Manuel Jacinto Caballero era un hombre solitario pero muy popular en Las Vegas, un lejano pueblo del estado Cojedes, donde nació y creció. Un día desapareció y algunos vecinos creyeron que se había ido a Colombia a vivir con una pareja. Pero dos años después, todos supieron la verdad: “El Panita”, como le llamaban, había sido asesinado.
Ilustraciones: Robert Dugarte
El rumor corrió como un río desbordado por una creciente.
Minutos antes, aquella mañana de julio de 2016, el inconfundible sonido de las sirenas de las patrullas policiales había despertado a los residentes de Las Vegas. En ese pueblo de Cojedes, cercano a la ciudad de San Carlos y de escasos 20 mil habitantes, casi nunca ocurre nada. Lejano, en las entrañas de los Llanos venezolanos, parece un caserío olvidado. Poco queda de su pujante desarrollo agrícola y pecuario. Ni siquiera el mercado popular, en el que los buhoneros vendían productos en tarantines y carpas, ha vuelto a instalarse; nadie sabe qué pasó con ellos, no volvieron más.
Por eso aquel escándalo resultó extraño. Los vecinos se levantaron sobresaltados y, de inmediato, se enteraron de la sórdida noticia que esparcieron como un eco: “El Panita” no estaba en Colombia, como se creía. Lo habían matado.
—¡Ave María Purísima! ¡Cómo pudo pasar eso! —exclamaban y se preguntaban muchos, incrédulos, al enterarse.
Manuel Jacinto Caballero, “El Panita”, había nacido y crecido en Las Vegas. Era muy conocido. Todos sabían que era un hombre solitario, distante de sus familiares. Un hombre que evitaba las aglomeraciones. Se le veía escuchando música en el reproductor de su carro; le encantaban temas de los 80, de Yordano, Franco De Vita, Aditus y Daiquirí, así como canciones de música llanera, que escuchaba desde niño. A veces disfrutaba de una cerveza en la licorería con algunos amigos, con quienes jugaba dominó o bolas criollas. Nada fuera de lo común: es de esa forma como quienes viven en el pueblo suelen distraerse.
Y en eso estaba cuando todo comenzó, dos años atrás.
El calor de la tarde era sofocante. No corría la brisa. Las hojas de los árboles parecían dibujadas, de lo quietas. Un grupo de hombres y mujeres se encontraban en el patio de bolas criollas de “El Camarita”, mientras escuchaban pasajes llaneros de Reinaldo Armas y Vitico Castillo. Se oían los gritos de boche, exclamados por quienes jugaban, así como el golpe de las piedras de dominó contra la mesa cuando se trancaba un juego o ponían la última pieza.
Allí estaban “El Panita” y Bilkis Hurtado. Se conocían de vista, pero nunca habían cruzado palabra alguna. Hasta ese día que se tropezaron.
—Disculpa, mi pana —dijo Bilkis con su voz gruesa.
—No hay problema —respondió “El Panita” con toda tranquilidad.
—¿Pasando el calor, panita?
—Sí, cámara, y más cuando no se tiene con quien estar en la pieza.
Y comenzaron a conversar. La tertulia se alargó hasta caer la noche. Se despidieron estrechando sus manos, como si estuvieran sellando una amistad. Desde entonces, comenzaron a verlos juntos por el pueblo, conversando. La gente comentaba con extrañeza aquella cercanía porque mientras “El Panita” era conocido como un hombre bonachón, de esos que caen bien a todos, Bilkis tenía mala fama.
Gordo y alto, con más de 40 años a cuestas, se había divorciado de su esposa, quien alegaba que él la maltrataba y le era infiel con otras mujeres. Ahora vivía con su padre, un anciano que se quejaba de los pocos cuidados que él le prestaba: les decía a los vecinos que no lo alimentaba y que también lo maltrataba de diferentes formas. A Bilkis muchos le temían. Y justificaban su conducta con el hecho de que era santero.
Precisamente, por su oficio, hombres y mujeres acudían a él para que les “hiciera trabajos” para conseguir pareja. Gracias a sus supuestas dotes espirituales, insistían muchos en el pueblo, Bilkis había conseguido estar con las mujeres más bellas de la zona.
Una noche en la que resonaban los grillos y las chicharras, Bilkis acompañó a “El Panita” a su casa. Apenas cruzaron la puerta, le preguntó si vivía solo.
—Sí. ¿Tú no sabías? No tengo mujer, en eso no he corrido con suerte —le respondió éste. En el pueblo, donde tantas cosas se comentan, aquella soltería prolongada había sido motivo para que algunos se atrevieran a rumorar que a “El Panita” le gustaban los hombres.
—Pero eso de la suerte no es problema, si quieres te puedo ayudar —atajó Bilkis.
—¿Y cómo sería eso?
—Sabes que soy santero, podemos pedirles a los santos una mujer para ti. Ven para mi casa el viernes, allá te leo los caracoles y listo, resolvemos tu problema.
“El Panita” se quedó aquella noche pensando en la propuesta de Bilkis. Y a pesar de que sentía un poco de miedo, pues nunca había participado en un rito de ese tipo, se animó a ir. La soledad había dejado de gustarle hacía ya algún tiempo y, si algo deseaba, era tener con quien compartir su vida.
Ese viernes por la noche, Bilkis lo recibió en la puerta. Estaba vestido de blanco, con collares de varios colores colgándole del cuello y una pulsera negra con verde en una de sus manos.
Era una casa modesta, de varias habitaciones. Juntos debieron caminar por un largo pasillo hasta llegar a un patio en el que había un cuarto de madera. Allí había un altar con imágenes de la Virgen de las Mercedes, la de Coromoto y la Caridad del Cobre, adornado con flores e iluminado con lámparas de aceite y velas. Era el sitio donde Bilkis llevaba a cabo las “consultas”. Había cambures y naranjas. Y un escaparate en el que unos recipientes cubiertos con mantas, decorados con abanicos, guardaban pequeñas hachas.
Muy seguramente, ambos se sentaron en una esterilla dispuesta en el suelo y el santero inició el ritual, que se realiza para obtener favores, salud o librarse de algún mal. Lanzaría varias veces los caracoles para que estos le indicaran cuál era el mal que aquejaba a “El Panita” en el amor. Así sabría cómo proceder para que Eleggua, una de las deidades yoruba, le abriera los caminos.
Al finalizar, le informó que debían hacer otra sesión, que acordaron para el siguiente domingo por la tarde.
Nuevamente, debió ser un ritual con muchas velas encendidas que lucharían con la brisa para no apagarse. “Eleggua, Eleggua, Eleggua —habrá dicho Bilkis— te pedimos que abras los caminos, para romper lo malo que acecha a esta alma”. Nadie conoce cómo fue el resto de la ceremonia, pues allí solo estaban ellos dos, pero es de suponer que “El Panita” se acostó en el suelo con las palmas de las manos hacia arriba, como suele hacerse en esos casos, rodeado de velas blancas, encendidas, una tras otra. El fuego comenzaría a arder y el olor a parafina a mezclarse con el del incienso y el licor barato.
Lo que sí se sabe es que, al terminar, “El Panita” regresó a su casa y que continuaría confiando en la ayuda de Bilkis porque, días después, aceptó ir con él rumbo a la intrincada montaña de Sorte, en el estado Yaracuy.
La madrugada de un sábado, “El Panita”, Bilkis y dos acompañantes se enrumbaron a Sorte, a unas tres horas por carretera desde Las Vegas. Es una montaña conocida como el templo de María Lionza, que es escenario de diversos ritos de santería. Llevaban alcohol, miel y velas. “El Panita” estaba entusiasmado, aunque no sabía exactamente a qué iba.
Se detuvieron al llegar a un paraje solitario, rodeado de muchos árboles. El santero le pidió que se arrodillara y luego le vendó los ojos. Comenzó a recitar una oración. Y entonces le dio un golpe seco.
Un hilo de sangre comenzó a brotar de su oído izquierdo mientras caía al suelo. Allí lo golpeó varias veces hasta que “El Panita” quedó sin vida. Arrastró el cuerpo hasta un trecho en el que hizo un hueco y allí lo lanzó.
Después regresó a Las Vegas.
Nadie sabía que eso había ocurrido. Tendría que pasar el tiempo para que el pueblo se enterara y se estremeciera ante el crimen de uno de los suyos.
Al principio, en aquellos días de 2014, nadie en Las Vegas notó la ausencia de “El Panita”. A fin de cuentas era un hombre solo, sin familia, sin dolientes. Al cabo de semanas de aquel viaje a Sorte, Bilkis alquiló su casa y tomó su carro, un Ford Maverick de 1973, lo pintó y comenzó a usarlo como suyo. A quien le preguntaba por “El Panita”, le respondía que había conseguido una viuda con dinero y se había ido a Colombia. Y que, antes de marcharse, le había vendido sus propiedades. A algunos, la historia les parecía inverosímil, pero no indagaron más allá. Tendrían que pasar dos años para que las incógnitas comenzaran a despejarse.
Un día, cuando el asunto parecía olvidado, Bilkis chocó un automóvil en el que iba contra el de un funcionario de la Guardia Nacional Bolivariana. Iba en compañía de dos hombres, los mismos con los que fue a las montañas donde mataría a “El Panita”. Se dieron a la fuga, pero después el funcionario radió la matrícula del vehículo y los detuvieron en una alcabala.
El carro en el que se trasladaban estaba solicitado. Pero no era el de El Panita. Era de una joven desaparecida días atrás que, según concluyeron las investigaciones posteriores, había sido asesinada, descuartizada y enterrada en una zona boscosa. Los responsables eran Bilkis y sus dos acompañantes. Fueron estos quienes confesaron, con detalles, crímenes que involucraban al santero.
Aún en Las Vegas recuerdan aquella mañana de 2016 en la que su tranquilidad se vio alterada con los sonidos de las patrullas del Cuerpo de Investigaciones Científicas, Penales y Criminalísticas. Así llegaron a la casa del santero. Buscaron y encontraron evidencias que lo conectaban con el asesinato de “El Panita”, a quien nadie lloró pero al que tampoco ninguno olvida.
Historia elaborada en el XII Seminario de Periodismo Narrativo “El pulso y alma de la crónica”, de Cigarrera Bigott, en 2018.