Al borde de la vía que une el eje cafetalero de Colombia con el resto del país, viven doña Leonor y su esposo Luis Enrique. Ella se conmovía cada vez que se asomaba a la ventana y observaba a venezolanos cansados, en esa carretera peligrosa, caminando hacia un mejor destino. Un día, aunque tenía poco que ofrecerles, se decidió a ayudarlos.
Fotografías: Álbum Familiar
El Alto de “La Línea” es la principal vía entre el eje cafetalero de Colombia y el resto del país. En su punto más alto alcanza 3 mil 265 metros sobre el nivel del mar, y en promedio su temperatura es de 8 grados centígrados. Entre Cajamarca y Calarcá, los dos extremos de este pasaje, hay 43 kilómetros. Es un tramo que en carro se transita en unas dos horas y está lleno de paisajes: pastizales, flores coloridas, montañas con vacas y ovejas. Por ahí transitan venezolanos que han salido de su país a pie. No pueden detenerse a contemplar la belleza: deben apresurarse para que no los agarre la noche allí, donde las temperaturas llegan a ser tan bajas que a más de uno le ha dado hipotermia. Algunos han muerto.
Al borde de esa vía está la casa de doña Leonor.
Es una construcción que parece estremecerse cada vez que pasan las gandolas por la carretera. Las vibraciones continuas fueron haciendo grietas en la pared de su cocina y en los dos cuartos de su casa. El baño tiene filtraciones y una parte del techo está levantada. En la sala está la única ventana de la vivienda. Por allí se asomaba doña Leonor a distraerse, pero a veces terminaba más bien angustiada.
Veía con sus propios ojos eso que tantas veces han contado en el noticiero: a cientos de venezolanos cruzando a pie páramos y ciudades colombianas en búsqueda de un mejor destino.
Se le aguaban los ojos. La piel se le erizaba al ver sus rastros de sangre marcados como huellas dactilares en la acera del frente. Muchas veces se prometió a sí misma no asomarse más a la ventana, pero siempre volvía a hacerlo, como si en el camino de esos andantes ella tuviese un destino.
El 17 de junio del 2018 una familia de venezolanos intentó descansar frente a su casa. Doña Leonor los vio desde la ventana. Se les notaba cansados, los niños no podían ni levantarse de la acera. Esa tarde, ella miró al cielo y, en un sincero grito, dijo a Dios: “Aquí estoy, no tengo mucho que ofrecerles a estas personas, pero si es tu voluntad que los ayude, lo haré”.
Entonces secó sus lágrimas, llamó a don Luis, su esposo, abrió la reja de la entrada y se acercó a los caminantes.
—No tengo mucho que ofrecerles, pero si quieren, vengan a mi casa, báñense, reposen un poco, y si pueden esperar, les serviré un agua de panela caliente y una arepa.
Lo dijo con cierta pena, porque pensó que lo que les ofrecía era poco. Ellos, agradecidos, le echaron la bendición mientras entraban a su casa. Al final de ese día, en su cama antes de dormir, Doña Leonor recordó a esas personas cuando horas después continuaron su viaje —ya sin barro, con menos cansancio en la cara, riendo, más animados— y se sintió satisfecha por la ayuda que les había brindado.
Entonces se le ocurrió una idea.
Aunque su esposo Luis Enrique estaba diagnosticado con cáncer terminal (con un pronóstico médico de cinco meses de vida); aunque la alacena estaba casi vacía; aunque apenas les alcanzaba el dinero para pagar las facturas habituales; aunque en su sala no cabían más de dos sillones y dos sillas de plástico; y aunque en su cocina no había más de cinco vasos y cuatro platos, ella quería convertir su casa en un centro de ayudas para los caminantes.
Al día siguiente, volvió a asomarse a la ventana para tratar de identificar a quienes necesitaban más ayuda. A esos les tendería la mano, como había hecho el día anterior.
Pero elegir no era fácil.
Todos parecían urgidos: la mujer con dos niños de brazos; el hombre de canas que se apoyaba en un bastón para seguir caminando, el grupo de jóvenes que solo llevaban un bolsito tricolor… todos, todos se veían igual: perdidos y cansados. Entonces, Leonor decidió que no llamaría a nadie. Oró: le dijo a Dios que atendería a quienes le tocaran la puerta.
Y sí, como si esa oración hubiese sido escuchada, contrario a lo que había ocurrido antes, a partir de ese día algunas personas comenzaron a llegar a su casa pidiendo ayuda: pedían agua, el baño o una arepa. Doña Leonor los hacía entrar y les servía de la comida que había preparado para ella y su esposo.
Pero con el paso del tiempo, la cantidad de personas que le tocaban la puerta aumentó. Ya no podía seguir compartiendo la comida. No bastaba con echarle más agua a la sopa o hacer medio pocillo más de arroz. Lo poco que tenía no era suficiente. Entonces, comenzó a pedir ayuda. Primero a Dios y luego a los dueños de negocios cercanos. También en los supermercados, en las tiendas y en entidades públicas como la Alcaldía Municipal de Calarcá. Algunos donaron un paquete de arroz; otros, sal y verduras; y otros tantos solo respondieron con promesas y buenos deseos.
Doña Leonor continuó tratando de rendir lo que reunía.
En las siguientes semanas ya nadie tocaba la puerta: estaba la gran parte del día y la noche abierta. Doña Leonor ya no esperaba a los caminantes en la ventana, ahora se la pasaba en la cocina haciendo provisiones para ellos. Así, poco a poco, los días de doña Leonor se fueron haciendo más largos. Comenzaba a las 4:00 de la madrugada y terminaban a las 11:00 de la noche. Cocinaba sola. Tanto, que al cabo de varias semanas de cocinar tanto, la labor se le hizo muy pesada.
No solo las fuerzas de doña Leonor iban menguando. También la alacena: todo lo que llegaba lo usaba casi de inmediato. Se terminaban sus pocos ahorros y el tiempo que, según los médicos, le quedaba de vida a su esposo Luis Enrique. Él le preocupaba. Todo esto había alterado la dinámica que tenían. La casa ahora a veces parecía un mercado público.
Doña Leonor habló con él. Le pidió disculpas por la incomodidad que le había causado al convertir la casa en un centro de ayuda. Habló sintiéndose entre la espada y la pared, porque quería ayudar y también quería que su esposo estuviese tranquilo. Por eso le preguntó si él estaba de acuerdo con que ella continuara ayudando a los viajeros.
Luis Enrique la escuchó en silencio. Y no le respondió.
Doña Leonor esperó la respuesta hasta que se quedó dormida.
Durmió por el cansancio, aunque cuando la costumbre la levantó a las 4:00 de la mañana, sintió que no había descansado nada. Sin mucho ánimo, decidió continuar la labor que llevaba hasta no recibir de su esposo una respuesta concreta.
Esa madrugada, antes de comenzar a cocinar, se arrodilló y le pidió a Dios una señal. Fue un desahogo. Le reclamó por ponerla en esa situación; por la enfermedad de su esposo; por la pobreza que nunca le importó hasta ahora; por la escasez; por darle a pocos tanto, y a tantos hacerlos tan pobres… Oró como aprendió a hacerlo desde hacía muchos años en la Iglesia Evangélica. Oró con rabia, con desgano, y con la determinación de que, si Dios no la ayudaba, ella ya no seguiría ayudando a nadie.
Los días siguientes a ese fueron de silencios incómodos, sonrisas fingidas y arepas quemadas. Eso que a doña Leonor antes la llenaba de entusiasmo, ahora lo hacía con desánimo. No había respuestas, ni de Dios, ni de Luis Enrique; y eso era más desalentador que la escasez constante.
Pero una mañana llegó un grupo de caminantes con los pies tan lastimados que gritaban de dolor al intentar quitarse las medias. Cuando salió de la cocina a atenderlos, se conmovió al ver a su esposo inclinado frente al sillón de la sala, lavando los pies de un joven con agua caliente.
Esa era su respuesta.
Él ya había tomado su decisión. Si esos eran sus últimos días, los viviría compartiendo con su esposa esta labor que llegaba al final de sus vidas, quizá para enseñarles que nunca se es pobre ni viejo ni sentenciado.
Ella lo observaba. Se quedó parada en la puerta que conecta la cocina con la sala. Se quedó en silencio, como se había quedado en silencio Luis Enrique aquella noche cuando le preguntó si estaba de acuerdo con que continuara esa labor.
Leonor siguió trabajando día tras día, pero ahora con la ayuda de su esposo. Trabajaban desde las 4:00 de la mañana hasta las 9:00 de la noche, con algunos descansos para comer, echar cuentos, o salir a seguir buscando donaciones.
El trabajo era agotador; no resultaba fácil para dos señores de avanzada edad: Leonor tenía 69 y Luis Enrique 82 años. Ambos nacieron en Colombia.
Poco a poco se fue corriendo la voz de que, en la “variante de la línea”, había una casita en donde les daban comida y atención a los venezolanos. En cuestión de meses, muchos caminantes tenían la casa de Leonor en su mapa de ruta como un punto donde parar, comer y bañarse. Ahora los camioneros que les daban la cola no los dejaban en cualquier esquina: los llevaban a esa casa. Allí también dejaban bultos de papas, zanahorias, maíz y productos que doña Leonor usaba para hacer los caldos.
A los meses, doña Leonor y su esposo atendían a más de 200 personas por día. Ya para el final de 2018, esa casa era un centro de ayudas para caminantes: tantos eran quienes paraban allí, que la Cruz Roja colombiana decidió abrir un puesto de atención a migrantes justo al lado de esa vivienda.
Poco tiempo después, la Diócesis de Armenia y la Fundación Venezolanos Unidos en Armenia adecuaron un espacio a 10 metros de la casa de doña Leonor que servía como albergue temporal. Sin imaginarlo, había promovido la creación de un sistema de atención conjunto que había convertido la dura y solitaria carretera de Alto de la Línea en un paréntesis esperanzador.
Durante 2019, la labor de doña Leonor fue reseñada por diarios locales, y en algunas radios de la ciudad convocaban a quienes quisieran apoyar, a que llevaran ropa, comida, toallas, artículos de limpieza. La campaña tuvo tal éxito, que no solo los particulares pasaban ayudando, sino que también políticos y organismos internacionales, a partir de lo que había adelantado doña Leonor, comenzaron a atender a personas que llegaban necesitando ayuda.
En el año 2020, Acnur nombró a doña Leonor Carreón de Mendoza como una de las cuatro mujeres más solidarias con los migrantes en todo el mundo. La distinción que le dieron es una placa que está sobre el estante improvisado de la sala en donde deja la ropa que le donan para los viajeros. Para ella, el verdadero reconocimiento está en los rostros de quienes salen de su casa mejor que como llegaron. Y lo que más agradece es que, a pesar del terrible pronóstico de cinco meses de vida, sigue compartiendo sus días junto a su esposo Luis Enrique.
Ahora, en esa ventana donde solía pararse a mirar con angustia a los migrantes, hay dos banderas: una de Colombia y otra de Venezuela.