Sucesivas pérdidas y rupturas amorosas llevaron a Anyiseth Sequera a un crítico estado emocional en el que consideró, en varias oportunidades, quitarse la vida. Ahora es una activista independiente que promueve la prevención del suicidio.
FOTOGRAFÍAS: ÁLBUM FAMILIAR
La noche del 20 de agosto de 2011, cuando Anyiseth Sequera tenía 19 años, la muerte decidió instalarse en su vida: su hermano mayor, Alberto Sequera, falleció en la sala de emergencias de un hospital con heridas de arma de fuego, paradójicamente el mismo día que cumplía 28 años.
Ella, que entonces era estudiante de comunicación social y hacía pasantías en un periódico de Carabobo, redactó la noticia que aparecería la mañana siguiente en la página de sucesos de ese diario.
La hermana estuvo a punto de perder al bebé que crecía dentro de su vientre; la madre se ahogó en una profunda aflicción. Fueron Anyiseth y su padre quienes unieron fuerzas para lidiar con el papeleo de la morgue y organizar el funeral.
En las siguientes semanas, Anyiseth se encargó de muchas cosas: hacía el mercado, ayudaba con las tareas domésticas, cumplía con el trabajo y con sus deberes en la universidad. Estaba asumiendo responsabilidades de una adulta por primera vez. Mientras, la pérdida de su hermano provocó que en su interior anidaran unas bestias: se deprimió.
Un día, intentó quitarse la vida. Se encerró en el baño de su casa y se hizo daño. Su mamá y su hermana la encontraron tirada en el piso, confundida, como con el cerebro apagado.
A los días la llevaron con un psiquiatra. Llegó vestida de negro al consultorio del doctor Richard Wix. No era la primera vez que visitaba a un especialista en salud mental. Varios años atrás había hecho terapia para lidiar con la ansiedad que le diagnosticaron en su temprana adolescencia.
—Hola, Anyi. ¿Tienes frío? —le preguntó Wix extendiéndole una manta—. También tienes estas toallitas por si quieres llorar. ¿Sabes por qué estás aquí?
—Bueno, muy normal no soy —le respondió ella—. Vine porque me trajeron. Si quieres que me quede, tendrás que enseñarme.
—Vale. Empezaremos a estudiar.
Los primeros manuales de salud mental y libros de teoría psicológica se los proporcionó ese psiquiatra. Anyi los leía con afán. Conforme pasaron los días, experimentaba los efectos de los psicofármacos que le recetó.
El especialista respondía a cualquier pregunta que formulara su paciente.
Toda esa información le despertaba curiosidad pero, sobre todo, quería comprenderse.
A la quinta sesión, Wix se percató de que ella ya no se vestía de negro: llevaba puesta una blusa rosada y tenía un maquillaje suave.
Los encuentros continuaron durante varios meses. Fascinada por la complejidad de la mente, años después, en 2014, Anyi se matriculó en la Escuela de Psicología de la Universidad Arturo Michelena. También hizo amigos y tuvo un noviazgo que, luego de muchas turbulencias, acabó en 2017.
Esa ruptura amorosa, más la crisis que entonces atravesaba el país, la llevaron a pensar que necesitaba darse un respiro: congeló sus estudios de psicología y migró a España.
En Madrid vivía con su perro y con Manuel, un viejo amigo con quien compartía los gastos de la renta y la alimentación. Consiguió un trabajo bien remunerado que, aunque le permitía ahorrar, la sumergió en una rutina demoledora: de la casa al trabajo y del trabajo a la casa. También era cierto que, aunque podía permitírselo en sus ratos libres, no le interesaban los centros comerciales, los bares y los sitios nocturnos. Pocas veces tenía ánimos para salir a correr o a caminar.
La noche del 15 de marzo de 2018 la temperatura en la ciudad era baja. Anyi estaba buscando algo para abrigarse cuando recibió una llamada desde Venezuela.
—Tengo que decirte una vaina —le dijo su padre.
Escuchar su voz le removió las entrañas.
—Lánzalo.
—El Gato se mató.
El Gato era su primo Héctor, con quien había crecido. El Gato también era muy cercano a Alberto, su difunto hermano, y enterarse de que se había suicidado —después de intentarlo tres veces— la llenó de frustración.
Sabía que no era su culpa, pero aun así se sintió culpable.
Se preguntaba por qué su primo no le había escrito y por qué ella, luego de los intentos previos, tampoco insistió en saber cómo estaba. La vida la había puesto ahora del otro lado: del lado de quienes se quedan extrañando a los que deciden irse.
Las ausencias sobrevenidas siguieron. Dos años después, Jorge, su mejor amigo de la universidad, con quien chateaba todos los días, falleció tras ocultar por años que tenía VIH.
Fue, de nuevo, alguien muy cercano.
Y otra pérdida de la que volvió a enterarse a través de una llamada.
En los siguientes días lloró mucho. Renunció a su trabajo y no salió durante un mes. Estaba sumergida en el vaivén de los pensamientos, los recuerdos, la rabia y la tristeza. Creyó que Jorge se había echado a morir, que fue una especie de suicidio prolongado, y de nuevo se sentía culpable por no haberlo ayudado.
Una de esas tardes de esos largos días sin rumbo se sentó frente al espejo de la sala. Se vio tan delgada que le costó reconocerse. Se detuvo varios segundos en las ojeras y siguió por el resto del cuerpo antes de sumirse en un llanto sordo. No supo cuánto tiempo permaneció de cara al cristal hasta que se apartó, caminó a la terraza de su casa, y se fijó en un mecate que colgaba del techo. Se sentó en un mueble, sin dejar de acariciar la cuerda con sus dedos.
Y así estuvo hasta que notó la presencia de su perro. La miraba, se movía a su lado para que ella le diera cariño. Anyiseth lo apartaba una y otra vez, le pedía que la dejara, pero él insistía.
Entonces pensó en su papá, en lo desagradable que sería para él enterarse de que había perdido a una hija.
Y desistió.
Pasó una semana sin apetito y sin salir de la cama.
Manuel, el amigo que vivía con ella, no solo sacó tiempo para hacerle compañía, sino que también la ayudaba con las tareas domésticas y haciendo el mercado.
Anyi no se sentía plenamente estable, pero fue logrando, poco a poco, salir del foso en el que había caído. Entonces retomó las clases de psicología de forma virtual. El mundo ya estaba sumido en la pandemia por covid-19. Ella quería ocupar su mente, por supuesto, pero sobre todo, quería honrar a su amigo Jorge, quien siempre le rogó que terminara la carrera.
Fatigada de la virtualidad, y con la reapertura de los vuelos, Anyiseth regresó a Venezuela para realizar su trabajo de grado sobre la supervivencia del suicidio en parejas.
La presentó con éxito, retomó contacto con sus amistades universitarias y comenzó una relación amorosa que pronto se desmoronó, lo cual volvió a avivar su depresión. Por las noches, se acurrucaba en el insomnio. Recostaba su cabeza en la almohada sin hacer otra cosa que cavilar.
El 4 de junio de 2023, Anyi de nuevo estuvo a punto de formar parte de las estadísticas del Informe Anual de Violencia Autoinfligida del Observatorio Venezolano de Violencia, organización no gubernamental que ese año registró 2 mil 358 casos de suicidios en el país. Era de noche, había bebido, le dolía el cuerpo.
Lo intentó.
Estaba en una reunión en la casa de su amigo Pedro, quien estaba de cumpleaños. A las 3:00 de la madrugada, este la encontró sentada en el piso de su cuarto, sollozando, con unas tijeras entre las manos. Él le arrancó las tijeras, le tomó el teléfono celular y llamó a Karla, una amiga de la universidad.
—Cuando contesté la llamada, desorientada, pensé que Anyi estaba muerta, porque él sólo me repetía que ella estaba tirada en el piso y que no sabía qué hacer.
Karla insistió en averiguar los detalles y apenas tres palabras se escaparon del bucle de frases de Pedro: Anyi está llorando. Se la puso al teléfono.
—Ella estaba privada en llanto. Lo primero que me dijo fue que ya no quería vivir y que por qué no la dejábamos hacer “eso”.
A partir de allí, el contacto telefónico fue intermitente. Karla quería poner a Anyi en un lugar seguro, pero estaba lejos y no disponía de vehículo, así que le pidió ayuda a otra compañera de la carrera, quien ya tenía experiencia en el activismo de prevención del suicidio.
Al día siguiente Anyi estaba tomando un vuelo a España. Su familia no se enteró de lo que había pasado, tampoco notaron su insomnio. Volvió en septiembre para su acto de graduación y para asistir a consulta psiquiátrica después de tantos años. Le recetaron un nuevo tratamiento, incluyendo una cura de sueño.
Poco a poco fue recuperándose. Había quedado extenuada tras el episodio anterior, pero aun así se peinaba, se maquillaba, se rociaba perfume y se calzaba tacones para salir a dar charlas o atender pacientes. Luego se unió a Septiembre Amarillo, un movimiento que había impulsado una de sus amigas psicólogas para prevenir el suicidio.
Poco a poco fue creando una comunidad de sobrevivientes y con ellos empezó a sentir la libertad de hablar sin tabúes, derribando estigmas.
De pronto nació en ella la necesidad de unir los conocimientos adquiridos en el periodismo con los de la psicología. Después, comenzó a trabajar como activista independiente. Lo hace liderando dos proyectos: Continúa, sobre prevención del suicidio, y El día después de su partida, que se centra en la postvención.
Hoy, a sus 31 años, dice que hablar del suicidio y escuchar a otros hacerlo le da razones para vivir. Curiosamente, hablar del tema lo mantiene a raya.
Esta historia fue producida en la primera cohorte del Programa de Formación para Periodistas de La Vida de Nos.