Cuando llegaron ahí, los recibieron a piedras. Pero cuatro años después, una comunidad de invasores en Las Vegas de Petare salvó de la sequía a sus vecinos. Son 37 familias que viven en un terreno con tanques subterráneos donde no falta el agua. Esta es la historia de esos tres días en los que, durante el apagón que oscureció a Venezuela, les dieron a otros lo único que tienen.
Fotografías: Ronald Peña / Génesis Carrero
Ese domingo estaban allí sentados, muy juntos, viendo pasar el tiempo detrás de la reja negra que los separaba del mundo. Hasta que algo, muy extraordinario en sus vidas, comenzó a suceder.
Era el cuarto día del apagón que oscureció a toda Venezuela, y en el municipio Sucre, como en todo el país, la carencia de agua sucedió a la de la luz, aun intermitente. Pero, en La Invasión, eso es lo único que no faltó. Ni esos días, ni nunca. En esta comunidad caraqueña solo abunda el agua.
El resto son carencias interminables con las que podría enhebrarse un rosario: desde la falta de un baño con condiciones salubres hasta un ingreso más o menos estable para poder mantenerse. Son 37 familias que en 2015 se apropiaron de este espacio, en Las Vegas de Petare, y cuya única fortuna es que viven sobre tres tanques subterráneos que el Instituto Municipal de Aguas de Sucre perforó en lo que sería su sede y que luego se convertiría en un hogar improvisado.
La gente de los alrededores lo sabía. Por eso, el domingo 10 de marzo, cuatro vecinas de la zona 10 de José Félix Ribas se atrevieron a cruzar la avenida principal de Palo Verde con dos tobos en mano cada una, no para acusar de ladrones a los de La Invasión, sino para pedirles un poquito de agua.
Y ellos se la dieron.
Llenaron los tobos de buena gana y se volvieron a sentar a ver la vida pasar desde su reja.
Pasaron solo minutos para que se corriera la voz y, en menos de media hora, ya se había formado una cola de gente.
Los de La Invasión le echaron tierra al recuerdo de las piedras, los insultos, las amenazas y los enjuiciamientos que recibieron hace cuatro años, cuando llegaron ahí, y en cambio se aprestaron a acarrear agua.
No les costó nada. Solo hicieron lo mismo que hacen todos los días: ayudarse unos con otros, como cuando rinden una harina de maíz para que los 35 niños que viven en el terreno puedan comerse una arepa. Solo que ahora se trataba de los otros, los desconocidos, los residentes de zonas como el Casco Central de Petare, Leoncio Martínez, José Félix Ribas, Palo Verde y de allí mismo, Las Vegas de Petare.
En 2015, un pitazo de un familiar de varios damnificados de Santa Lucía, en los Valles del Tuy, hizo que estás casi 70 personas cargaran con los pocos corotos que tenían, ocuparan este terreno y lo hicieran apenas habitable. Pero bastó llegar para que el rechazo se hiciera sentir.
Leidy y su mamá, Rosaura Rivas, recuerdan las humillaciones, los gritos, las peleas, los señalamientos y hasta las protestas que la gente de los barrios más cercanos organizaron para exigir su desalojo.
—Nos llamaron brujas, ladrones, rateros, malvivientes y no se acordaron de que lo único que nosotros hacíamos era lo mismo que ellos, tratar de sobrevivir —recuerda Rosaura.
Aún con ese recuerdo encima, se aprestaron a la tarea. Varios bajaron las escaleras oxidadas dentro de uno de los tanques de más de 15 metros de profundidad, mientras otros, con un mecate, alzaban en peso los tobos y los vaciaban en un pipote plástico para que las mujeres se ocuparan de llenar cada uno de los recipientes que traían quienes ansiaban el agua, después de más de 10 días de sequía.
—Nosotros nos divertimos. Cantamos, pusimos música para animar a la gente y ellos se reían mientras hacían su colita —cuenta Oriana García, una residente de La Invasión a quienes todos aupaban cuando pasaba por la fila pidiendo orden y meneándose al ritmo del reguetón.
Fue la nueva rutina de las familias de La Invasión durante tres días. Leidy ni siquiera es capaz de recordar qué fue lo que comieron, o si comieron algo, durante las faenas que se turnaron por guardias entre todos los adultos y que los niños acompañaron cruzando a todo riesgo la avenida principal de Palo Verde para ayudar a cargar las pimpinas de agua a las abuelas o las embarazadas que llegaban solas hasta La Invasión.
Dejaron el ocio y las quejas a un lado para arrimarse a organizar colas, mediar entre quienes peleaban por su turno, llenar los botellones con cuidado de no derramar el agua y, sobre todo, conocer a esa gente que los rodea desde hace cuatro años y que jamás se había detenido a mirar su realidad más allá de dar un vistazo curioso por una de las hendijas de la reja negra que los separa.
Los ranchos de La Invasión están hechos de láminas de zinc, de cartones, de latón y hasta de anime. No tienen puertas y conforman un laberinto de paredes a medio levantar. Todo el piso es de tierra y es común toparse con heces humanas, pues no hay baños ni pozos sépticos. Dentro de cada cuartito se pueden encontrar hogueras y fogones improvisados que sirven de cocina, colchones rotos y sin sábanas, tumultos de ropa y unos pocos electrodomésticos que son compartidos por todos.
—Aquí peleamos como pelean las familias, lo normal —dice Rosaura—. Pero estamos todos juntos y los hijos de las demás son míos también. Tratamos de hacer esta pobreza más llevadera.
También juntos se sostienen, como pueden, con la venta de aceite para carros. Por eso los tobos llenos del hidrocarburo quemado pueden verse en gran parte del lugar. Lo que ganan con la venta es de todos, y sirve para que coman al menos una vez al día.
El agua contenida en el tanque que decidieron compartir, el más grande, duró tres días enteros y en ese tiempo no vendieron aceite. Fueron tres días de trabajo desde las 7:00 de la mañana hasta las 10:00 de la noche en los que cargaron agua para otros. También barrieron y cubrieron con telas las puertas de sus ranchos para mostrar una mejor cara a los visitantes.
Yonaiker Evaristo tiene las manos aún llagadas de tanto halar el mecate con el que sacaban el agua de los tanques. Dejando atrás esos días en los que a él mismo lo llamaron malandro, es capaz de afirmar que ellos solo hicieron lo que creen que cualquier otro sería capaz de hacer por ellos.
—Eso fue un trabajo duro, estuvimos todos estos días en eso, pero fue bueno porque algunas personas daban las gracias y, además, a uno se le olvida la rabia porque no hay luz y hay hambre.
La comunidad estableció una dinámica, cada uno cumplía un rol y un horario de trabajo. Unos estaban en la reja organizando la cola, otros guiaban a la gente dentro de La Invasión para que llegaran al tanque, otros bajaban a las profundidades y, los restantes, ayudaban a las personas a cargar los tobos y salir del terreno invadido.
Así se mantuvieron hasta el martes, el quinto día del apagón, cuando a eso de las 3:00 de la tarde se acabó el agua con la que pudieron auxiliar a unos 600 vecinos.
Y, justo en ese momento, volvió la desconfianza.
Varios de los que hacían cola aún fuera de la reja negra no creyeron que ya no quedaba agua en los tanques y se fueron molestos. La Guardia Nacional Bolivariana acudió al llamado de alguien que acusó a las familias de La Invasión de cobrar por el “servicio”. Pero otros los defendieron y se plantaron en la entrada para impedir el paso de los funcionarios.
—Aquí nadie vendió el agua y ellos nos ayudaron —recuerda Leidy que gritó una de las vecinas antes de que la Guardia Nacional decidiera irse del sitio.
Lo único material que obtuvieron por aquella faena de tres días fue una mano de cambur y una caja de cigarros que también compartieron. Pero, desde ese domingo y luego de que la ciudad recobrara algo de normalidad, la reja negra está abierta y los habitantes de La Invasión se sientan en el mismo sitio, está vez devolviendo el saludo a muchos de los vecinos de otros sectores que pasan a diario por allí.
Rosaura cree en ellos.
—Ahora esa gente sabe quiénes somos. Saben que aunque nos hayan lanzado piedras, nosotros les dimos la mano, porque así es uno. Porque hay que ayudar y porque uno no puede pagar con esos mismos coñazos que una vez nos dieron ellos.