano en el pecho.
En ese momento, a sus 26 años, se prometió reescribirse a sí mismo.
Era el 30 de mayo de 2017. El aterrizaje en el Aeropuerto Cristiano Ronaldo había sido sin contratiempos. Quizá por el insólito viento que se vuelca sobre Madeira, esta isla de 250 mil habitantes tiene la pista más peligrosa del mundo: es una vía ganada al mar.
Carlos fue entonces al encuentro de una tía materna que lo esperaba en la salida de la terminal. Había llevado para su familia latas de Diablitos —ese jamón molido tan popular en Venezuela—, barras de chocolate y, especialmente para su tío, paquetes de cigarrillos Belmont. Los souvenirs iban en una maleta llena de ropa desgastada. Sus franelas de siempre, el gusto por la calle y los recuerdos de una lucha política era todo lo que traía de Caucagua, donde hasta entonces había hecho su vida.
Fue en ese pequeño pueblo del estado Miranda, en el centro norte de Venezuela, en el que, un tiempo atrás, se asentaron sus padres, provenientes de Portugal, para formar su hogar. El papá llegó durante el primer gobierno de Carlos Andrés Pérez, en plena bonanza petrolera; y casi 20 años después, en su segundo mandato, llegó la madre. Allí los dejó Carlos, con las caras tristes, cuando se fue para hacer la ruta inversa a la que ellos habían emprendido décadas antes.
En Venezuela, una tierra que cuando ellos llegaron era pujante y próspera, muchas cosas habían cambiado. Para Carlos, un apasionado activista político, permanecer en el país era vivir con una amenaza de encierro latente.
Si Venezuela era el futuro que tendría como abogado, título que había obtenido en 2016 en la Universidad Santa María, entonces Carlos estaba desembarcando en el pasado, al menos en el pasado de su familia.
Para sus padres, volver a Madeira, una isla que muchos dejaron en una época difícil, no debía ser una decisión sencilla. Cuando se fueron, la isla era una provincia de familias que vestían de guiñapo para escudriñar entre los cultivos domésticos lo que probablemente sería la única comida del día. Muchos de ellos —unos 38 mil 737 huyeron precisamente a Venezuela entre 1939 y 1969—. Eran hogares desgarrados por la dictadura militar de Antonio de Oliveira Salazar, quien se mantuvo en el poder entre 1926 y 1974.
Pero ahora todo era distinto. A Carlos le tomaría poco tiempo comprobarlo.
Dos días después de su arribo, cambió su agenda política por una esponja. El ego le estalló en la cara cuando soltó sus aspiraciones políticas para fregar platos con restos de comida.
—Sé que no estás acostumbrado a lavar trastes y me da vaina, pero fue lo que pude cuadrar con el dueño del restaurante donde trabajo —le dijo su primo, en un intento por ser amable con él en su primer día.
—¡Tranquilo! —le contestó Carlos—. Estoy dispuesto a hacer de todo.
—¡Esa es la actitud, mi pana!
—Cuando salí de Venezuela, supe que las cosas iban a cambiar y asumiré el costo.
—Aquí hay médicos venezolanos e ingenieros atendiendo mesas, en los supermercados, detrás de los mostradores de las tiendas y limpiando hoteles.
A diferencia de las caras más visibles de los partidos opositores venezolanos, Carlos había hecho política en Barlovento, ese conglomerado de pueblos y caseríos del que forma parte Caucagua. Allí intentó cambiar lo que, creía, no marchaba bien. Por casi una década, desempeñó un liderazgo en la Secretaría Política y en la Directiva Regional de la Juventud de Primero Justicia (PJ).
Fue eso lo que en 2013 lo llevó a medirse en las elecciones municipales: pretendía ser concejal. Fue su primera gran batalla política. Una que coincidió con una circunstancia familiar difícil: el secuestro de su tío, el mismo que ahora lo recibía en Portugal.
Después de la contienda, en la que estuvo a 400 votos de ganar, se sintió acosado. A su mejor amigo, David Viana, también activista de PJ, comenzaron a hostigarlo. Un día tuvo que sacarlo de su casa, en Guarenas, y llevarlo hasta la suya en Caucagua, para salvarlo de las fuerzas del régimen de Nicolás Maduro que querían llevárselo detenido. El Servicio Bolivariano de Inteligencia Nacional se arrojaba sobre la oposición. Las agresiones, las violaciones a los derechos humanos y el aumento de los presos políticos le hicieron ver a Carlos que debía dar un alto a la calle: entendió que corría peligro.
Comenzó a pensar en migrar. Y ocurrió algo que lo angustió todavía más: la arremetida contra “Los Morochos de Primero Justicia”, como Nicolás Maduro se refirió a los dirigentes José y Alejandro Sánchez en una cadena nacional de radio y televisión. Fueron imputados por presuntamente orquestar un plan de violencia premeditada contra la Dirección Ejecutiva de la Magistratura en Chacao, en abril de 2017. Carlos había participado en aquella manifestación que terminó con barricadas y disturbios, y temió correr la misma suerte que ellos.
Fue entonces cuando, sin demasiada planificación, se montó en un avión rumbo a Portugal.
Carlos fue un muchacho de pueblo, de río y, a media tarde, de caimaneras —como llaman a las jornadas deportivas improvisadas, callejeras—. Desde muy temprano supo arreglárselas para jubilarse de clases y tomar atajos de tierra amarilla, flanqueados de espesa vegetación, y nadar en las corrientes del río Capaya. Fue de todo, menos tranquilo. Tenía muchas inquietudes. En lugar de dibujos animados, se sentaba a ver las emisiones de noticias y las entrevistas a dirigentes políticos. A los 11 años ya se preguntaba por los problemas del país, y especialmente por los de Caucagua.
Durante su adolescencia, vendió repuestos de motos con el mayor de sus hermanos y despachó panes con su papá. En uno de los negocios de su familia fue testigo de cómo su padre, un portugués que se hizo panadero en la medianía de su vida, se hizo opositor al chavismo. Detrás del mostrador, el jovencito no solo aprendió a entender el lenguaje de la levadura y el perfume de la masa, sino que también cultivó el trato con la gente y se interesó por sus problemas: la falta de servicios, la pobreza. En la panadería, situada frente a la plaza Bolívar de Caucagua, se despachaban canillas recién horneadas y se improvisaban tomas eléctricas para los mítines electorales de la oposición.
Los fines de semana, Carlos trabajaba como mesero en el restaurante de su mamá. La ayudaba barriendo el local y limpiando mesas y sillas.
—Hijo, échate una apuradita porque ya los clientes van a llegar.
—Mamá, no te olvides que este que hoy está barriendo, mañana será el próximo alcalde de Caucagua.
—Hijo, para eso debes estudiar.
—Algún día seré alcalde. No lo olvides, mamá.
—Ay, muchacho, deja de hablar tonterías y ponte a trabajar.
Y si algo hizo Carlos fue eso, ponerse a trabajar. No sería alcalde del pueblo, pero sí le interesaría la política.
En el restaurante de Portugal donde lavaba trastes sucios, pasó un año y ocho meses. Luego incursionó en el oficio de la coctelería y trabajó como panadero, al tiempo que mejoraba su portugués.
En un partido casual de fútbol, un compañero que sabía de su pasado en Venezuela le propuso participar en un congreso del Partido Social Demócrata (PSD), la tolda de Alberto João Jardim, el líder que pasó a la historia por ser el artífice de la modernidad de la que presume la isla.
Carlos fue al evento y quedó prendado. Decidió sumarse al partido de centro derecha; comulga estrechamente con esa ideología. A partir de entonces, ayudó a fundar el Núcleo de Emigrantes, una organización en torno a la cual agrupó a la diáspora venezolana en la isla, y se hizo portavoz de sus problemas.
Su nombre comenzó a aparecer en los medios madeirenses gracias a dos acontecimientos: una manifestación para apoyar la proclamación de Juan Guaidó como presidente interino de Venezuela en la que participó; y una intervención que tuvo en un debate en la Asamblea Nacional de Portugal para hablar de los presos políticos venezolanos.
Así lo conocieron en la élite regional del partido. Se referían a él con respeto y admiración. Las elecciones para la Asamblea de Madeira estaban en puertas, se realizarían en septiembre de 2019, y comenzaron a considerarlo como posible candidato.
Una tarde de verano, estaba trabajando en un bar cuando recibió una llamada.
—Hola, ¿cómo estás?
—Sí, buenas tardes —contestó Carlos.
—Queremos que estés entre los candidatos al parlamento por el PSD.
—¿Quién habla?
—El presidente de Madeira.
—¿Quién, perdón?
—Miguel Albuquerque.
—¡Ah!, diga…
—Es para decirte que serás el número 10 de los 47 aspirantes postulados en nuestra lista nominal. No digas nada hasta que lo oficialicemos mañana en la prensa regional.
Le tomó un buen rato asimilarlo, pero aceptó entusiasmado. A los pocos días del anuncio, comenzó una campaña que duró varias semanas y en la que se dedicó a acercarse a los lusovenezolanos en el archipiélago, a quienes les decía que era importante que tuvieran una representación en el parlamento, que desde allí podría trabajar por la comunidad de migrantes.
Cuando el 22 de septiembre anunciaron los resultados, Carlos resultó favorecido con los votos, pero no así su partido. Por primera vez en más de cuatro décadas, el ejecutivo regional —que obtuvo 21 de los 47 escaños del parlamento— no era mayoría. Le faltaron tres diputados para completar los 24 legisladores necesarios para gobernar. El PSD pudo hacerlo aliándose con los socialcristianos, que habían obtenido esos puestos que les faltaban.
Para Carlos fue una sensación extraña. Ese día no hubo gritos efusivos ni multitudes ni aplausos ni nada que se le pareciera a una victoria. Entonces entendió que el suyo no había sido un triunfo colectivo, sino uno personal que comenzó a gestarse a 6 mil 567 kilómetros de distancia, en Venezuela.
Su teléfono no dejó de sonar con mensajes de felicitaciones de todas partes. Su familia, en Caucagua, celebró con él a la distancia. Había sido necesario que alzara vuelo para que su carrera política despegara.
Esta historia fue desarrollada durante el taller “Tras los rastros de una historia”, impartido a través de nuestra plataforma El Aula e-nos a 15 periodistas venezolanos migrantes, en el 3er año del programa formativo La Vida de Nos Itinerante.