Después de trabajar en las empresas básicas, Pedro, un hombre de 60 años sin oportunidades laborales, aceptó la invitación de un conocido de ir a las minas del sur del estado Bolívar. Se fue lleno de entusiasmo porque, le aseguraron, allá podía ganar mucho dinero.
ILUSTRACIONES: ROBERT DUGARTE
Esta historia se desarrolla entre los cerros de Tocoma y Santa Bárbara, en el sur del estado Bolívar. Allí Pedro pudo hacer el contraste entre dos mundos: el de las empresas básicas de Guayana, con sus salarios dignos y beneficios sociales, y el de las minas ilegales.
Él tenía una carrera, un currículo bien formado. En la Escuela Otto Rivero se formó como electricista bajo el auspicio del INCE. Durante décadas trabajó en Sidor, Interalúmina, Carbonorca y proyectos como la ampliación de Guri y la construcción del puente Orinoquia. En aquellos años el trabajo venía con estabilidad: salarios que le permitieron comprar una casa, mantener dos carros, llenar la despensa sin preocupaciones y hasta disfrutar de vacaciones familiares.
Las empresas ofrecían colegios para los hijos, hospitales bien equipados y utilidades que se pagaban completas en noviembre, suficientes para adquirir un vehículo o invertir en un negocio. Al contarlo, pronuncia una frase que viene de una herida aún fresca: “Éramos ricos y no lo sabíamos”.
Después vino el declive económico del país, ese que lo arrastró hacia la desesperación.
Con 60 años, sin oportunidades laborales y un salario que ya no alcanzaba ni para los medicamentos, aceptó la invitación de un conocido que un día lo conminó: “Vamos a las minas, allá se gana bien”.
Ya no tenía un trabajo fijo ni ingresos significativos. A esta situación se le sumó su “salida” de la empresa sin haber recibido una jubilación formal.
Por eso se fue.
Desesperado, comenzó su viaje con la expectativa de que su experiencia técnica fuese bien valorada y de que le serviría para ganar una buena cantidad de dinero.
No sabía que, en realidad, estaba entrando en un territorio con una ley salvaje.
El viaje no fue hacia el legendario El Dorado. Las minas donde trabajó Pedro se ubican en zonas remotas del sur del estado Bolívar. Los puntos de entrada se encuentran entre las localidades de Tocoma y Santa Bárbara, pero estos pueblos son solo una referencia aproximada. Para llegar se trasladaron en un Jeep Wrangler y tuvieron que abrir picas y dormir en la vía para alcanzar el punto de extracción. La travesía duró aproximadamente 22 días, en los que se valieron de sus provisiones y de animales de cacería para alimentarse, abriendo trochas con motosierras, reparando puentes colapsados y durmiendo a la intemperie, acechados por serpientes y plagas. El agua escaseaba, y cuando había, estaba contaminada con azufre y desechos orgánicos.

El panorama era desolador; se dieron cuenta apenas pisaron aquel territorio. La mina estaba controlada por un grupo de hombres, algunos recién liberados de prisión, armados con fusiles R-15 y motosierras. Su líder, a quien llamaban Javier, exigía, bajo amenazas de muerte, un porcentaje de todo el oro extraído.
Al llegar, Pedro y su amigo presentaron un documento de un general que los respaldaba, lo que les permitió evitar pagos iniciales. Pedro fue puesto a cargo de un molino industrial grande (de 30 toneladas), con la misión de procesar piedras para extraer el oro. Esa capacidad era inusual, ya que por la zona solo llegaban maquinarias pequeñas, de un máximo de 19 toneladas. Este gran molino procesaba cientos de baldes de piedra al día. Pero cada gramo de oro estaba vigilado. Una de las condiciones que debía soportar era “el tributo a la causa”; es decir, el pago que los mineros debían entregar a la banda. Pedro debía operar el molino, registrar la producción y entregar el 2 por ciento del oro a la banda, además de 25 por ciento para el dueño del molino. No recibía un salario fijo: su ganancia dependía de lo que quedara después de estos pagos.
Una de las ventajas iniciales era que el molino tenía mayor capacidad que la acostumbrada en aquellas zonas. Este poder industrial fue rápidamente aprovechado para aumentar la explotación del material aurífero en grandes cantidades y en menor tiempo.
Lo que Pedro planificó como una incursión de un par de meses se alargó más de lo esperado. En las minas, debía endeudarse para obtener recursos básicos como alimentos y derecho a explotar un pedazo del área, lo cual se volvería insostenible a largo plazo.
Pedro vivía en un campamento improvisado cerca del molino, compartiendo espacio con otros mineros, algunos de los cuales tenían prontuario delictivo. En ocasiones dormía en una hamaca colgada de los árboles o en ranchos cercanos; otras veces, se recostaba en el suelo y ahí pasaba la noche. Para estar un poco más cómodo, excavaba un hueco que le servía de protección contra la brisa y los residuos que circulaban en las cercanías. Para alimentarse comía lo que podía cazar, con una escopeta de un solo tiro conocida como bácula, como venados y morrocoyes; o compraba en la bodega del campamento. “1 kilo de pollo costaba el equivalente a días de trabajo”, cuenta. La compra se llevaba a cabo intercambiando productos por “puntos de oro”, que muchas veces no necesariamente tenía a la mano, por lo cual se endeudaba. Si no encontraba suficiente oro para pagar las deudas, los de la banda le impedían la salida del campamento.
Claro que a Pedro sus conocimientos mecánicos también le servían como una moneda de cambio, ya que se ofrecía a reparar equipos y herramientas de otros mineros a cambio de favores o protección ante otros mineros. Trabajaba todos los días, sin descanso, pues la producción no paraba. Su jornada iniciaba en la madrugada, a eso de las 5:00 de la mañana, para poner a punto el molino y empezar la extracción de oro.

Cada mes y medio, un helicóptero militar recogía bidones de agua de 5 litros llenos de oro, mientras los mineros eran desplazados a la fuerza hacia la montaña. Era el cobro de la mensualidad por el “derecho” de explotar los recursos auríferos. Según Pedro, la banda se mantenía en comunicación con las autoridades a través de guardias nacionales que visitaban constantemente la mina, y quienes avisaban con anticipación que iban con su helicóptero. Él llegó a ver los bidones de 5 litros llenos de oro, porque era el encargado de pesar y registrar la producción diaria antes de que se la llevaran.
Otra de las dificultades que tuvo que enfrentar fue “la justicia de los malandros”. Lejos de ser un pueblo sin ley, las minas se constituyen como un complejo sistema de normas y jerarquías establecido por las bandas que controlan la zona. Quienes robaban oro eran eliminados a la vista de todos y sus restos eran descuartizados con motosierras y luego arrojados a los huecos de las minas más lejanas. De hecho, Pedro fue testigo de cómo un hombre que robó 1 gramo de oro fue ejecutado frente a todos por orden del jefe Javier.
En el caso de las mujeres —cuyo rol en las minas se centraba en brindar apoyo en la cocina o en la limpieza—, eran violadas, y ningún reclamo llegaba a las autoridades, pues, insiste Pedro, en muchas ocasiones la Guardia Nacional era cómplice.
Las condiciones de vida eran precarias: enfermedades como el paludismo, diarrea e infecciones cutáneas por el agua contaminada de metales pesados eran muy comunes.
Quienes caían enfermos debían seguir excavando para pagar sus deudas con la bodega del campamento. Pedro contrajo paludismo y una diarrea severa que casi lo mata. Fue una mujer indígena quien lo salvó con remedios naturales, pues no había médicos ni medicinas. “Me vine flaco como un cadáver, con solo 25 gramos de oro después de 7 meses”, relata.

Todo lo ganado lo gastó en recuperar su salud.
Su experiencia en las empresas básicas de Guayana le había mostrado un país donde el trabajo era sinónimo de progreso. Pero en las minas descubrió lo contrario: el oro no enriquece al minero, solo a los grupos armados y a quienes están en el poder. “Allá no sales con real, sales enfermo y listo para morir”, sentencia.
Antes de su experiencia en las minas, Pedro era un hombre seguro, optimista, con una carrera estable. Su confianza y simpatía le valió ganarse el favor de varias personas dentro del campamento. Tras la mina, quedó marcado por un trauma físico y emocional. Aunque mantiene su resiliencia y en cierta forma el sentido del humor, su relato refleja desilusión y advertencias claras sobre los peligros de las minas. Su fe (dice que allá leía la Biblia) y su experiencia técnica fueron sus únicos apoyos en lo que describe como “ese infierno”. No hay oro que valga una vida destruida.
Por razones de seguridad hemos cambiado el nombre real de la protagonista de esta historia.

Esta historia fue producida en el Programa Formativo Contar Fronteras, una alianza entre El Bus TV, Runrun.es y La Vida de Nos para mostrar la realidad en estados fronterizos de Venezuela.