Misael Marchan llegó contento al Parque Nacional Torres del Paine, en el sur de Chile, a retomar su oficio de pastelero, y con la ilusión de ahorrar para reencontrarse con su familia en Venezuela. Cuando estaba a punto de lograrlo, comenzó la pandemia de covid-19 y se quedó sin trabajo.
Fotografías: Álbum Familiar
El Parque Nacional Torres del Paine, en la región de Magallanes, al sur de Chile, es un territorio impresionante. Está rodeado por el campo de hielo patagónico sur. Hay glaciares que, cuando se derriten, forman lagunas, ríos y lagos con una temperatura muy baja para bañarse y que parecen dejar congelada por segundos la vista y el corazón. No en vano es uno de los principales destinos turísticos de Chile. A pesar de ese gélido paisaje, ahí está el bosque magallánico, el matorral preandino y la estepa patagónica. Los visitantes esperan toparse con un puma, un cóndor, un águila, un guanaco, un pájaro carpintero o un zorro.
Hasta allá fue Misael Marchan un día de 2017 en que el cielo estaba lleno de nubes negras. Iba a trabajar como pastelero en un lujoso hotel de ese parque. Para llegar hasta ahí, tuvo que atravesar un camino de piedras desde Puerto Natales por más de dos horas en una camioneta van. El movimiento mantenía despierto al resto de los pasajeros, pero Marchan, en ese recorrido, no dejaba de soñar. Soñaba que, a partir de entonces, todo mejoraría para él: que al fin retomaría su oficio de más de 20 años; que dentro de unos ocho meses podría volver a ver a su familia que estaba en Venezuela.
En Caracas él trabajaba en una pastelería haciendo pasteles, hojaldre, pan y tortas. Y además en su casa tenía una batidora industrial que usaba para trabajar por su cuenta: preparaba recetas para conocidos y para celebraciones familiares. Para él esa máquina era una reliquia. Pero cuando decidió migrar, tuvo que venderla.
Marchan creía que ahorrando lo que ganaba, comprando solo lo necesario, sin pasear por Venezuela y mucho menos sin viajar al exterior, iba a poder retirarse a los 50 años y descansar. Pero poco a poco el sueldo dejó de alcanzarle. Ni siquiera podía comprar las cosas básicas para él y para su familia. Fue entonces cuando a sus 52 años pensó que todavía no era tarde para volver a comenzar.
Hizo sus maletas y se fue a Perú en 2017.
Allá no logró establecerse. No encontró buenas condiciones de trabajo. Así que cuando un conocido le habló de una oportunidad como pastelero en un hotel del sur de Chile, no lo pensó mucho para hacer sus maletas otra vez.
Cuando llegó a la Patagonia solo sabía que iba a trabajar como parte del equipo de cocina del hotel: le darían alimentación y hospedaje, lo que le permitiría mandar dinero a Venezuela y ahorrar.
Pasaron casi tres años y una tarde de diciembre, en medio de un descanso de la preparación de los postres y el pan para la cena especial de Navidad de los huéspedes, aprovechó un descanso para llamar a la familia sin la compañía de los otros empleados con los que compartía la habitación.
—Abuelo, ¿cuándo vas a venir? —le preguntó su nieta de solo 3 años.
Él no le respondió: prefirió comentarle otras cosas para despistarla. Pero la verdad es que Marchan estaba proponiéndose volver. A esas alturas, ya podía salir e ingresar a Chile sin problemas porque tenía todos los papeles en regla.
Al cabo de unas semanas, trabajando detrás de la barra, conversó con una compañera, venezolana como él, que estaba buscando pasajes para su país, y acordaron buscar opciones para viajar juntos.
Solo dos días después, sin embargo, los planes volvieron a cambiar: la dirección del hotel reunió a todos los empleados en esa misma sala para informarles que debían irse a sus casas. Se habían encendido las alarmas por una pandemia global y era demasiado riesgoso seguir recibiendo turistas de todas partes del mundo.
El cielo estaba rojizo esa mañana de febrero de 2020 cuando bajaron del parque con destino a Punta Arenas, justamente la ciudad en la que se registró el primer caso de covid-19 en Chile.
Los trabajadores, sobre todo los extranjeros, estaban a la deriva, no tenían a donde volver. Algunos, desesperados, compraron pasajes para regresar a sus países, aprovechando que todavía no habían cancelado las rutas aéreas.
—¿A dónde te vas a ir? —le preguntó la compañera del puesto de al lado a Marchan.
—Tengo una prima en Punta Arenas y me voy a quedar ahí.
—¿Y si te vas a Venezuela? Dicen que esto va para largo.
—No, si esto es para rato, ¿cómo voy a resolver allá? Aquí yo puedo resolver, allá no —respondió.
Punta Arenas queda a unas cinco horas por carretera del Parque Torres del Paine. Es el centro urbano más importante de la región de Magallanes y a donde llegan los vuelos nacionales. El aire en Punta Arenas, lejos de parecer una dulce caricia, es más bien una cachetada. Las ráfagas de viento han alcanzado más de 150 kilómetros por hora. Cuentan que en 1993, el viento desprendió el techo del gimnasio de la Universidad de Magallanes y se fue volando por el cielo de la ciudad. Los ventarrones suelen ser tales, que obligan a los habitantes a agacharse para caminar o tomarse de las cuerdas instaladas en las calles para que los peatones no se caigan.
Allí, soportando el azote de la corriente del aire, Marchan deambulaba por las calles en busca de empleo, al tiempo que veía en las noticias cómo los países comenzaban a cerrar las fronteras por la pandemia. Entonces le venía a la cabeza una y otra vez la idea de volver a Venezuela, pero se hacía muchas preguntas —¿a qué voy a ir?, ¿a mirarlos?, ¿si me voy, quién les va a mandar para la comida?— y prefería continuar la búsqueda.
Sentía rabia.
Recordó a su mamá, de 86 años, quien desde Ocaña, en Colombia, no dejaba de decirle que quería volver, que añoraba Venezuela.
Recordó a sus siete hermanos, todos regados por el mundo.
Recordó su plan de ahorrar para retirarse y seguir apoyando a sus hijas. Fue por eso que compró dos camionetas para trasladar pasajeros; esas que casi vendió para no sacrificar su querida batidora industrial, y que ahora estaban varadas en Caracas a la espera de que pudiera cambiarles un caucho que le costaba casi lo mismo que un mes de alquiler en Chile.
Pasaban los meses y nada que conseguía empleo. Había estado manteniéndose con lo que había ahorrado. Hasta que en julio, un joven oriundo de Barquisimeto le comentó que la constructora Vilicic, que se encarga de hacer puentes, caminos, asfaltados y muelles en la región de Magallanes y en la Antártica Chilena, estaba buscando trabajadores. Era un trabajo forzado para alguien de su edad, nunca había trabajado como constructor, pero él no dudó en responder:
—Yo agarro de lo que sea.
—Ve a esta dirección y dile al chofer del autobús que te deje cerca —le dijo el muchacho.
En Punta Arenas, durante el invierno, disminuyen los vientos y aparece la nieve con una temperatura de 2 grados centígrados. En julio de 2020, había días de menos 2 grados. Con mucho frío, a eso de las 8:00, Marchan salió para la constructora. Aunque el conductor le aseguró que sí sabía dónde era, lo dejó lejos, a más de 20 kilómetros, en las cercanías del aeropuerto.
Al bajar del autobús y darse cuenta de que estaba muy lejos de la ciudad, comenzó a caminar al costado de la carretera. Cuando vio el primer camión le hizo la seña sacando el dedo pulgar, imitando a los mochileros de la zona. Fue por eso que llegó a la constructora cerca de la 1:00 de la tarde.
—Ahorita no hay nadie que reciba los papeles, ya todos se fueron a almorzar, abren a las 3:00 de la tarde —le dijo el vigilante, que era muy joven.
Marchan se quedó parado en frente de la casilla sin decir nada, frustrado, con los papeles en la mano.
—Hoy en la mañana vinieron como 10 personas a meter el currículum. Pero a todos los rechazaron. Pase para que espere.
El vigilante le señaló una puerta.
Marchan entró, se sentó en un banco y agradeció que hubiese un techo.
Hacía bastante frío.
—¿Tienes la cédula definitiva? —fue el único requisito que le pidió el responsable de reclutamiento, dos horas más tarde. Este es un permiso para vivir y trabajar en Chile que le exigen a los extranjeros con visa de residente.
—Sí, me la dieron hace un mes —respondió.
—Para verla.
Marchan se la mostró.
—Vas a hacerte estos exámenes y, según como salgas, comienzas este jueves.
Salió de allí contento. Al fin volvería a tener un sueldo. Pero también estaba asustado, porque era un oficio que nunca antes había hecho.
En la obra había unos 60 trabajadores. Marchan era el único extranjero.
Al volver a casa, le contaba a su prima cómo le había ido.
—El viento estaba hoy patético. Imagínate toda la brisa que tengo que llevar en la calle. Nos mandan a cuatro trabajadores a hacer un hueco, mientras uno pica, los otros sacan la tierra y después le das la pala al otro y tú descansas. En Venezuela yo veía a tanta gente haciendo un hueco y no entendía. Hay que estar en esto, hay que vivirlo para entender.
Algunas noches llegaba del trabajo y se acostaba boca arriba en la cama, subía las piernas, apoyándolas contra la pared, porque una vez escuchó que eso ayudaba a mitigar el dolor. Cerraba los ojos y cuando los abría se daba cuenta de que había pasado el tiempo, que el sueño lo había vencido. Entonces se paraba a bañarse y a preparar la cena.
Un jueves de septiembre, cuando iba a pie a su casa, sintió un malestar. Llegó a su habitación y se envolvió en las sábanas.
—Ve al hospital y hazte el examen de covid-19, ese es el único requisito para volver; positivo o negativo, tráigame los resultados —le respondió el coordinador de la obra cuando lo llamó para contarle de sus síntomas.
Le hizo caso.
El resultado para covid-19 fue positivo.
Marchan no se alarmó en ese momento. Pero al décimo día comenzó a costarle respirar y entonces sí sintió miedo.
Cuando se levantaba para ir al baño, sentía que tenía pesas en los tobillos. Una tarde fue a la cocina a buscar una arepa que su prima le había dejado allí y sintió que el trayecto, de unos pocos pasos, era de kilómetros.
“¿Cómo vengo a morir tan lejos?”, se preguntó cuando finalmente volvió al colchón. “Soy el brazo de mi familia”, pensaba. Se sintió solo, en esa casa sin su familia cercana, en una tierra fría que, por más que trataba de hacerla suya, le provocaba dolor en los huesos.
“¡No podrán ni mandar mis cenizas!”.
Volvió a sentir rabia y a llorar.
Comenzó a orar. Le dijo a Dios que le dejaba toda la situación en sus manos, y que confiaba en su decisión.
A los días Marchan se sintió mejor.
Pudo regresar a la construcción. Para llegar a su trabajo decidió irse una hora antes. Y menos mal que así lo hizo, porque caminó una cuadra y tuvo que buscar una acera para sentarse a tomar aire. Así tuvo que hacerlo por 12 cuadras más. Todavía no estaba completamente recuperado.
—Echa pala una vez, otra más y descansa. Si puede hacer el hueco, así le tome un día, hágalo, no es su culpa —le dijo el supervisor cuando llegó.
La faena fue muy lenta y los compañeros muy compasivos con él. Eso le dio ánimo. Poco a poco retomó el ritmo.
Marchan todavía vive con incertidumbre, pero eso ya no le causa dolores de cabeza. Dice que ya no piensa tanto en el futuro y que hace planes para cada seis meses. “Una vez llega el momento, veo si se puede o no y después vuelvo a hacer planes para otros seis meses más, y así”.
Quizá se lo debe a la sabiduría de sus 56 años, a la migración, a sobrevivir a una pandemia, a las veces que el viento patagónico le ha sacudido el cuerpo, el alma y los pensamientos.
Tampoco el clima le afecta tanto como antes: se dio cuenta de que no cambiará el viento y es él quien debe adaptarse. Aunque encontró estabilidad económica, está negado a solicitar la nacionalidad chilena, porque quiere morir con la venezolana.
—¿Y tienes planes de ir a Venezuela? —le preguntó alguien hace poco.
—Pienso que quiero irme, que me hace falta la familia, las hijas, que quiero conocer a mi nieta… pero ¿de qué vamos a vivir?, ¿qué voy a hacer allá? —respondió como lo hace a sí mismo cada tanto cuando piensa en ese asunto.
Esta historia fue desarrollada durante el taller “Tras los rastros de una historia”, impartido a través de nuestra plataforma El Aula e-nos a 15 periodistas venezolanos migrantes, en el 3er año del programa formativo La Vida de Nos Itinerante.