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Esa llama que ni se aviva ni se apaga

Héctor Torres | 29 may 2018 |
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Darling tenía 18 años cuando decidió irse de su casa, cambiar de carrera y comenzar una nueva vida. Pensó que estaba tomando las riendas de su destino, pero le tocó aprender que la vida tiene sus propios designios. La mujer que es hoy se hizo gracias a una hija que le nació con el corazón roto y a un médico que, aunque no pudo sanarla, le enseñó la lección más significativa de su vida.

Ilustraciones: Carmen Helena García

 

Darling era una niña tranquila. Aunque lucía melancólica y apacible, poseía un fuego secreto. Quería de la vida otra cosa que no estaba a la vista, por lo que tendría que ir en su búsqueda. Por eso, sin perder ni un segundo, a los 18 años decidió mudarse sola. Sin aviso de ningún tipo. Un día llegó a la que había sido su casa de toda la vida, en la afueras de Maracay, tomó sus pertenencias y, sin volver la vista hacia el camino que iba abandonando, las metió en un taxi que la esperaba afuera.

Atrás quedarían los ecos de su adolescencia y una madre desconcertada.

Ese incomprendido gesto marcó el inicio del necesario proceso de desobedecer para ser. La siguiente decisión importante que tomaría sería cambiar la carrera que estaba estudiando y en la que le iba bien, por otra en la que sentía que se complacía solo a sí misma. Estaba en una época de cambios, ya se dijo. Lo que no sabía es que cuando uno cree que toma decisiones sobre su destino, llega la vida y te echa un cuentico.

 

El cuentico era un bebé. Y a pesar de esa nueva circunstancia, o quizá a propósito de ella, Darling aceleró sus planes. Estaba apurada por encontrarse con una vida que construyera ella misma, con cada decisión tomada. De hecho, días antes de la cesárea estaba estudiando con ahínco para unos exámenes. Estaba apurada por encontrarse con ese algo que estaba más allá. Lo importante, sentía ella, era no parar. Por eso vivía como en un turno continuo que siempre tenía tareas pendientes.

Hasta que entró en escena el “cuentico”.

Le puso por nombre Sophia, que quiere decir “sabiduría”, porque sin saberlo era eso lo que estaba buscando. En los planes de Darling había unos días de reposo luego del parto, para volver a la pista. Pero Sophia traía un mensaje: calma con constancia nos lleva más lejos que prisa sin brújula. Porque el fuego, cuando es genuino, ni se aviva con la prisa ni se apaga con la calma.

Todos los niños vienen con sus peculiaridades. Sophía, además de chiquitica, sudaba copiosamente y no parecía ganar peso en tanto crecía. Darling la llevó a su control de niño sano con esas inquietudes. El primer diagnóstico hablaba de un soplo en el corazón. La remitieron a un cardiólogo, quien precisó el asunto y determinó dos cardiopatías congénitas: CIV y CIA, siglas que corresponden a comunicación interventricular y comunicación interauricular. Esto quiere decir, en lenguaje corriente, que nació con dos agujeros en distintas partes de su pequeño corazón.

Nació con el corazón roto, sin espacio para metáforas.

 

Lo que hace a la vida complicada es que sucede en tiempo real, obligándonos a tomar decisiones sin demasiado espacio para pensarlas. En esas circunstancias, los médicos deben tomar decisiones que afectan las vidas de los demás. Atendiendo a informes y a intuiciones, es verdad, pero irremisibles.

Y, en efecto, la decisión que tomaron los médicos con Sophia, que ya tenía tres meses, fue prescribirle un tratamiento para que se le cerraran los agujeros.

Una irremisible y errada decisión, como se verá.

Pasaba el tiempo y el tratamiento no parecía mejorar las cosas. La refirieron entonces al Hospital J.M. de los Ríos, ya que allí le tramitarían el ingreso al Hospital Cardiológico Infantil Dr. Gilberto Rodríguez Ochoa.

Estamos hablando de un cuerpo frágil y de un proceso burocrático lento. Un cuerpo frágil con un corazón, literalmente, roto. Y un corazón roto tarda poco en contagiar de quebrantos al resto del organismo. A los 8 meses, aun sin respuestas de la gestión de ingreso, se le presentó una infección gastrointestinal. Una cardióloga de Maracay la vio y sentenció lo que debió verse desde el principio: lo de Sophia no era de tratamiento sino de operación. Con el agravante de que ya no se trataba de dos sino de tres cardiopatías. A lo ya sabido se le sumaba otra sigla: PCA, persistencia del conducto arterial.

Fue esa doctora, que había trabajado en el Cardiológico Infantil y todavía conocía las cuerdas a pulsar, la que hizo la llamada mágica que logró que la ingresaran finalmente a ese centro hospitalario. Allí la mantuvieron recluida durante 12 días. Pero el frío del lugar ocasionó que a la niña le sobreviniera un cuadro viral, y así no podían operarla, como lo saben todas las madres que pasan meses en ese sitio esperando por la intervención que salvará la vida de sus hijos. Le indicaron, entonces, que se la llevase a casa un par de semanas, y que volviese en cuanto mejorara. Y eso hizo Darling, obedientemente, pero al regresar al hospital, con la niña recuperada, se enteró de que el médico que la envió a casa no había dejado una orden para que ingresara de nuevo.

Respirando hondo, volvió a casa con su hija, a reiniciar el largo proceso de gestionar el ingreso. El tiempo seguía pasando. El momento ideal para operar a la niña comenzaba a quedar atrás, como esa casa que abandonó para dar inicio a su nueva vida.

Y a mayor edad, mayor riesgo.

Darling, quien en una época estuvo apurada por volver al ruedo, debió suspender estudios y trabajo para dedicarse a una tarea que exigía toda su atención: poner a su compañerita, que pendía entre un acá y un allá, en este definitivo lado del mundo.

Saturación de oxígeno es la medida de la cantidad de oxígeno disponible en el torrente sanguíneo. Una persona sana tiene una saturación de entre 95 y 100%. La de Sophia estaba entre 80 y 85. Según esos números, no podría ni moverse. Sus niveles de oxígeno en la sangre eran muy bajos y eso influye en el agotamiento físico. Un médico que, sin verla, revisó el informe de su caso, dio por descontado que, dado su cuadro, Sophia no se movía de la cama.

Pero, además de los hermosos ojos, grandes y oscuros, había heredado el fuego materno. Con 5 kilos y medio y 11 meses de nacida, se deslizaba por toda la casa, jadeando, respirando con pesadez, pero incapaz de estarse quieta. Todo le cansaba pero nada la detenía. De hecho, ya intentaba trepar por las patas de las sillas, con intención de caminar.

“Never surrender”, parecía ser su lema.

Finalmente la ingresaron de nuevo en el Cardiológico Infantil. Ya tenía un año. Le hicieron un cateterismo y determinaron que había desarrollado una prematura hipertensión pulmonar severa. El cuadro no pintaba bien. Su batalla por la vida lucía harto desventajosa.

Como último recurso, la llevaron a otro médico, en una consulta privada. Éste, de enorme experiencia en casos similares, revisó el suyo y se entusiasmó con la idea de un cateterismo correctivo. Lucía tan optimista que cuando la intervención no logró tapar los agujeros del corazón de Sophia, todos los familiares se derrumbaron. Todos, menos Darling, que había escuchado el mensaje que le cambió la prisa por temple.

El tiempo ya se encontraba en su límite. Sophia ya tenía 1 año y 9 meses. Seguía delgadita. Pequeña para su edad. E inquieta. Tanto, que hasta caminaba.

Hicieron nuevas consultas. Allí determinaron que la única opción posible era un trasplante cardiopulmonar. Sin embargo, continuó el control en el Cardiológico. Tratándose de niños pequeños, la opción de un trasplante pone sobre la mesa un terrible dilema para el corazón de una madre: desearlo es desear, de carambola, que otra familia sufra el terrible desenlace que ella teme para su hija. Renunciar a él es renunciar a seguir luchando.

A ese dilema se agregaba otro elemento, nada desdeñable: en Venezuela no se hacen esas intervenciones. Las posibilidades más cercanas eran Bogotá y Buenos Aires. Darling no terminaba de tomar una decisión. Optar por el trasplante suponía iniciar una odisea sin garantías tras la búsqueda de los cuantiosos recursos que requería para viajar con su hija, con todo el riesgo que encerraba para su agotado corazón.

De pronto, la luz que necesitaba en medio de la neblina, llegó en la voz de un nuevo cardiólogo. Éste le dijo algo que ella ya sabía: es un caso muy difícil. Pero le dijo también algo que le ofreció una nueva forma de entender su vida.

Que renunciara a operarla, que era muy riesgoso.

—¿Y qué hacer entonces? —preguntó Darling.

—Esperar —fue la serena respuesta del médico.

Acostumbrada a escuchar a médicos que vaticinaban lapsos si no la operaba, Darling quiso saber, de aceptar el pacto, de cuánto tiempo estaban hablando.

¿Cinco meses? ¿Cinco años? ¿Se desarrollará? ¿Llorará por amor? ¿Llegará a adulta?

El médico se negó a darle un estimado, pero le regaló, a cambio, un consejo de oro: Disfrútala. Vive a plenitud cada momento que pasan juntas. Trátala como una niña normal. Que sea la compañera que vino a ser.

Alfred Hitchcock decía que el drama es una vida de la que se han eliminado los momentos aburridos. Y, en efecto, si algo no ha tenido la vida de Sophia es momentos aburridos. Ya tiene más de dos años que no va a al Cardiológico. Y ya suma 5 años y medio de un camino lleno de asombros. La llevan a su consulta, claro está, pero sin ansiedades. Sigue creciendo, a su ritmo, pero sin detenerse. Pasó por la guardería y ya está en preescolar. El año pasado la inscribieron en un plan vacacional. Cada día aprende cosas nuevas. Se expresa con total claridad con la vocecita que sale de ese pecho menudo.

Darling, por su parte, renunció a la vida que se había trazado para dedicarse a vivir la que le tocaba. Habiendo perdido el empleo en el que se cansaron de darle permisos, un día comenzó a hacer dulces para ayudarse. Y descubrió que a la gente le gustaban. Y siguió haciéndolos como una manera de calmar su ansiedad y, también, de mover la caja registradora. Estaba atrapada en una vida que no pidió. Como todos, pero ella se había dado cuenta. Y siguió haciendo ponquecitos, pies de limón, tortas de navidad, mousses, tres leches, helados artesanales…

Como Sophia, cada día aprendía algo nuevo. Y un día se puso a estudiar eso y se convirtió en chef pastelero. Y consiguió trabajo en un restaurant. Y ahí trabajó duro y siguió aprendiendo, hasta que un día el lugar cerró y ella, a quien ya nada en la vida la podía amilanar, decidió tener su propio negocio, con su página en Instagram que muestra sus deliciosas creaciones, y consiguió una clientela seducida por esas manos que adquirieron la sabiduría de hacer de cada postre un acto de amor.

Como ya no se daba abasto para atender los pedidos, contrató a su hermana menor y se mudó a un nuevo local. En ese dulce y aromático ambiente educa a Sophia. Y ya no se hace preguntas sobre su futuro. No en voz alta, al menos.

Y encontró de nuevo esa vieja llama. Esa que no se aviva con la prisa ni se apaga con la calma. Los ojos le brillan de nuevo. Descubrió que la vida exige altos en el camino que no significan claudicar. Literalmente, adquirió sabiduría. Se siente muy distinta a la chica que metió sus cosas en un taxi cuando se fue de casa. Y sabe que, como la de todo el mundo, su felicidad será hasta que dure.

Por eso mismo no se da el lujo de desperdiciar ni un solo día.

 

Versión especial para La vida de nos, del texto El mismo fuego, del libro La vida feroz (Ediciones Puntocero, 2016)


Héctor Torres

Narrador. Ciudadano neo-punk. Escribo porque no pude ser un pop-star. Sumergido en el cine, la música y todas las formas de contar historias. Autor de Caracas muerde, entre otros títulos. Coeditor de La Vida de Nos.
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