Jugó con la selección de Portugal en el Mundial de Sudáfrica 2010. Dos años antes, el Zennit de San Petesburgo pagó 30 millones de euros por su ficha, la más alta, hasta ese momento, del fútbol ruso. Se trata de Danny Alves, un muchacho caraqueño que jugó en las canchas del Santo Tomás de Villanueva y en el Centro Portugués hasta que a los 15 años lo montaron en un avión rumbo a Madeira para probar con el Marítimo. Allí comenzó su carrera profesional.
Fotografías: Álbum familiar
—Dale, como si estuviéramos en la César Del Vecchio —dice Danny Alves.
El luso-venezolano pasa la mano por su cabello y da unos pasitos hacia atrás, con ese tumbado presumido de los gallitos caraqueños. Sonríe. A su lado, el belga Axel Witsel pone cara de que no entiende nada pero lo comprende todo: hay una apuesta de por medio y, aunque se le escapen los chistes internos, entiende que lo que hay entre Danny y Salomón Rondón es puro pique.
Varias tapas marcan sobre el césped una pequeña cancha de fútbol tenis, dividida en la mitad por una malla. El contenido formal del entrenamiento ya finalizó y los futbolistas del Zennit de San Petesburgo se entretienen con jueguitos recreativos. El fútbol tenis, que enfrenta a dos equipos de dos jugadores, es lo que le resulta más lúdico al par de venezolanos que vinieron a conocerse en las inclemencias del frío ruso y bajo el calor de las comodidades del fútbol de élite.
—¿En la César del Vecchio? ¡Hoy me vas a pagar la cena, panita! —responde Salomón.
Salo se acomoda en su cancha. Se rasca la nariz con movimientos de tipo-guapo-criado-en-Catia. A su lado, Novo Neto se prepara para iniciar el duelo. Tanto este último como Witsel saben que son meros adornos en un fanfarroneo que se construye desde la complicidad de un pasado en común y con el aliciente de una apuesta que ya se ha hecho tradición: el venezolano que pierda no solo le tiene que brindar la cena al otro, sino que se la debe servir como si fuese su mesonero. La clave, el guiño, para iniciar este ritual es hacer alusión a la Liga de Fútbol César del Vecchio, esa que todo caraqueño que pateó balones durante su niñez y se estresó dentro de una cancha debió de haber disputado.
El juego comienza. Las risas florecen entre punto y punto. No puede ser de otra forma, Danny está contento. Es enero de 2014 y los Reyes Magos le trajeron un regalo que no previó: un contacto con su tierra natal, un hermano de patria al que nunca conoció en el suelo que los une, un nuevo compañero de club que le hará fantasear a él —que disputó unos Juegos Olímpicos y un Mundial con Portugal— cómo habría sido ponerse la camiseta de la Vinotinto. Salomón Rondón fichó por el Zennit procedente del Rubín Kazán. Y agradece también, tras dos años haciendo vida en la liga de Rusia, al fin contar con un compañero con el que inventarse algo como noche de arepas.
Por cuarta vez consecutiva, el equipo de Danny vence. Los cuatro jugadores enfilan al vestuario entre chanzas. Un par de horas después, Danny sube una foto a las redes sociales en la que se aprecia a Salo sirviendo un plato de comida. El pie de foto dice: “Me conseguí a un negrito: mi esclavo personal, jajajajá”. Salo piensa: “Yo me le desquito a este loco, no me calo más”. Cuando le sirve tres ponquesitos con crema, le indica con sorna:
—Aquí está su postre, señor.
Neto, que comparte mesa con ambos, hace el ademán de hurtar uno de los dulces y Danny voltea como diciendo “no me lo toques”. Justo en ese momento, Salo empuja la cabeza de su compatriota: se la clava sobre los ponquesitos.
Todo empezó el 7 de agosto de 1983, cuando, en Caracas, los portugueses Carlos Jorge Alves y Ana Gorete Gomes trajeron al mundo a su segundo hijo: Daniel Miguel. Un niño que llevaba dentro de su piel el ardor con el que la pelota bendice a los elegidos.
La memoria colectiva dice que la cosa fue así: se lo vio gateando, luego caminando, después corriendo y —casi al mismo tiempo— pateando lo que encontrara a su alrededor. Con un papá que supo identificar el talento de su hijo, Danny se dedicó a mejorar lo que hacía mejor mucho antes de que aprendiera a sumar.
A los 4 años, Lino Alonso lo dirigía en el equipo del colegio Santo Tomás de Villanueva, en Las Mercedes, en Caracas. Nicolás “Miku” Fedor, Leo Bautista y Alain Libenskind formaban parte de la misma categoría. Un día Lino le notificó a los padres de Danny que había una invitación para a ir a jugar un torneo en Aruba. El niño que crecía rodeado de mimos familiares empezaría a construir la independencia que lo llevaría al fútbol profesional.
El equipo viajó y trajo la copa a Caracas. Danny fue recibido con exceso de abrazos y repartió suvenires a sus padres y a su hermana mayor, Caty.
La renuencia a entrar a clases por estar pateando un pote de jugo aplastado. Tardes de entrenamientos con Villanueva. Sábados de partidos en la Liga César del Vecchio. Domingos caimaneando en el Centro Portugués durante ocho horas. Tardes, junto a su papá, viendo fútbol en la casa. Quedaba claro cuál era la prioridad de Danny. Y en cada sitio donde jugaba se generaban comentarios similares que resaltaban su talento: esa combinación de técnica con velocidad que hacía de la precisión su medio de vida.
Callado, pero conciso al hablar. Esquivo a los problemas. Hijo de una familia con dinero suficiente para cubrir sus necesidades, pero sin posibilidades de lujos. En la adolescencia las niñas y las fiestas se convirtieron en el atractivo de varios de sus compinches en el Centro Portugués, y quizá también de él: pero con un interés desganado, fraguado en las necesidades de la edad y no en los talleres del destino. Sus amigos ampliaban el horizonte de sus intereses. Él afianzaba el suyo: ser futbolista profesional.
Un miembro de la directiva del Centro Portugués era agente de la FIFA y tendía puentes para llevar a chamos con pasaporte europeo al Marítimo de Funchal. El Centro Portugués es un espacio construido con las comodidades de una colonia que llegó a Venezuela en búsqueda de lo que alguna vez abundó en el país: riqueza. Es una especie de pueblo, una realidad paralela, en la que se juntan ya no portugueses propiamente, sino la descendencia de esos inmigrantes: jóvenes que crecieron aupando a Portugal en los Mundiales pero caimaneando los domingos luego de desayunar arepas. Jóvenes que son el resultado de esa mezcla rara que bien podría representar una nacionalidad en sí misma.
Ahí todos se conocen. Y todos conocían a Danny: el que era buenísimo jugando y solo le interesaba jugar. En la cancha de futsal regatearon talentos llamativos, que luego se relejaron o sucumbieron a la necesidad de tener una adolescencia “normal”.
El directivo invitó a Danny a un partido en Paracotos. Y en junio o julio, el quinceañero se subió a un avión rumbo a Madeira para probar con el Marítimo. Le faltaba un año para graduarse de bachiller.
Su madre lo despidió haciendo pucheros.
—Voy solo a hacer una prueba —decía él.
Ana guardaba una intuición. Una intuición que se concretaría un mes después, cuando se oficializó el fichaje de Danny por el club y hubo de mudarse, de forma definitiva, a la casa de su abuela portuguesa. El fútbol pasó de ocio a negocio: debía mejorar su cuerpo, cuidar su alimentación y el descanso, perfeccionar sus gestos con la pelota, sumar malicia. Y ponerle pañitos a las lágrimas que añoraban a su país, su gente y su familia. Ponerle freno a la desesperación que lo invadía al descubrir que ser de ascendencia portuguesa y hablar portugués son cosas distintas.
El pacto estaba sellado: él entregaría su vida a cambio de un sueño.
Pasó rápido. El salto del equipo sub 19 del Marítimo al profesional. El debut con la selección lusitana sub 17. Los once partidos y el gol con la sub 19. Sus dos goles con la selección sub 20. Lo lógico que resultaba que fuera figura con la sub 21 de Portugal. Todo eso ocurrió entre el 2000 y el 2003, una época en la que el fútbol de Venezuela recién empezaba a despertar.
El Sporting Lisboa se interesó en él y la cosa, si era posible, se tornó más seria. Un club grande de Portugal se fijaba en el niño que pateaba cartones de jugo aplastados en Caracas. Sus padres y su hermana estaban en Madeira y viajaron con él a Lisboa. Lo acompañaron en todo ese proceso de correr la cortina al mundo del fútbol profesional de alto nivel. Hubo un partido benéfico en el que Danny tuvo la oportunidad de jugar junto al que fuera el ídolo de su casa: Luis Figo.
La vida estaba cambiando.
Su mamá solía insistirle en que fuera a la universidad, ante lo que el padre intervenía para responder: “Él sacará eso más adelante”. La universidad de la vida hace rato había recibido al muchacho que jamás terminaría el bachillerato. En el ambiente del fútbol, de salarios mensuales de cinco y seis dígitos, haría un postgrado.
En 2004, representó a Portugal en los Juegos Olímpicos de Atenas. En 2005, lo fichó el Dinamo Moscú: en tres años jugó 113 partidos y marcó 21 goles. En el 2008, el Zennit de San Petesburgo desembolsó 30 millones de euros por su ficha, convirtiéndolo en ese momento en el fichaje más caro de la historia del fútbol ruso. Ese era su valor en el mercado: solo 5 millones menos que el fichaje más costoso de esa temporada en todo el planeta, su tocayo Dani Alves.
Pero había un guisante bajo el colchón de este príncipe. Una incomodidad que sentía a cada tanto. Latigazos de recuerdos que lo abordaban al cerrar los ojos. Venezuela.
—Danny.
Así de seco, así de breve, así de claro. Bastó eso. Cuando el seleccionador portugués Paulo Bento recitaba los nombres, por televisión, de los convocados para el Mundial de Sudáfrica 2010, no se necesitó más que mencionara el nombre del luso-venezolano para que decenas de personas, en Caracas y en Madeira, se unieran bajo el grito de los festejos. ¿Cuántas personas pueden presumir de tener un familiar o un amigo o siquiera un conocido que jugó en un Mundial de fútbol?
El nombre de Danny apareció muchas veces en la prensa venezolana. Jamás se habló tanto de él en Venezuela como en ese entonces. Al orgullo de saber que un caraqueño tendría el mayor privilegio al que puede acceder cualquier jugador, se sumaban las fantasías que pululaban en la mente de los aficionados: ¿qué hubiese pasado si Danny hubiese jugado con la Vinotinto?
Si hubo contactos o no, es difícil que se sepa. Las versiones a veces son tan distintas como los plátanos y los cambures pero, como estos, también se parecen. Algo quedó claro: nunca hubo mayor relación entre la Federación Venezolana de Fútbol y Danny Alves.
“Tu hijo va a ser un gran jugador, él va a llegar muy lejos”, recordó Carlos Jorge que le decía Lino Alonso. Y los ojos, claro, se le humedecieron de nostalgia cuando, junto a su esposa, vio por televisión a las selecciones de Costa de Marfil y de Portugal saltar al campo en el debut de ambas en Sudáfrica 2010. Ahí estaba Danny, cabello largo y en trenzas, cargando el orgullo de dos países.
En el Centro Portugués se vivió una borrachera de alegría: cuando les salía la barajita de Danny en el álbum Panini, cuando los chamos jugaban PlayStation y escogían a Portugal para que un Danny virtual se llevase el Balón de Oro del Mundial, y cuando tantas pero tantas voces conocidas rememoraban los días en los que lo llamaban Daniel y no Danny.
Pocas veces pudo volver a Venezuela. Acaso un par de años luego de su fichaje por el Sporting Lisboa. Después, la dinámica del fútbol profesional lo absorbió. Algunos conocidos del Centro Portugués se consiguieron con él en Madeira. El viejo entrenador Candela lo regañó cuando lo vio paseando con su novia a las 2:00 de la mañana.
—Coño, Danny, tú sabes cómo es la gente. La prensa no va a decir que andabas paseando, sino otra cosa —lo previno.
El Pollo lo abrazó y felicitó en un supermercado. Joel le preguntó qué se sentía que se le quedaran viendo en la calle, cuando lo encontró en la embajada portuguesa. En fin, contactos que iban cargados de esa extraña energía de los recuerdos.
Portugal empató 0-0 en el debut. Danny no jugó en la victoria 7-0 ante Corea del Norte. Y disputó los 90 minutos del empate 0-0 versus Brasil, con el que Portugal selló su pase a octavos.
Tras el partido, los jugadores caminaron del vestuario hacia la zona mixta. El último en salir fue Danny. Decenas de micrófonos se le acercaron. Él caminó con la vista al frente, sin siquiera amagar con detenerse. Hasta que oyó un acento familiar.
—¡Danny! ¡Para El Nacional, de Venezuela!
El futbolista se paró en seco. Volteó. Pasó de la absoluta seriedad a la amabilidad de la sonrisa.
—Para Venezuela lo que sea —celebró.
Respondió preguntas sobre jugadores venezolanos en el extranjero y sobre la Copa.
—Yo defiendo con mucho orgullo a la selección de Portugal. Pero sí, soy el primer venezolano que juega un Mundial y eso me hace feliz. Me llena mucho el apoyo de la gente en Venezuela. Muchos me mandan mensajes de aliento por el Facebook, deseándome suerte, aun y cuando no fue posible jugar por la Vinotinto. Igual, soy un venezolano más que desea que la selección del país clasifique. Quiero verlos en el próximo Mundial.
En ese momento, los periodistas mutaron en abejas que avistan el dulce néctar de una primicia. Volaron al encuentro de Cristiano Ronaldo. Danny siguió respondiendo preguntas en español, hasta que el jefe de prensa le hizo señas: era hora de retirarse. Quien saliera del vestuario sin ánimo de hablar se convirtió en el jugador que más declaraciones dio. Solo que las suyas fueron a un solo medio y jamás pronunció una palabra en portugués.
—Lo siento. Le daba una entrevista a un medio de mi país —se disculpó.
Pero nada es para siempre. Nada.
Danny se despereza sobre el sofá. Se rasca la barba de tres días. Recibe entre sus brazos a su pequeña niña, mientras sus gemelos revolotean por ahí. Es el 2018, juega en el Slavia Praga de República Checa y sabe que su retiro está cerca.
De hecho, estuvo a punto de colgar los tacos al finalizar la temporada anterior, pero decidió que todavía no soportaba pasar tanto tiempo en casa. Aceptó una nueva oferta para continuar activo. Aunque ya no es lo mismo: los focos del fútbol de alto nivel ya no se posan sobre él. Tiene 34 años y una de sus mayores pasiones ahora es hablarles a sus hijos, fotos y videos mediante, de Venezuela: ese país que él tiene más o menos 16 años sin visitar.
—¡Estoy loco por ir a Margarita! —le dijo a su hermana hace poco.
La última vez que estuvo cerca de viajar fue en el 2011. Su hermana se casaba y él era el padrino, pero tuvo que cancelar el viaje: le tocó jugar Champions contra el Real Madrid.
A Brasil 2014 no lo convocaron. El seleccionador no olvidó, ni perdonó, cuando en el 2013 salió de una concentración por una lesión muscular y el fin de semana siguiente jugó con el Zennit. A la Eurocopa del 2016, la que ganó Portugal, no pudo ir por una lesión. Y así acabó su carrera en la selección lusitana. Para algunos, logrando más de lo esperado. Para otros, menos de lo que debió.
Carga a su hija. Le dice unas cosas en portugués a los gemelos y a su esposa. No deja de pensar en lo mucho que le gustaría llevarlos a su patria, pero nadie se imagina a una figura como él caminando por uno de los países más peligrosos del mundo.
Los partidos en la César Del Vecchio y en el Centro Portugués se cambiaron por estadios top, hasta que después de tantos años le toque jugar otra vez en caimaneras por puro placer. Pero lo hará en un país en el que nadie usa esa palabra. Entonces, todo habrá pasado. Es que nada es para siempre. Aunque en el caso de Daniel, nada, salvo una cosa: el amor por su familia. Y su familia es, en buena medida, Venezuela.