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Esas personas se convirtieron en parte de su familia

La Hora de Venezuela | 1 feb 2025 |
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Poco antes de las elecciones del 28 de julio, Diego Casanova y otros activistas de derechos humanos le habían dado nombre al Comité de Familiares y Amigos por la Libertad de los Presos Políticos. Pronto tendrían mucho trabajo: se ha convertido en una red de apoyo para cientos de familiares de personas —es difícil saber con precisión cuántas son— que han puesto tras las rejas a lo largo de estos meses. 

FOTOGRAFÍAS: COMITÉ DE FAMILIARES Y AMIGOS POR LA LIBERTAD DE LOS PRESOS POLÍTICOS

Moverse de un lado a otro. Aprenderse —y citar— artículos de la Constitución que garantizan derechos ciudadanos. Alzar pancartas. Hablar en voz alta frente a cámaras o grabadoras. A sus 29 años, Diego Casanova ya había visto a otros hacer todo eso. No le había tocado a él. Al menos no como protagonista. Al menos no en primerísimo primer plano. 

Diego es un joven con sensibilidad social. Entre 2022 y 2023 salió a las calles para exigir la liberación de seis amigos sindicalistas, en compañía del Comité por la Libertad de los Luchadores Sociales. Y asistía a talleres, leía sobre el tema. Ser estudiante de trabajo social quizá influyó en que esa conexión con la causa de los derechos humanos fuese profunda. 

Pero no fue sino hasta la mañana del martes 30 de julio de 2024 que se convirtió en un asunto personal: su hermano, José Gregorio Pérez Maita, había sido detenido en Charallave, en los Valles del Tuy, estado Miranda, la noche del 29 de julio en medio de la ola represiva que desataron las fuerzas de seguridad del Estado y civiles armados luego de que la gente saliera a protestar por los resultados de las elecciones presidenciales que, sin sustento, el Consejo Nacional Electoral presentó la madrugada anterior. 

La noticia le llegó a Diego al amanecer y lo removió. Al principio, no lograba asimilar sus emociones, pero pronto se espabiló y se dio cuenta de lo que tenía que hacer: movilizarse. Salió de su casa en Caracas y se fue hasta Charallave. Luego de unas dos horas por carretera, llegó a donde tenían a su hermano. 

—Si nos dan 300 dólares, lo soltamos —les dijo un funcionario.

Diego y su familia se negaron. No querían pagar porque su hermano no había hecho nada indebido, y porque tampoco tenían esa cantidad de dinero. A las afueras del centro de reclusión, por las informaciones que veía en redes sociales y por la que le enviaban otros compañeros activistas a su celular, se dio cuenta de que había muchos detenidos y sospechó que no eran casos aislados. 

En efecto, poco después, el 31 de julio, el Ministerio Público emitió un reporte que decía que 1 mil 62 personas estaban siendo procesadas. Un par de días después Maduro vociferó, en un acto público en Caracas, que iban 2 mil detenidos. 

Era, de acuerdo con el Foro Penal, un pico represivo inédito en el país. 

—Hay que hacer algo. Esto no puede quedar así. Hay que luchar, hay que exigir que los liberen a ellos —se dijo Diego a sí mismo aquel día a las afueras del lugar en que tenían a su hermano. 

De algún modo, él ya sabía lo que le esperaba. 

Antes de las elecciones, Diego y un pequeño grupo de activistas se estaban organizando porque querían visibilizar una realidad: en Venezuela había 300 presos políticos de los que se hablaba muy poco. Estaban olvidados. 

Una de esas defensoras era Andreína Baduel, hija del exministro de defensa Raúl Baduel, quien falleció bajo custodia del Estado en 2021. A ella, Diego la conoció durante un encuentro de familiares de presos políticos en el que estos denunciaban el traslado arbitrario de varios detenidos. Diego la escuchó durante la rueda de prensa que dieron aquel día, y se le acercó. Le contó lo que hacía, su experiencia con el caso de los seis líderes sindicalistas que habían sido excarcelados en 2023, y a partir de entonces comenzaron a hablar de tanto en tanto.

Ambos se reunieron con organizaciones de la sociedad civil que ya tenían años haciendo esfuerzos por la causa de los derechos humanos.

—Ustedes deberían crear unas redes. A lo mejor pueden convertir la cuenta de Instagram de los Luchadores Sociales en la de un comité por la libertad de los presos políticos. Hay que tenerlas para difundir, opinar y mostrar lo que hacen —les dijeron. 

Entonces comenzaron a idear ese comité. El cambio en la red social lo hicieron poco a poco, y el 25 de julio de 2024, durante el cierre de campaña de la oposición, hicieron su primera aparición formal como comité. Eran más de 30 activistas y familiares en medio de un mar de gente que caminaba por Chacaíto y Las Mercedes.

Era inevitable que la gente no volteara a verlos o se acercara a ellos. En sus manos sostenían una pancarta larga con la cara de 104 presos políticos y unas letras grandes que formaban una oración: 

“El voto es repudiar la tortura. Vota por aquellos que nos necesitan”.

Les hicieron fotos y videos. Los entrevistaron medios internacionales y locales y cuando les preguntaban quiénes eran, ya sabían qué responder: 

—Somos el Comité de Familiares y Amigos por la Libertad de los Presos Políticos.

Eso eran. En eso se habían convertido cuando después de las elecciones vino el horror. 

Como si de un paralelismo se tratara, el mismo día en que Diego fue a conocer la situación de su hermano, Belkis Padilla se enteró de que su hijo Emmanuel había sido detenido en la carretera Panamericana, a la altura de Los Teques, donde muchas personas protestaban. Supo que lo agarraron unos hombres vestidos de negro. No lo puede asegurar, pero cree que eran colectivos que lo entregaron a la policía.

A Emmanuel lo recluyeron en una comisaría y luego lo trasladaron a Yare III, donde Belkis comenzó a ver cómo aumentaban los malos tratos hacia los detenidos: no les daban agua potable y a ella solo le permitían llevar 5 litros cada 15 días; comían poco o nada; y ni siquiera le permitían verlos. Comenzó a hacer vínculos con otras mamás y se dio cuenta de que necesitaban ayuda porque no sabían qué hacer.

A Belkis el equipo del Foro Penal, que ya conocía su caso porque ella lo denunció, le hizo una invitación: en los próximos días, haría encuentro para ofrecer asesoría jurídica a los familiares de los presos políticos postelectorales. Asistió y escuchó cuál era la situación en las cárceles de Tocuyito, de Tocorón, de La Crisálida, del INOF y de los penales de adolescentes. Se le aguaron los ojos pensando en Emmanuel y en los hijos de otras madres.

En medio de tantos testimonios escuchó la historia de Diego y su hermano. No sabe si fue el instinto maternal o su confianza para mostrarse vulnerable, pero le parecía que Diego era sincero: se acercó a él e intercambiaron contactos y otros familiares hicieron lo mismo.

—Ustedes deben denunciar. Deben hablar. Es la única manera de que el mundo sepa que sus hijos están ahí —les sugirió Diego y el cambio de actitud fue casi inmediato.

A las afueras de los penales, mientras esperaban para entregar los insumos a sus muchachos, los familiares comenzaron a compartir sus experiencias con el comité. Unos contaban que habían aprendido a consignar ante el Ministerio Público las solicitudes individuales y grupales para exigir la libertad de sus hijos. También que algunas veces recibían acompañamiento jurídico, pero especialmente que se sentían menos solos.

—Mira… Tenemos un grupo de WhatsApp con gente de todos lados. Si quieres, hablo con ellos para que te agreguen. La mejor manera de apoyar a los muchachos no es aquí, en la salida del penal, es en Caracas. En Caracas es que se mueve —comentaba Belkis con otras madres, quienes le hacían caso. 

Un día, el equipo del comité pasó un enlace para que los familiares se unieran al grupo de WhatsApp. De 100 pasaron a 250 miembros y luego superaron los 400. Eran tantos que, para optimizar la comunicación, decidieron crear chats por penal.

Estaban sorprendidos. No solo porque confirmaban que las cifras de detenidos eran alarmantes, sino porque cada testimonio de los familiares era más grave que otro. 

La atención mediática hacia el Comité por la Libertad de los Presos Políticos fue creciendo con la difusión de denuncias sobre la situación interna de los penales que hacían en redes sociales. 

Les empezaron a escribir familiares desde Apure, Cojedes, Yaracuy, Bolívar y más estados de Venezuela pidiendo ayuda. Lo que pasaba en el grupo de WhatsApp también se notó en las calles. 

—Cuando fuimos por primera vez al Ministerio para el Servicio Penitenciario, nos juntamos como 60 personas. Nos escucharon y empezaron a dejar que les pasáramos agua y galletas, y todo el pan que quisiéramos —recuerda Belkis.

Los esfuerzos que ellos hacían en Caracas, Manuela González los veía con admiración desde Anzoátegui, un estado costero a 7 horas de la capital. Había intentado hacer lo mismo con las madres de otros 28 jóvenes que fueron incluidos en la causa de su hijo, Anthony Quijada, quien fue apresado un día después de las elecciones mientras esperaba un taxi. Ni siquiera estaba protestando. 

En el penal de Puente Ayala, donde recluyeron a Anthony, Manuela organizó cadenas de oración, pero pocos se sumaban por miedo. El temor se agudizó cuando el 29 de septiembre trasladaron a su hijo y otros detenidos a penales más lejanos. A ella le tocó viajar a Miranda porque a Anthony lo reubicaron en Yare III. En esos días, se enteró de que el comité haría un encuentro en Parque Carabobo, frente a la sede principal del Ministerio Público.

Manuela en realidad era de Bolívar, estado del sur del país, y no sabía cómo llegar hasta ahí. Pero preguntando lo logró y, ya en la plaza, identificó a algunos miembros del grupo por sus camisas blancas, similar a la que ella llevaba.

Se acercó a paso lento al grupo de periodistas que entrevistaba a una mujer. Cuando estaba casi al frente, ella la reconoció: era la madre de un joven pelotero que estaba en la misma causa de Anthony. Solo hubo un intercambio rápido de miradas, la mujer paró la entrevista y la señaló:

—Ella es buena. Hablen con ella para que conozcan su caso —le dijo a la prensa. 

Manuela se puso nerviosa. ¿Qué hacía una cámara frente a ella? ¿Qué debía decir? ¿Cómo? Respiró profundo e hizo lo que había visto hacer a otras mamás: contar la historia de su hijo. Diego, Andreína Baduel y Sol Ocariz, otra integrante del comité, vieron lo que ocurrió y de inmediato la sumaron a la red de familiares. 

Manuela, por primera vez, sintió que había llegado al sitio correcto.

En seis meses de trabajo diario, el Comité de Familiares y Amigos por la Libertad de los Presos Políticos ha organizado más de 10 encuentros a las afueras de organismos y 8 vigilias frente a los penales y espacios públicos. No ha sido sencillo. Pero vivir la misma situación los ha hecho más solidarios entre ellos. Si alguno no tiene pasaje o dinero para comprar alimentos para sus hijos, se prestan o hacen un donativo. 

—A muchos les da pena, pero yo les digo que me envíen la foto de su hijo por mensaje privado de WhatsApp y la paso por el grupo grande. La gente ayuda y no juzga porque esto es un espacio seguro —dice Manuela, que ahora es administradora del grupo de Tocorón.

La misma exposición en los medios y las redes sociales los ha hecho más vulnerables. Cuando hacen alguna movilización pública, la policía llega y les hacen fotos y toman notas en su celular. Diego y otros miembros del comité han visto sus miradas de burla por tener pancartas, por gritar consignas o por llorar contando sus vivencias. Todos son conscientes de que eso ocurre, pero ya no les importa. 

—No tenemos miedo porque nada puede ser peor que lo que estamos viviendo —dice Manuela en voz alta. 

Juntos han llorado a sus familiares torturados y la muerte de aquellos que estaban bajo custodia del Estado. Recuerdan que el primero fue Jesús Martínez y que un día después de su fallecimiento, el 15 de noviembre, el Ministerio Público anunció que había recibido solicitudes de 225 casos de detenidos para liberarlos.

—Daba alegría saber que algunos eran liberados, pero luego estaba esa realidad… Se estaban muriendo y las condiciones cada vez eran peores —dice Diego, quien un mes después tuvo que confirmar dos muertes más, ambas de presos políticos recluidos en Tocuyito.

Al término de 2024, la Fiscalía aseguró que había liberado a 1 mil 369 detenidos postelectorales, pero el comité no pudo verificar estos números. Lo que había dicho el gobierno y organizaciones civiles es que eran más de 2 mil detenidos, entonces lo más seguro es que tras las rejas quedaban más de 500, y entre esos estaban José Gregorio, Emmanuel y Anthony. 

No hubo una Navidad ni un Año Nuevo en familia, pero la promesa era comenzar el 2025 con más fortaleza hasta lograr la libertad de sus seres queridos. 

—Yo no me voy a cansar de tocar puertas porque yo sé que en algún momento, de tanto que yo las toque, se van a abrir —se repetía Manuela, quien antes se enteró del segundo traslado de Anthony, esta vez a Tocorón.

La semana del 6 de enero, antes de que el Ministerio Público informara que evaluaría 146 causas más, ella fue una de las primeras que asistió a la institución a dejar otra solicitud exigiendo la revisión del caso de Anthony.

—¿Otra vez usted aquí? —le dijo con desdén un funcionario.

—Bueno, el día que me entreguen a mi hijo, ya yo no seguiré por aquí —le respondió.

Después del 10 de enero, los malos tratos contra los familiares se hicieron más frecuentes. Por el grupo de WhatsApp, comentaban que los funcionarios le preguntaban con insistencia si pertenecían al comité.

—Si ustedes son de ese grupo, es mejor que entreguen sus solicitudes y se vayan. Si las vemos reunidas, las vamos a dispersar. Tenemos órdenes de llevarlas presas —les advirtieron a varias madres.

Diego siempre pensó que su hermano sería uno de los últimos en ser liberados. El 10 de diciembre, a un joven de su causa lo soltaron, pero las boletas de excarcelación de José Gregorio y otros muchachos no llegaron. 

—El gobierno necesita también tener un grupo para justificar la represión del 29 y los días después de las elecciones. Por eso no los van a soltar —eran las conclusiones que Diego sacaba, pero que solo compartía con un círculo cercano para no desanimar y mantener su propia esperanza.

A las 5:00 de la tarde del viernes 17 de enero, Manuela llamó a Diego.

—¡Soltaron a Anthony! ¡Lo soltaron! La llamada de ayer de la Fiscalía era para decirme eso. ¡Voy saliendo a Tocorón a buscarlo! —le dijo entre lágrimas. 

Diego sintió una felicidad compartida. Ese mismo día ya se había enterado de otras excarcelaciones, como la de Emmanuel, el hijo de Belkis. Iban varias, pero debían contabilizar todas las que se dieran antes de informar oficialmente a través de las redes sociales del comité. 

Mientras monitoreaba cada reporte, entró otra llamada a su celular. 

No sabía de quién era el número, pero la voz la reconoció de inmediato. 

—¡Hermano, mira, ya estoy libre, me liberaron! Me están llevando al terminal de Maracay…— le dijo con voz temblorosa José Gregorio. 

Después colgó.

El corazón de Diego comenzó a latir rápido. Al igual que el día en que se enteró que a José Gregorio lo apresaron, dejó todo lo que estaba haciendo y tomó un bus hasta Charallave. Justo cuando iba llegando a casa de su familia, casi a las 9:00 de la noche, finalmente vio lo que tantos meses pidió: a su hermano abrazando a su mamá.

Diego perdió la cuenta de cuántas felicitaciones recibió. Le escribieron los familiares que aún estaban en los grupos de WhatsApp de los penales y hasta los que se salieron. Esa noche durmió tranquilo sabiendo que había otras 88 personas en sus hogares. Reconoció que todo lo que hacía tenía más sentido que nunca y que no podía pararse.

La misma sensación compartían Belkis y Manuela. Pensaban en todas las veces que se movilizaron y cómo el solo hecho de hablar daba buenos resultados. Se sentían valientes. 

Ambas están en una nueva etapa: la de acompañar a sus hijos a presentarse cada 30 días porque tienen libertad condicional. Fue en la Fiscalía donde Emmanuel y Anthony le pusieron rostro a Diego, el joven del que sus madres tanto les hablaron en las visitas.

Ninguna se ha salido de los grupos de WhatsApp y aunque les cuesta reconocerse como tal, en el Comité de Familiares y Amigos por la Libertad de los Presos Políticos no pueden evitar decirlo: “Para nosotros, ellas son unas activistas”. 

Desde Anzoátegui, Manuela responde dudas y apoya en los reportes de los familiares que están en el grupo de Tocorón, que ahora tiene 200 miembros activos. Mientras que Belkis aconseja a otras madres cómo deben estructurar las solicitudes de liberación y les suministra información a las que tienen a sus familiares recluidos en comandancias o penales regionales para que puedan hablar por sus casos en Caracas.

El 20 de enero, tres días después de que liberaran al hermano de Diego y los hijos de Belkis y Manuela, el Grupo de Trabajo sobre Desapariciones Forzadas o Involuntarias de las Naciones Unidas le dio un plazo de 20 días a Nicolás Maduro para que precisara el número exacto de presos políticos y desapariciones forzadas. En su informe reportaron que hasta el 7 de octubre de 2024 había 1 mil 916 presos políticos, aunque el propio Maduro habló de más de 2 mil detenciones. Unos días después del exhorto de las Naciones Unidas, el Ministerio Público informó que revisaría otros 381 casos para sumar 1 mil 896 excarcelaciones. 

Manuela dice que ahí no están incluidos seis jóvenes que estaban en la causa de Anthony. Tampoco los hijos de las amigas que Belkis hizo a lo largo de estos meses. Por eso no se quieren alejar. Quedarse es su forma de agradecer el acompañamiento y demostrar que lo que ocurre con los presos políticos no es mentira: ellas mismas lo vivieron. 

—Yo voy a seguir andando con ellos porque estas personas se convirtieron en una parte de mi familia. Aquí me voy a quedar, esperando hasta que salga el último de los muchachos. Cuando me digan que Tocorón se quedó vació, doy las gracias y me retiro —dice Belkis.

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