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El sepelio de Roberto Weil

Juan José Faría | 11 abr 2018 |
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Figuras del gobierno de Nicolás Maduro asumieron una caricatura de Roberto Weil como una burla al asesinato del diputado Robert Serra, y arremetieron en su contra con insultos. Días después, el Grupo Últimas Noticias, donde trabajaba, prescindió de sus servicios. Una situación similar había ocurrido con su colega Rayma Suprani, en el diario El Universal: la despidieron luego de la publicación de uno de sus trabajos. Ellos, así como otros emblemáticos caricaturistas venezolanos, hoy se encuentran en el exilio.

Fotografías: Rodrigo Picón

 

A Roberto Weil lo sacaron del país un grupo de ratas dolidas. Presenciaban el sepelio de Miguel, una de ellas, en un opaco salón funerario. Seis o siete estaban de un lado y tres del otro. En el medio, la urna. Miguel reposaba con el féretro abierto y desde una vista un tanto lejana se dejaba ver su respingada nariz, algunos bigotes y dos colmillos. En el altar, el orador aseguraba: “Nuestro querido Miguel fue honesto, colaborador y solidario. Lo recordaremos siempre como una tremenda rata”.

Se trata de una caricatura que Weil había publicado en la revista Dominical del diario Últimas Noticias el 5 de octubre de 2014, y que había enviado para su revisión dos semanas antes. Ese domingo, él deambulaba recién despierto por su casa de La Trinidad, en Caracas, mientras en las oficinas de la Cadena Capriles corrían de un lado a otro. Probablemente a esas horas de la mañana ya algunos caraqueños recorrían las calles de la ciudad en busca del periódico y revisarían, quizás, la variada información sobre estilos de vida, hogar y consejos de moda que ofrecía la revista. Encontrarían también algo de publicidad, una página de pasatiempos y, cómo no, alguna satírica imagen de la vida común hecha a mano por el artista.

Casi ermitaño, Roberto vivía solo en una pequeña área que había construido justo al lado de la casa materna, y ahí se dedicaba a dibujar sus caricaturas, pintar algunos cuadros y probar con la escultura. Pasaba allí la mayoría del tiempo, aunque ese domingo, como muchos anteriores, probablemente se le antojaría caminar un poco por el Ávila, ese cerro que la ruidosa ciudad usa como escapatoria del caos y que a él le permitía practicar montañismo, una de sus aficiones.

No había decidido qué hacer ese día cuando su ex esposa le escribió un mensaje de texto. Le preguntaba si estaba bien, si no le ocurría nada. Le preguntaba si no le habían hecho daño. En la Cadena Capriles corrían de un lado a otro, y en las calles de Caracas los empleados del periódico buscaban la revista Dominical, que ya lucía en los estantes de venta. Las recuperaron, hojearon su contenido y arrancaron una de las últimas hojas. Lo hicieron una y otra vez, de forma sistemática, hasta que dieron el trabajo por concluido. En el interior del país aún daba tiempo de ordenar el regreso de la revista y evitar su divulgación. No era la dictadura militar argentina ni los tiempos de represión en Centroamérica. Tampoco era un país africano. Era Caracas, en pleno Socialismo del Siglo XXI.

Roberto estaba en su casa y su ex esposa en Madrid. Cuando le explicó a qué se debía su preocupación, el caricaturista sintió miedo y desconcierto: el gobierno de Nicolás Maduro aseguraba que él se había burlado de la muerte de Robert Serra.

 

Cuando al diputado del Partido Socialista Unido de Venezuela lo encontraron maniatado, amordazado y con más de 50 puñaladas en el cuerpo, ya Roberto Weil sabía lo que era una amenaza gubernamental. Dos años antes, el 16 de marzo de 2012, había publicado una caricatura en la que se mostraba a un hombre abriendo un grifo del que salía agua negra. “Basta de supremacía blanca, ahora tenemos agua afrodescendiente”, decía el personaje, acompañado de dos niños y algunas moscas. Por esa publicación lo tildaron de racista en la televisión estatal y el poderoso diputado Diosdado Cabello, para entonces presidente de la Asamblea Nacional, ordenó una investigación en su contra.

Los políticos duros del omnipresente PSUV le habían puesto el ojo. A Roberto no le extrañó. Lo esperaba desde hacía tiempo, exactamente desde 2001. Para ese entonces era caricaturista del diario Tal Cual y había hecho algunas otras exhibiciones de su arte. No se consideraba una personalidad conocida de la vida cultural y artística venezolana ni mucho menos una carnada opositora para el régimen, pero sus años de educación y su análisis de la realidad nacional hacían de él un blanco fácil. Por eso, cuando Mario Silva dijo su nombre ese marzo de 2012, en el programa La Hojilla, ya el artista tenía en su caja fuerte el pasaporte, algunos otros documentos, un poco de dólares en efectivo y una cantidad prudente en una cuenta en moneda extranjera que había abierto antes de que se estableciera el control cambiario. Sabía, antes de que se lo dijeran, que en cualquier momento tendría que salir corriendo.

–Ojo, yo no soy Capriles –dice sentado en su casa, en Miami, refiriéndose al prominente líder opositor Henrique Capriles Radonski, como tratando de justificar lo que podían parecer prevenciones exageradas–, pero me gusta preparar mis cosas.

Como el dinero y los documentos, también se cuidaba de conservar solo lo necesario. Trataba de no tener muchas pertenencias en un mismo lugar.

Roberto sabía, pues, que en cualquier momento tendría que correr. Lo que no sabía era cuándo.

 

Los funcionarios policiales que entraron al domicilio de La Pastora donde encontraron a Robert Serra, no solo vieron su cadáver agujereado sino también el de una mujer de mediana edad que nunca se supo si era su pareja sentimental o ahijada de santería, la creencia religiosa que al parecer profesaba el joven diputado de la Asamblea Nacional. A la medianoche, ya el país entero había escuchado la noticia. Voceros del gobierno se apresuraron a decir que se trataba de un homicidio perpetrado por paramilitares colombianos y que el autor intelectual había sido el ex presidente Álvaro Uribe.

A medida que miembros del gobierno de Maduro agregaban más y más sospechosos a la lista, los políticos opositores y la colectividad en general dudaban de semejante vínculo: Serra era un diputado de verbo incendiario, pero no una ficha importante en el partido oficialista como para que un ex presidente extranjero se manchara las manos de sangre. Algunos periodistas aseguraban que se trataba de un homicidio pasional y otros llegaron a decir que el móvil había sido una venganza entre creyentes de la santería.

El país, mientras tanto, registraba decenas de muertos por las protestas contra Maduro que habían comenzado en febrero, en Caracas, y se habían extendido a todas las regiones del país. De un momento a otro, el tema central de los medios (algunos con nuevos dueños vinculados al gobierno) no fue ya la crisis social ni el asesinato del diputado, sino cada uno de los supuestos involucrados en el crimen. Tareck El Aissami, uno de los hombres fuertes del chavismo, ex ministro y en ese momento gobernador de Aragua, se encargó de atacar muy temprano por la mañana a Roberto Weil. Tanto él como sus compañeros de partido vieron, en la caricatura de una rata, una burla de la muerte de Robert Serra.

Cuando su ex esposa le contó los detalles, Roberto llamó a su jefa en la Cadena Capriles, Nilda Silva Franco. Ella le comunicó que sacarían la revista de circulación en el interior del país y, en Caracas, tratarían de recuperar la página donde estaba la caricatura. Él estuvo de acuerdo. Fue entonces cuando entendió dónde estaba metido.

Pronto corrieron las amenazas y las ofensas. Para El Aissami, Roberto era “un miserable hijo de puta”. Alguien preguntó en las redes sociales qué habían hecho las putas para que fuesen relacionadas con Weil y algún otro aseguró que por esa conducta era que la oposición no salía de la letrina donde estaba. De inmediato, la revista Dominical emitió un comunicado en el que explicaba que la caricatura del sepelio de las ratas la habían recibido 15 días antes, mientras la muerte de Serra se había producido apenas hacía 4 días.

Esto, en apariencia, se entendió muy poco dentro del chavismo y, aunque algunos comprendieron los hechos, no dejaron de atacar al dibujante. Por ejemplo, Ernesto Villegas, entonces ministro de información, sugirió una investigación debido a que era muy sospechoso que el caricaturista supiera 15 días antes lo que ocurriría con Robert Serra. Definitivamente, el chavismo veía en la caricatura al diputado asesinado.

Al día siguiente despidieron a Roberto Weil de la Cadena Capriles. Alguien pidió su cabeza a Héctor Dávila, presidente-editor del Grupo Últimas Noticias. Ya para entonces estaba claro el brusco cambio de línea editorial de ese y otros medios del país. Era vox populi que testaferros y allegados a funcionarios del gobierno habían comprado el diario El Universal, la Cadena Capriles, Globovisión y otros medios regionales. Héctor Dávila, poco conocido en el mundo informativo, fue docente de la Universidad Central de Venezuela, columnista y asesor político.

 

El de Weil no fue el primer despido escandaloso de un caricaturista en Venezuela. El 17 de septiembre de ese mismo año Rayma Suprani informó a través de sus redes sociales que El Universal había prescindido de sus servicios por haber publicado una imagen en la que se vinculaba la grave crisis hospitalaria del país con el expresidente Hugo Chávez. La viñeta identificaba la salud con un electrocardiograma común, mientras que la salud en Venezuela la mostraba con el electrocardiograma de un muerto y, al final, la firma del creador del Socialismo del siglo XXI. Se sintió tan hostigada por el gobierno, que un tiempo después dejó el país, cuando se le cerraron todas las puertas para ganarse la vida con su oficio. Ahora, después de amenazas, censura, ataques y difamaciones, vive en Miami, sigue haciendo sus caricaturas, es editora del Wynwood Times (periódico dedicado a la vida cultural del barrio de Wynwood de Miami) y hasta ha sido invitada a algunas exposiciones en Nueva York. Es activista de una fundación que se encarga de localizar, almacenar, enviar y distribuir fórmulas lácteas a Venezuela.

Después de su despido, Rayma se sintió acorralada en su propio país, tal como le pasó a Roberto Weil ese 5 de octubre de 2014. En lo primero que pensó fue en su caja fuerte, donde atesoraba sus documentos y dólares en efectivo. Echó un vistazo a su alrededor. Lo había hecho bien, solo tendría que cargar con su computadora y sus otros equipos de trabajo. Esta vez tenía menos equipaje que cuando hizo un inspirador viaje por Sudáfrica y Tanzania, y del que hizo 20 cuadros, 30 ilustraciones y 9 esculturas.

Sus amigos lo llamaron, lo apoyaron y le dieron compañía. Sentía miedo, cómo negarlo. Unos días después salió de su casa y se quedó en otro sitio no especificado. Mientras tanto, veía cómo en las noticias y en las redes sociales aparecía su nombre junto con algún insulto o amenaza. Y poco después, su rostro en cadena nacional.

A las dos semanas, como los prófugos, salió del país. Fue a un aeropuerto del interior y llegó a Aruba. Había escuchado la idea de escapar de forma ilegal, pero la desestimó por completo. Desde Aruba partió a Miami, a la casa de su padre.

 

Otros caricaturistas como Eduardo Sanabria actuaron antes de que la persecución y la censura se les vinieran encima. Edo, como es conocido, renunció a la Cadena Capriles en agosto, poco antes de que despidieran a Rayma y a Weil. Ya veía cómo cambiaba la línea editorial y presenció cuando despidieron a su amigo Omar Lugo, y su también amiga Tamoa Calzadilla renunció a su puesto en el diario Últimas Noticias. Entonces, Edo tomó las riendas de su propio futuro, renunció y se fue a Miami. Ahora, desde esta ciudad, explica que no quería pasar por lo que luego pasaron sus colegas. Venezuela se estaba convirtiendo en un callejón inútil donde, además de cerrarse las puertas de empleo, no hallaba materiales para sus creaciones. Por eso, poco después, llegó a Estados Unidos con una visa de habilidades extraordinarias (la misma con la que llegaron Rayma y Weil) y dio rienda suelta a su creatividad en el exilio.

De eso, exilio, sabe ahora Roberto Weil. Cauteloso, planificó poco a poco sus movimientos en su nuevo mundo. No niega que extraña su ciudad y, aunque no lo hiciera, lo delatarían los cuadros de El Ávila que ha pintado y reposan en su casa. Tras unas paredes más allá de la sala tiene su taller, escoltado por algunos caballetes, varios cuadros sin terminar y una computadora.

Hoy, sentado en la sala de su casa, confía que la mayoría de sus clientes son venezolanos en varias partes del mundo y que, pese a todo, sigue publicando en el diario Tal Cual que, al momento de la entrevista para escribir esta historia, tenía acaso una semana de haber dejado de circular en papel.

Antes de responder si quiere regresar al país, titubea un poco. Claro que le gustaría, pero no ahora. Aunque han pasado varios años desde aquel absurdo episodio con las ratas, insiste en que jamás pensó en ofender a nadie y que aún, bajo las secuelas del miedo, está de acuerdo con que hubieran sacado de circulación su caricatura. No pensó en qué le pasaría por la mente a los políticos del PSUV cuando compararon a Robert Serra con la rata que él había dibujado. Más de uno le comentó que si alguien se sentía aludido, ese alguien sabría por qué.


Esta historia forma parte de Crónicas insumisas, un microsite del Instituto de Prensa y Sociedad Venezuela, en alianza con la Embajada de Canadá, La vida de nos, la ONG y El Anexo. Visite el proyecto completo en este enlace.

Juan José Faría

Periodista, graduado en la Universidad Católica Cecilio Acosta. Con experiencia en la fuente de sucesos. Ha realizado investigaciones para la revista colombiana Semana y en el portal argentino Cosecha Roja. Mención especial en el concurso de periodismo de Investigación Ipys 2012, y finalista en 2011. Tercer lugar en el concurso de periodismo de Investigación sobre sobre drogas 2013, otorgado por el Congreso de Argentina.
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