Sudeban bloqueó las cuentas bancarias de Alimenta la Solidaridad, organización que mantiene 239 comedores en 14 estados del país, en los cuales comen a diario 25 mil niños en situación de riesgo. “Mi sonrisa, Mi esperanza” es uno de los 40 que funcionan en Petare, el barrio más grande de América Latina. Lo coordina María Angélica, una joven de 31 años que siempre soñó con ser cocinera y quien, junto a la comunidad, ha procurado que los fogones no se apaguen.
Fotografías: Ronald Peña
María Angélica recibe las tres viandas que le entrega Viyatza Barreto. Mira a la joven con preocupación y le pregunta cómo se siente. Sabe que su abuela murió hace cuatro días y que todavía permanece en la morgue de Bello Monte. No han podido cremarla porque no tienen dinero para cubrir los gastos del sepelio.
—¿Cómo están haciendo con la comida? —le pregunta María Angélica, quien sabe que la muchacha, cuyo padre está preso, se quedó sola con sus tres hijos pequeños y con su hermano menor a cargo.
—Pues hacemos un arroz que conseguimos por ahí. Por lo menos hoy, me llevaré estas tres perolitas de granos que me darán aquí y las mezclaré con el kilo de arroz que tengo para rendirlo y que podamos comer todos… Para que ese arroz nos sepa a algo, pues. Tú sabes que la que resolvía era mi abuela, y ya no está.
La Beba, como sus allegados llaman a Viyatza Barreto, habla suave, mirando al suelo. Tiene 21 años, es baja, de piel morena, delgada, delgadísima. Vive en esta comunidad llamada Carpintero, donde María Angélica y su familia mantienen este comedor. La Beba dice que volverá cuando el almuerzo esté listo para llevarse las viandas llenas. Se despide y se pierde en la bajada infinita que es este barrio, uno de los 1 mil 500 de Petare, en el extremo este de Caracas. Deja un silencio largo en la sala de la casa, y el sonido de las conchas de papa que van cayendo al piso de la cocina parece amplificado.
María Angélica da gracias a Dios porque hoy el comedor podrá servir el minestrone que están preparando. La Beba contará con algo más que arroz. Y lo dice con la preocupación que ella y las demás personas que están aquí tienen desde hace días.
Es 10 de diciembre de 2020. El 24 de noviembre, la Superintendencia de Instituciones del Sector Bancario (Sudeban) congeló las cuentas de Alimenta la Solidaridad, una organización que hace cuatro años creó el activista Roberto Patiño, para ofrecer comida en comunidades vulnerables. Son 239 comedores populares en 14 estados del país, gracias a los cuales 25 mil niños en situación de riesgo (5 mil más de la cantidad de personas que caben en el Poliedro de Caracas) pueden alimentarse a diario. Es casi un milagro que exista esa red en un país en el que 57 por ciento de los hogares han debido endeudarse para comprar el pan de cada día. O han tenido que reducir las porciones que sirven en los platos. O se han visto en la necesidad de pedir para poder comer. Eso según Caritas Venezuela.
Desde que le bloquearon las cuentas, Alimenta la Solidaridad dejó de abastecer de insumos a sus comedores: las alacenas se fueron vaciando, y las mujeres encargadas de preparar las comidas comenzaron a hacer magia para rendir lo que iba quedando. Este de Carpintero, bautizado con el nombre optimista “Una Sonrisa, Una Esperanza”, es uno de tantos: uno de los 40 que funcionan en Petare, considerado el barrio más grande de América Latina.
Aquí tenían guardados alimentos que había donado una ex reina de belleza que es madrina del comedor. Comenzaron a usarlos tratando de que alcanzaran la mayor cantidad de días posible. María Angélica se las ingeniaba para aliñar las caraotas con cebollas y un poco de ají; y le echaba más verduras y menos carne a las sopas. Preparaban bollitos de harina de maíz con tortilla, guisos de vegetales, granos con verduras, caldos.
Preocupada porque las reservas podían terminarse, comenzó a movilizarse fuera de la cocina.
Hacía trueques en las bodegas del sector: le pedía a los dueños que le cambiaran una harina por una pasta.
Iba a las ferias en las que venden pollos más económicos: para poder comprar algunos, pedía rebajas a los comerciantes.
Llevaba comida de su propia casa para prepararla en el comedor.
Había mucha incertidumbre por una pregunta a la que nadie le tenía una respuesta: ¿Qué hacer si la comida se acaba? Porque si algo tenían claro era que los fogones no podían apagarse: son 100 las personas, la mayoría niños, que cuentan con el plato de comida caliente que aquí sirven. A veces es lo único que comen durante todo el día. En sus casas no tienen nada más.
María Angélica tiene 31 años. Es una mujer bajita, de contextura gruesa, cabello largo y cachetes rosados. Siempre soñó con ser cocinera y tener su propio restaurante a orillas de un río. Por eso hace algunos años compró una casa en Barlovento, en lo profundo del estado Miranda, y se fue para allá; pero luego de un tiempo, la crisis económica del país la empujó de regreso a trabajar en Caracas.
Sus familiares viven en Carpintero y han hecho labores sociales en el barrio. En diciembre, sus padres arman nacimientos, pintan las calles; su hermana, recoge ropa y juguetes para los recién nacidos. María Angélica, cada vez que los visitaba, se angustiaba cuando niños del sector tocaban la puerta y pedían algo de comer para ellos y los suyos. Lo comentó con su madre. Ella le dijo que hablaría con algunos amigos ex concejales de la Alcaldía de Sucre, para ver qué podían hacer. Luego de eso fue que, en 2018, llegó “Mi sonrisa, Mi esperanza”.
Y María Angélica dividió su vida entre el trabajo como obrera en una escuela y la coordinación de este comedor comunitario al que cada vez le dedica más tiempo. Ahora, dos años después, suele salir de su casa, en la carretera vieja Petare-Guarenas, a las 4:30 de la madrugada y llega una hora después a la casa de su mamá en Carpintero para hacer las empanadas que vende por encargo. Al terminar, enciende la hornilla construida con tubos de metal y empieza a preparar lo que repartirá en el comedor. Desde la aparición de la pandemia de covid-19, cuando el transporte falla, cuando se le acaba el dinero en efectivo para el pasaje de regreso, o incluso cuando se le ocurre alguna idea para ganar dinero y conseguir insumos para el comedor, se queda con sus hijos a dormir en las colchonetas que dispuso en la segunda planta de la casa donde funciona el comedor.
La noticia del congelamiento de las cuentas de Alimenta la Solidaridad corrió por los callejones de Carpintero. Los vecinos se enteraron de lo que ocurría puertas adentro de “Mi sonrisa, Mi esperanza”. El 1ro de diciembre, declarado desde 2017 como el Día de dar, se organizaron para contribuir. Aquella mañana los niños se reunieron en la calle donde está el comedor y, sonrientes, comenzaron a pintar la vereda y la fachada. Luego, hicieron una pancarta que decía: “Ayuda al comedor Una Sonrisa, Una Esperanza” y se pararon frente a la entrada a pedir alimentos. Tenían una cesta azul. Estaba vacía.
Poco a poco fueron acercándose personas a depositar allí kilos de arroz, pasta, harina de maíz, granos, azúcar: lo que estuviera a su alcance. Hasta La Beba, como la mayoría, llevó algo que sacó de la bolsa CLAP. Fueron más de 30 kilos de alimentos los que recolectaron. Entre todos llenaron la cesta azul.
Ese día, María Angélica sintió que en el comedor no estaban solos. Fue un alto en estos días de preocupación que no han terminado.
Desde entonces han pasado 10 días. Todavía no han traído insumos de Alimenta la Solidaridad. Por eso, los cinco paquetes de granos que están cocinando los han sacado de la cesta azul en la que guardaron las donaciones del 1ro de diciembre.
Acaba de tocar la puerta del comedor Jhon Perozo, un señor que tiene una bodega en la comunidad. Ha venido a entregarle a María Angélica un refresco para que lo comparta con los colaboradores y los niños que están sentados en las escaleras y los muebles esperando a que esté la comida para ayudar a servir y repartir.
María Angélica vuelve a la cocina para seguir aliñando el minestrone. Dice que confía en que alcanzará. “Porque siempre alcanza”. En este rato interrumpe la labor una y otra vez para entrar y salir a atender a quienes, como el señor Jhon Perozo, vienen dejar algún kilo de arroz, una harina, cualquier contribución. Cada vez que regresa, revuelve el contenido de la olla gigante de la que se desprende un olor apetitoso.
Ya está hirviendo.
Al cabo de unos minutos, sale para pedirle a dos de los niños que organicen las tazas que han comenzado a traer los beneficiarios.
Entonces su hermana desde la cocina grita que el minestrone está listo.
María Angélica hace un gesto con la cabeza y los seis niños en la sala comienzan la logística. Unos ubican cerca de la puerta una mesa de madera; otros sacan de los bolsos los envases plásticos que han traído los vecinos; mientras una niña los organiza en el mesón al lado de la olla hirviendo.
Se arma una cadena humana encabezada por María Angélica, quien llena los tarros con minestrone; luego los pasa, uno a uno, a la niña que le pone las tapas; y ella se los entrega a otra que los mete en el bolsito que corresponde a cada familia.
—No nos equivocamos porque ya sabemos de quién es cada bolso y cada envase —dice.
Llenan 95 envases en menos de 20 minutos. María Angélica no lleva la cuenta. Dice que es imposible tratar de que rinda si se está contando cuánto falta.
Y sí, rinde. Han servido en todos los envases y la olla aún tiene algo de sopa que alcanza para que coman los visitantes en la casa, así como los padres de María Angélica, su hermana, dos vecinas, sus sobrinos y ella. Es entonces cuando recibe un mensaje: le dicen que luego de cuatro semanas, el camión de Alimenta la Solidaridad volverá a surtir de alimentos a este comedor. Se emociona. Da gracias a Dios. Ruega porque ojalá sea así y los días de incertidumbre queden finalmente atrás. Ruega para que todos, siempre, puedan comer.
Esta historia forma parte de La Ruta del Hambre, un proyecto editorial desarrollado por nuestra red de narradores, en el 3er año del programa formativo La Vida de Nos Itinerante.