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En un minuto su tío pisaría el suelo

Milagros Socorro | 4 abr 2019 |
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La mañana del domingo 10 de marzo, el ingeniero Manuel Martínez y su hijo de 13 años regresaban a su apartamento, en el 7mo piso de un edificio de La Urbina, en Caracas. Apenas tomaron el ascensor, se produjo un corte de energía eléctrica, que los dejó atrapados a medio camino. Los vecinos corrieron a ayudarlos. Rescataron al adolescente, pero Manuel, tratando de salir, se precipitó al fondo.

Fotografías: Martha Viaña / Álbum familiar

 

Hay una alerta repentina. Algo ha cambiado. Como si algo se hubiera paralizado afuera o hubiera cesado el zumbido de la vida. En horas diurnas, antes de comprobar que la lucecita de un aparato ha dejado de brillar, se sabe cuándo ha empezado el apagón porque se cierne un silencio denso como si la sangre se hubiera detenido en su torrente.

Esto fue lo que sintió Ester (llamémosla así para respetar su solicitud de mantener en resguardo su identidad) cuando se fue la luz en el edificio Residencias Boulevard, en la avenida principal de La Urbina, al este de Caracas. ¡Otro apagón! Su tío Manuel debía estar en ese momento en el ascensor para llegar al 7mo piso, donde se encuentra su apartamento.

Eran las 11:00 de la mañana del domingo 10 de marzo. Hacía un día brillante y los residentes de la zona experimentaban el alivio por el retorno del fluido eléctrico, interrumpido en casi todo el país desde el jueves 7 a media tarde. Tenían luz desde el día anterior. Hasta entonces habían estado no solo a oscuras sino incomunicados con sus familiares y amigos, y temerosos de que se dañara la comida en el congelador. Ese domingo, la familia había compartido el desayuno. A excepción del hijo mayor de Manuel, un abogado de 28 años, quien vive aparte, estaban todos juntos. Manuel, su esposa Vilma, el hijo de 13 años, la bebé a quien le faltaba una semana para cumplir su primer año y Ester, sobrina de Vilma, quien ha vivido con la pareja desde que era una adolescente. Tenía en Manuel un padre adoptivo. Un padre bueno y comprensivo.

Terminado el desayuno, Manuel anunció que bajaría al Central Madeirense que está frente al edificio y preguntó si necesitaban algo. Entró al baño para asearse y acicalarse. Así fuera solamente a cruzar la calle, el ingeniero barquisimetano Manuel Martínez era incapaz de salir de su casa con el mono deportivo con el que dormía y se sentaba a la mesa en las mañanas de domingo. Salió afeitado, perfumado y vestido con ropa de calle, pulcra y bien planchada. Le pidió a su hijo que lo acompañara. Ester estaba en la cocina lavando los platos cuando oyó el tintineo de las llaves y la puerta al cerrarse. El apartamento quedó sumido en el sonido del agua, los gorjeos de la bebé y la voz de Vilma, quien hablaba por teléfono en su habitación.

Un día normal, que en minutos iba a estallar en pedazos. 

 

Manuel Pastor Martínez se había graduado en el Politécnico de Barquisimeto. Trabajó toda su vida como ingeniero del Metro de Caracas, institución que muchas veces lo envió a Francia para ganar experiencia en ese medio de transporte y de la que llegó a ser vicepresidente en dos ocasiones. Su familia dice que tenía tal apego al subterráneo capitalino que “allí no se movía un tren sin que él lo supiera”. Todas las conversaciones con él derivaban hacia el Metro. Varias veces llevó a Ester y a sus hijos a visitar instalaciones del sistema: al patio de Propatria y la estación de Bello Monte, de cuya construcción había sido ingeniero en jefe.

—Gran parte de lo que fue el Metro cuando estaba en su esplendor fue gracias a él —dice Ester sin titubear.

Un día Manuel recibió la noticia, terrible para él, de que lo habían jubilado. Tenía 32 años de servicios en el Metro, pero no esperaba recibir una carta como aquella en que le comunicaban que había habido un cambio en la junta directiva y la entrante había tomado la decisión de pasarlo a retiro. Eso fue un golpe muy fuerte para él. Pasó de estar todo el día dando respuestas a mil requerimientos por varios teléfonos a que no lo llamara nadie.

Ester, quien se indignó por lo que consideró una jubilación abrupta y con motivación politiquera, saldría, sin embargo, beneficiada por la nueva situación. Su tío no solo les dedicó más tiempo a sus propios hijos sino también a ella, que ya había empezado a estudiar la carrera de derecho. La muchacha encontró en su tío un ayudante idóneo para repasar los apuntes en casa.

Manuel la llamaba “doctora” desde que ella ingresó en la facultad y le había prometido que cuando se graduara harían un gran brindis. Con Coca Cola light, de la que se reconocía adicto.

—No se limitaba a tomarme la lección. Teníamos debates serios y hasta discusiones enconadas Dios santo, la semana que viene tengo examen. Con quién voy a estudiar. 

Ester tarareaba uno de esos boleros “antiguos” que su tío Manuel solía cantarle a la bebé para dormirla, cuando se produjo esa parálisis del mundo, como si el viento hubiera decidido pasar de puntillas. Esperó un momento a ver si se trataba de un pestañeo del fluido. Tras el regreso del servicio, la electricidad había experimentado bajones y en varias ocasiones temieron que se volviera a ir. Muy contrariada, Ester comprendió que otra vez se habían quedado sin luz. Estaba pensando qué desconectaría primero cuando cayó en cuenta de que en ese momento Manuel y su hijo de 13 años debían estar subiendo en el ascensor impar. Salió del apartamento a toda carrera y apenas había bajado un par de pisos escuchó el vocerío de los vecinos.

Manuel Martínez y su hijo venían en el ascensor cuando este quedó a oscuras y se detuvo. Algunos vecinos acudieron al oír los gritos de Manuel. Era evidente que el ascensor se había quedado entre los pisos 3 y 4, mucho más hacia el 4to, que está clausurado para el ascensor que sirve a los pisos pares.

El primer impulso de los vecinos fue llamar a los bomberos, pero no había luz, así que los celulares estaban sin señal. Alguien tenía un teléfono fijo y corrió a marcar al 911, pero esto no funcionó. Optaron pues por abrir las puertas a la fuerza, por lo menos hasta que se despejara un espacio por donde cupiera una persona. Al desatascar las puertas comprobaron que el piso del ascensor había quedado a unos 40 centímetros del techo. 

Ayudado por Manuel, su hijo de 13 años salió por los pies y los vecinos lo abrazaron para terminar de sacarlo. En cuanto el muchacho estuvo a salvo, lo animaron a él para que saliera. Se sentó en el piso del ascensor y se impulsó con las manos. Los vecinos trataron de sujetarlo, tal como acababan de hacer con el chico, pero Manuel les dijo que no era necesario. Ester vio las piernas de su tío oscilando desde lo alto, y pensó que en un minuto pisaría el suelo y todo aquello habría terminado.

Se volvió hacia su primo para preguntarle: “¿Estás bien?”. Y cuando giró la cara hacia el ascensor vio un celaje aterrador. Manuel se impulsó y, en vez de caer en el pasillo, se precipitó en el foso que pareció tragárselo en un instante.

El transporte vertical no tenía faldón (lámina galvanizada protectora, no visible, que va por debajo del ascensor), que habría evitado que el ingeniero Martínez se despeñara desde el 3er piso hasta el sótano, pasando, además, por una mezzanina. Los presentes, que para el momento eran casi todos los residentes de la torre, corrieron escaleras abajo. Alguien fue en su carro a buscar a los bomberos, previsión muy pertinente porque estos no tenían manera de trasladarse, y alguien más se dirigió al estacionamiento con la idea de tener su carro listo para llevar a Manuel al hospital. Pero cuando lograron abrir la reja que guarda el fondo del hueco, era demasiado tarde.

 

Los bomberos llegaron en el automóvil del vecino, quien había hecho el trayecto a toda carrera. Pero no pudieron hacer más que sacarlo. Manuel tenía las manos manchadas de la grasa de los cables y cruzadas de heridas sangrantes. Había tratado de aferrarse. Murió instantáneamente. Tenía 58 años y la esperanza de vivir en un país que le permitiera empezar de nuevo.

En medio de un silencio espeso como el telón de terciopelo de un viejo teatro, los bomberos sacaron el cuerpo de Manuel Martínez del edificio donde había vivido y donde acababa de morir para llevarlo a la morgue.

Cuando Ester regresó al apartamento en el piso 7 lo primero que vio fue la puerta entreabierta del baño en una de cuyas esquinas colgaba, con la forma de las rodillas y como despreocupado, el mono que Manuel Martínez se había quitado para ir bien elegante a su cita con la muerte.

Milagros Socorro

Periodista y escritora de ficción. Venezolana.
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