Dos chicos se conocen y, tras varias citas románticas, se hacen novios. Dos novios que, un domingo cualquiera, en un centro comercial de Maracay, se besan. Dos vigilantes que se les acercan y los amenazan con llamar a la policía si no se van, porque están haciendo algo indebido. Así comenzó, para ellos, un día en el que hubo más rechazos.
ILUSTRACIONES: IVANNA BALZÁN
Durante mucho tiempo, Javier pensó que era bisexual. Siempre supo que le gustaban los hombres, pero creció en un entorno en el que se decía que lo normal era que a los hombres les gustaran las mujeres. Él, tratando de encajar en “lo normal”, tuvo un par de novias en sus primeros años de liceo, pero fueron relaciones que nunca prosperaron. No lograba sentir esa efervescencia tan intensa de los amores adolescentes.
La primera vez que sintió un cosquilleo vertiginoso en el pecho fue hablando con Juan, que era dos años mayor que él. Estudiaban en el mismo liceo, pero se conocieron por Facebook. Debido a la diferencia de grados, se veían poco, pero siempre hablaban por teléfono. En un año, se hicieron mejores amigos. Javier sentía mucho más por él: le gustaba, y creía que era recíproco.
Estaba en 3er año del liceo cuando le confesó a Juan sus sentimientos hacia él. Pero se topó con un muro de evasivas. Javier insistió, le dijo muchas veces, y de diferentes maneras, que le gustaba, y le preguntó si él también sentía lo mismo, pero su respuesta fue no.
Su amistad terminó tras varias peleas.
A pesar de la amargura del primer amor no correspondido, la experiencia sirvió para que Javier comprendiera qué le pasaba: si bien le podrían parecer lindas algunas mujeres, su corazón se sentía atraído únicamente por los hombres.
No, no era bisexual.
Javier nació y creció en Maracay, estado Aragua, en el centro-norte venezolano. Siempre vivió con su mamá y sus cinco tías, además de un primo que se convirtió en una suerte de hermano para él. Aunque todos sus recuerdos de la infancia fueron felices, creció en una casa en la que la homosexualidad era un tema tabú. Sabía que su familia era conservadora y que debía esconder lo que sentía: era como ponerse una máscara. Lo aprendió por las malas a los 14 años de edad, antes de aquella experiencia con Juan, cuando aún creía que era bisexual y decidió contarle a su madre que le gustaban los chicos y las chicas.
Todos los recuerdos de ese día se convirtieron en una bruma borrosa en su memoria, pero nunca olvidaría que la reacción de su mamá no fue buena. Y no sería la primera vez que tendría que “salir del clóset” con ella. Cada vez que hacía un comentario sobre su homosexualidad, su madre se sorprendía, como si fuera una revelación, aunque ya no lo fuera. Algunas veces solo le pedía tiempo para asimilarlo; en otras, amenazaba con arrojarse a los autos de la calle antes de aceptar que su único hijo era homosexual.
Javier solo conseguía sentirse peor.
—Es que yo no quiero verte en ese mundo —le llegó a decir ella, acaso como una explicación a sus amenazas.
Él nunca se permitió llorar ante el rechazo. Su propia madre le sugirió que no lo hiciera, porque “los hombres no lloran”, y desde entonces aprendió que había sentimientos que era mejor mantener ocultos bajo esa máscara.
Prefirió no decirle nada a sus tías. Solo se lo comentó a su primo, quien si bien lo aceptó, no era precisamente un soporte emocional en medio del huracán de sensaciones. Al principio, lo hizo objeto de las clásicas bromas y burlas, o de chantajes de revelar su secreto a la familia si no accedía a sus exigencias. Sin embargo, en la medida que ambos fueron creciendo, comenzó a apoyarlo incondicionalmente.
A los 15 años, por la misma época en que aclaraba su identidad tras el rechazo de Juan, Javier retomó el contacto con su familia paterna, con quien no había tenido mucha cercanía, quizá porque jamás había vivido con su padre. Y aunque su papá ahora estaba en el extranjero, al acercarse a ellos logró crear un vínculo bastante fuerte con su abuela.
El precedente de su madre hacía que sintiera miedo. Le preocupaba no ser aceptado de nuevo. Hasta que a los 17 años, harto ya de la máscara, aprovechó que su abuela cumplía años para quedarse en su casa, y en un momento que la encontró sola en la cocina, se armó con todo el valor que le permitieron sus nervios para decírselo.
La respuesta de su abuela fue un abrazo.
—Ya lo sabía —le dijo, comprensiva.
Le preguntó si ya tenía novio.
Y después siguieron conversando de cualquier cosa. Una reacción similar tuvo su padre cuando se lo contó por mensajes. Con calma, le dijo que lo amaba como era, y que no había nada de malo en ser gay. Javier sintió alivio. Ese día, sintió el alivio de liberarse de aquellos sentimientos aprisionados por años de falsas apariencias.
En septiembre de 2022 comenzó a estudiar comunicación social en la Universidad Bicentenaria de Aragua (UBA), que se convirtió en un espacio seguro desde el primer día de clases, cuando sus compañeros se sentaron a conversar de sus vidas, comentando con naturalidad sus diferentes orígenes y situaciones personales.
Le gustó sentir que podía ser él mismo sin cohibirse ni justificarse.
Ahora solo debía llevar su máscara en casa.
Un mes después, conoció a Rubén a través de Twitter. A Rubén le gustaba dibujar y tenía una cuenta en la que subía sus ilustraciones. Sus interacciones se hicieron cada vez más frecuentes. Tuvieron buena química, por lo que no tardaron en comenzar a salir.
Aunque la primera cita nunca se olvida, en el caso de Javier y Rubén fue la segunda la que los marcó. Ocurrió en febrero de 2023, en uno de los cafés favoritos de Javier, el cual tenía una promoción por el Día de los Enamorados, que sería en pocos días. Ese día, compartiendo, descubrieron lo mucho que les gustaba a ambos hablar y pasar tiempo juntos.
Dos meses después formalizaron su relación.
Rubén no tenía problemas en expresar abiertamente sus emociones, a diferencia de Javier, quien seguía reprimiendo mucho de lo que sentía. Como polos opuestos, aquel era espontáneo, sincero, muy abierto. Tampoco vivía con su padre, pero su madre aceptaba su bisexualidad, por lo que no tenía nada qué ocultar al mundo. Esa forma de ser tan transparente fue, en parte, lo que hizo que Javier se enamorara tan rápido. Era su primer novio, y la primera vez en sus 18 años que podía sentir que amaba y que era correspondido.
—Ojalá que en el futuro puedas casarte y tener hijos —le respondió su madre cuando le contó que, por fin, tenía pareja.
Javier jamás había presenciado un acto de discriminación u homofobia en la calle. Sabía que la comunidad Lgbtiq+ de Maracay era bastante unida, y aunque no le gustaban las discotecas, conocía varios locales inclusivos en la ciudad a los que podían ir sin sentirse juzgados. Pero también era consciente de que fuera de esas burbujas no era seguro mostrar abiertamente su sexualidad.
Ambos conocían perfectamente su realidad en un país como Venezuela. En 2022, el Observatorio de Venezolano de Violencias Lgbtiq+, documentó 172 agresiones contra este colectivo, la mayoría en establecimientos comerciales o espacios al aire libre. Uno de esos casos fue el de un adolescente de 15 años, al que dos sujetos le cortaron la cara en junio de 2022 en Los Teques, estado Miranda, tras perseguirlo en la calle por ser gay.
Y en Maracay todavía recuerdan el caso de Angelo Prado, un joven de 18 años de edad al que, en 2012, mientras regresaba a casa caminando por el barrio Santa Rita, tres hombres rociaron con gasolina. “En esta zona no aceptamos homosexuales” fue lo que escuchó antes de ser envuelto por las llamas. Aunque logró sobrevivir, terminó con quemaduras en el 80 por ciento de su cuerpo.
Por historias así, Rubén y Javier trataban de ser cautelosos, sobre todo en espacios públicos. Pero a veces los problemas llegan solos, por más precauciones que se tomen, y pronto les tocó ser otro número en esas estadísticas.
Javier había quedado en verse con Rubén en la feria de comida ubicada en el 3er piso del Centro Comercial Paseo Estación Central, de Maracay. Se sentaron en una mesa para comer y leer juntos un libro. Como era domingo, la feria estaba casi vacía. Se besaron. Se besaron como cualquier pareja en un centro comercial. Notaron que, a lo lejos, un vigilante los observaba fijamente. Al principio, trataron de ignorarlo. Pero de pronto se les acercó, acompañado por otro.
—Eso que hicieron no está permitido, así que tienen que desalojar de inmediato —les dijo.
Ellos siempre habían sido recatados con sus muestras públicas de afecto, pero apenas unos besos habían bastado para provocar la ira del guardia. Ni siquiera les dio tiempo de responder, cuando el hombre los amenazó con llamar a un policía para que los escoltara a la salida. Tranquilos, pero apenados, recogieron sus cosas y se marcharon.
Como vivían lejos el uno del otro, no solían tener citas con frecuencia. Casi no se veían. Por eso aprovechaban cada ocasión que tenían para compartir. Así que resolvieron que el mal momento que acaban de vivir no les arruinaría su tarde juntos. Se fueron al Centro Comercial Las Delicias II, a una media hora caminando. Allí lograron pasar mucho más rato, terminando de leer en una banca de un pasillo que daba hacia el exterior. El lugar también estaba solo, aunque cada vez que veían a alguien a lo lejos se separaban por miedo. Pero una hora después, otro vigilante los vio dándose un beso y les ordenó que se fueran, aunque no sin antes recordarles que había cámaras de seguridad observándolos.
Se fueron entonces a un tercer centro comercial, del que no los corrieron porque se mantuvieron distantes. Apenas entonces pudieron comer lo que habían ordenado en su primera parada. Más que triste, Javier se sintió indignado. No querían hacer un escándalo ni terminar echados a la fuerza por la policía, pero igual les desalentó pensar que eso jamás le habría pasado a una pareja heterosexual. A las que de hecho, en esos centros comerciales, veían besándose sin tanto revuelo.
Al llegar a su casa, Javier no habló con nadie sobre lo sucedido. Creyó que si les contaba el incidente a sus familiares, probablemente se habrían puesto a favor de los vigilantes.
“¿Será que besarse fue demasiado?”, llegó a cuestionarse. Porque había sido solo eso: no eran actos eróticos ni exhibicionistas. ¿Un beso no es acaso una de las formas más normales, cotidianas, con las que cualquier pareja se demuestra amor?
Pero Javier no estaba solo.
En la universidad, sus amigos le dieron las palabras de aliento que necesitaba escuchar cuando les contó lo sucedido. Y tras publicar en Twitter un mensaje desahogándose, muchos usuarios le escribieron para solidarizarse con él: todos repetían una frase que quedó grabada en la mente de Javier y despejó todas sus inseguridades:
—No hiciste nada malo.
La publicación también hizo que varias organizaciones se pusieran en contacto con él. El Movimiento Somos fue el primero en escribirle. Incluyeron el caso en sus reportes y le ofrecieron asesoría legal en caso de que quisiera demandar a ambos centros comerciales por discriminación. Pero descartó esa idea por el momento. También recibió apoyo del Observatorio de Violencias Lgbtiq+ y Orgullo Lgbti Venezuela, que le explicó que no era ningún delito besarse en un lugar público.
Javier encontró consuelo en toda esa comunidad que le enseñó a no acomplejarse por expresar su amor sanamente. Siguió saliendo con Rubén. Aunque se han recluido a lugares más amigables con la comunidad Lgbtiq, y todavía sienten cierto temor en la calle, la experiencia fortaleció su relación. Desde entonces aprendieron a mejorar su comunicación y a trabajar en formas de proceder en caso de vivir otro episodio como el de los centros comerciales.
La historia de Javier todavía está en tiempo presente. Ahora que sabe que un beso no es razón para sufrir la humillación de un desalojo, está más dispuesto a defender su dignidad. Podría grabar cualquier agresión para dejar un registro y proceder legalmente. Incluso, ya no le importa tanto si su familia materna se entera de su orientación sexual. Poco a poco, aquella máscara de dudas y sentimientos reprimidos comienza a resquebrajarse.