En medio de la crisis venezolana, Lorenzo Figallo Calzadilla —investigador, científico social y cantante— comenzó a hacer figuritas de arcilla para distraerse. Al ver que muchas personas a su alrededor comenzaron a migrar, se planteó algo a lo que hasta entonces se había resistido: irse, sin saber hablar muy bien inglés, a Inglaterra, donde nació hace 63 años, y donde ahora trabaja como aseador.
FOTOGRAFÍAS: ÁLBUM FAMILIAR
Hay un otro que me ayudó a ser.
Nada es absolutamente individual.
Nada es totalmente colectivo.
Soy en tanto existe una otredad.
Cerré la puerta de mi casa. Ese día, toda mi historia viajaba conmigo en tres maletas y dos transportines en los que llevaba a mis mascotas. En una iban memoria y recuerdos, en otra expectativas y porvenir y en la más pequeña ropa. Cuánto me costó tomar esta decisión. Pánico y psiquiatría. El irme afuera o quedarme en Venezuela fue un vaivén de inquietudes. Estoy arraigado a mi tierra, soy el país, jamás quise salir, me había resistido profundamente a ello, pero llegó un punto en el que me encontré sin perspectivas.
Poco a poco se fueron clausurando puertas y me quedé sin pensión, sin jubilación, sin empleo, sin seguridad social. Tuve que vender mi carro porque no tenía para mantenerlo. Todo lo que fue referencia a lo largo de los años se fue difuminando. Muchas empresas bajaron la santamaría, otras fueron confiscadas; la gente vendió sus casas o apartamentos; la economía se hizo inestable. La panadería no tenía harina. El autobús dejó de pasar, tuvo que cambiar la ruta, ya que la de siempre no le daba a la línea para sostenerse. Los bancos cerraron sus sedes, la farmacia local cerró después de muchos años. La electricidad se convirtió en un ir y venir. Racionaban el agua: solo había dos días por semana, y el resto del tiempo teníamos que usar tobos. El internet se caía constantemente y había largos periodos sin servicio. La telefonía fija dejó de funcionar…
Fue entonces cuando empecé a ver un gran flujo de migrantes alrededor. Familiares se iban; vecinos tocaban el timbre para despedirse.
El edificio se vaciaba.
Tuve varias conversaciones con mi esposa sobre cómo podíamos resolver la situación. La nuestra. La otra, la social, desearíamos que se solventara, pero era y es tan compleja. Tomará tiempo. ¿Qué vamos a hacer? La pregunta se agudizaba más aún porque ambos somos mayores de 60 años. Ella había superado un cáncer de mama; le habían hecho una mastectomía. Aunque nos sentíamos sanos, ¿qué íbamos a hacer ante cualquier eventualidad?
Siempre me resistí a viajar al exterior así fuera unos días. Si lo hacía, inmediatamente deseaba regresar. No quería, pero irme del país se presentó como la única opción. ¿Por qué me dolió tanto cerrar la puerta de mi casa, ver las tres maletas y los dos transportines?
¿Qué guardé en la maleta de la memoria y los recuerdos?
Crecí en una ciudad en la cual la autopista del Este terminaba en la entrada de La California Norte. Había un semáforo de tamaño mediano con una luz amarilla intermitente que indicaba el final de la vía. De allí en adelante era monte y caminitos de tierra. La Cota Mil todavía no era un proyecto. “Caracas Cuatricentenaria”, decía una valla a la altura de El Rosal. Algún toro o un caballo aparecía por las calles. Donde luego construirían el Unicentro El Marqués había un terreno baldío en el que montaban mangas de coleo.
Mi tiempo tiene el sonido de metras, bolondronas, pelotica de goma, patines de hierro. Crecí bajo el influjo de la música del Orfeón de la Universidad Central de Venezuela. Escuchaba cada día las emisoras Sensación, Uno, Capital (¡Oigo radio Capital!). El diario El Nacional era el amanecer.
En diciembre, muchos nacimientos tenían un niño Jesús grandote para resaltar su figura, con casas, pastores y animalitos pequeñitos. El Quinteto Contrapunto, las hallacas, Los Diablos de Yare y las visitas al Nazareno. Las canciones “El Catire” y “De Conde a Principal”, de Aldemaro Romero, marcaron mi andar. Con la música de Los Cuñaos recorrí carreteras personales.
Jugábamos pelota de spalding en los terrenos vacíos de Los Cortijos de Lourdes. Visitaba las viejas urbanizaciones La Pastora, Los Rosales. Subía El Ávila. Lo trotaba en su inmensidad, así como también lo hice a lo largo de la ciudad.
Lo que quiero decir es que toda mi vida ha estado ligada a circunstancias íntimas de arraigo cultural. Venezuela, para mí, tiene una espiritualidad que me acompaña. No la sé explicar en su totalidad. Es un sentir intenso de olores, sabores, conversaciones, clima, calles. Algo me ata a su belleza.
¿Qué viaja en la maleta de las expectativas y el porvenir? Durante años trabajé en compañías y centros de estudios, tanto en el sector privado como en el público. Desde 2000, encontrar trabajo se convirtió en algo muy difícil. Cada oportunidad de empleo era esporádica, no había seguridad en lo absoluto. Esto fue disminuyendo hasta llegar a cero. Viví intensamente el desempleo. Durante ese tiempo hice piezas de arcilla. En lo económico no significaba mucho, pero sentía que hacía algo de utilidad. Me ayudó mucho con la autoestima.
Mi esposa tenía trabajo, eso aliviaba por momentos el peso de sentirme desempleado. Con el tiempo mi esposa se jubiló y empezamos a pisar el terreno de la ausencia de un ingreso con el cual mantenernos. Estábamos a la puerta de pedir dinero y depender de remesas.
Un día recurrí a algo que nunca imaginé que haría.
Nací en Inglaterra, específicamente en Liverpool. Mi papá era profesor universitario y habitante de la bohemia. Por esas razones viajó a Gran Bretaña. El idilio que vivió fue tan inmenso que hasta un hijo le dio. Pasamos dos años en Inglaterra. Migramos a Venezuela. Luego, durante toda su vida él viajaba cada año a la tierra inglesa.
Con la crisis del país y sin plantearme irme, quienes conocían mi origen insistieron en que arreglara lo concerniente a la ciudadanía. Con resistencia, llamé al Consulado del Reino Unido y les comenté mi situación: conté que existía una partida de nacimiento venezolana, pero que en verdad había nacido en Gran Bretaña y que, en Venezuela, me habían presentado en El Valle, en Caracas. Respondieron que solo necesitaban el acta original hecha en Liverpool. Pero tenía 52 años y nunca había visto mi partida de nacimiento inglesa.
Conversando con mi mamá, le manifesté mi inquietud de conseguir ese documento. Me dijo que, en una oportunidad, muchos años atrás, le había dado a un nieto que luego se fue del país un neceser con recuerdos familiares. Creía que allí estaba. Hice la diligencia respectiva. Fui al apartamento en Caracas y en un clóset convertido en depósito de cajas hallé el maletín-estuche de mano. Lo revisé y, en efecto, allí se encontraba. Fue como sacar una hoja de una resma de papel nueva. El acta estaba intacta, como acabada de hacer a puño y letra en 1959. Fui al consulado con esa hoja. Arreglé todo.
Al mes, me dieron el pasaporte.
Con la doble nacionalidad el tablero personal empezó a moverse.
Desde 2017, a los 59 años, he salido tres veces de Venezuela hacia Inglaterra para trabajar. Con mucho temor, probando el exterior en puntillas de pie.
Hoy ya tengo 63 años.
No hablo bien el inglés. Las opciones laborales que tengo son trabajos en galpones con productos o en una fábrica en cualquier área de servicios: automercados, hoteles, limpieza, mantenimiento. Siempre lo primero que consigo es cleaner: limpiador.
En este viaje, justo cuando escribo esto, siento que voy a quedarme un largo período. Me he ido adecuando a la sociedad británica, jamás lo pensé. Cada vez que llego a este país, la primera inquietud que tengo es conseguir trabajo y habitación. Alquilé un espacio más grande para estar con mis animalitos. Cuando busco empleo, envío el currículum por correo y camino por las empresas de reclutamiento.
Un día, me acerqué a la vidriera de una de las compañías reclutadoras, sabía que se habían mudado de sede, por curiosidad quise ver qué habían dejado en la vidriera. En el instante una persona me dijo:
—¿Estás buscando trabajo? Allá en la esquina hay una compañía reclutadora, acércate.
Le di las gracias y fui al sitio que me recomendó. La empresa no se veía desde la acera. Era solo una puerta pequeña con un letrero que decía: “El timbre no sirve, llama al número que está anotado, pide una cita”. Eso hice. No me pudieron atender ese día, así que acordé una reunión para el día siguiente.
Llegué según lo pautado. Una muchacha me hizo una entrevista, toda en inglés. Ella salía de la sala, entraba, verificaba. En una de esas me comentó:
—Te voy a hablar en español.
Era venezolana, de La Guaira. En ese instante lloré mucho delante de ella. No pude contenerme. Todo lo que nos ha tocado vivir, me dije.
Ahora soy obrero y trato de hacerlo lo mejor que puedo. Trabajo aseando la ciudad. Recojo desde pequeñas basuras como litterpicker hasta grandes desechos que vamos encontrando. Es una actividad de fuerza en momentos, liviandad en otros y de movimiento siempre. Vamos en un camión no muy grande. Así durante todo el día.
El clima es sumamente variable. Frío intenso, lluvia, templado en oportunidades y en verano mucho calor. El sol en esos días es implacable. Hay gente que mira el trabajo y agradece, e incluso nos regalan botellas de agua fría.
Mi máximo miedo es lesionarme. Mi cuerpo ya no es joven, así que procuro en la medida de lo posible respetar mi edad. Me bajo con cuidado del camión, alzo las bolsas con cautela, abro los portones con calma, uso mucho gel antibacterial, guantes, tomo proteínas, vitaminas. Le pongo mucha atención a la columna vertebral, a mis pies, a mis manos, a mi mente. Busco tener toda la disciplina posible. Un mínimo problema corporal que ocurra derrumba todo el proyecto. ¿Cómo me mantendría? ¿Cómo haría para pagar la renta?
Esta actividad exige caminar en demasía. De joven troté, hice maratones y nadé. Nunca creí que todo ese cúmulo iba a ser una reserva de resistencia en este momento de la vida. Creo hacer más de 7 millas diarias de caminata.
Cuando cobré mi primer sueldo, busqué al señor que me recomendó ir a ese lugar a preguntar por el empleo. Él vive en la calle, es lo que llaman aquí un homeless. Lo invité a comer un clásico de este lugar: Fish and Chips. Le agradecí su atención. Me dijo que deambula día y noche. Su casa es la plaza, un banco, la entrada de un edificio abandonado, la puerta de un negocio después que cierra. Sus pertenencias están en un carrito de supermercado. Siempre está acompañado de su perro Bobby.
Entonces pensé en mi infancia. Tuve uno al cual amé, se apareció en mi casa, le faltaba la patica trasera. Le había puesto ese mismo nombre.
En la maleta pequeña traje la ropa y sobre todo, los sombreros. Son parte íntima de mi ser. En los transportines vinieron unos seres muy grandes: Tato, un perro que me regalaron hace 12 años, y Maya, una gata que encontré en Chacaíto. Hay una historia que cuenta que los gatos domésticos de pelo corto como Maya fueron llevados originalmente a América por los británicos. La idea era que en los barcos controlaran las plagas. Como era de esperar, empezaron a caminar el continente y se reprodujeron. Si es cierta esta historia, Maya regresa a la casa de sus ancestros.
En este viaje mi esposa también salió. Fue a España. Allí tiene una hermana. Quiere ver posibilidades de estadía. Ha tenido la oportunidad de trabajar por momentos como cuidadora de salud.
Inglaterra tiene muchas exigencias legales y económicas para traerla y yo no las cumplo actualmente. Hablamos por teléfono. Hacemos todo lo que podemos para mantener nuestra relación. Esto no puede separarnos. Tenemos que ser más fuertes que la circunstancia.
Mi casa sigue intacta en Venezuela. ¿Hasta cuándo? El tiempo hablará. Hay días de profunda devastación personal. Qué hago aquí tan lejos fuera de mi referencia y pertenencia. Me pregunto si haber hecho este viaje tiene algún sentido. Hay que aguantar y recuperarse, me dicen. Salir del vacío, de ese quiebre. Avanzar sobre las fisuras del alma. Camino. Saco a mi perrito. Doy vueltas. Mis animalitos fijan su mirada en mí. Se sientan alrededor. Duermo entre saltos. Maya se acuesta sobre mi pecho durante largos períodos. Ronronea. A lo mejor quiere aliviarme.
¿Cuándo regresaré? Quisiera que fuera ya, pero aún no lo sé. En las noches, al salir de la labor veo el cielo y me digo: esa luna es la misma que ahorita alumbra mi tierra y por un instante siento la casa, las guacharacas, la trinitaria, los perros ladrando, un gallo cantando ya cerca del amanecer. Quisiera volar hasta allá. Tomarme un café negro tinto en la cocina, ver el monte por la ventana y a la pereza comiendo del yagrumo.
Cuando voy camino al trabajo, en oportunidades, me encuentro con un muchacho que viene en bicicleta. No lo conozco, jamás hemos hablado. Solo nos cruzamos en la vía. Él va en un sentido, yo en el contrario. Lleva una gorra vinotinto con una V. Le grito: “¡Venezuela!”.
“¡Arriba!”, contesta.
Y cada uno sigue su senda.
Hasta pronto, tierra querida.