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Estamos aquí para exigir justicia

María José Dugarte | 22 jun 2024 |
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Entre 2016 y 2024 han muerto en Venezuela casi 15 mil personas por la intervención de la fuerza pública. Muchas de las víctimas son jóvenes negros o morenos, menores de 30, habitantes de barrios. En 2019, las mamás de algunos de ellos comenzaron a reunirse para acompañarse en el dolor y en los tribunales y las fiscalías. Cada vez son más las Madres Poderosas

ILUSTRACIONES: IVANNA BALZÁN

Carmen siguió la misma rutina que mantenía cada semana desde hacía cinco años. Salió a las 7:00 de la mañana de casa, en La Dolorita, y tomó un bus hasta Petare. Allí se montó en otro que la llevó hasta el centro de Caracas. Caminó 20 o 25 minutos hasta los tribunales. Hizo todo como siempre. Pero ese era un día distinto.

No iba a exigir avances en el caso de Cristian Alfredo Charris Arroyo, su único hijo. No tendría que preguntar y repreguntar por qué el policía que lo mató seguía libre, uniformado y trabajando. No fotocopiaría las páginas del expediente que recoge los detalles del crimen para saber si había alguna novedad. 

Nada de eso.

Ese día, 16 de enero de 2024, el juez emitiría su decisión sobre Aljerdy Victorino Pacheco Rengifo, uno de los policías implicados en el asesinato de Cristian.

Carmen estaba llena de incertidumbre. Sentía algo de miedo. De pronto, ya dentro del juzgado, comenzó a llorar. “¿Qué pasa si la pena es muy baja”, se preguntaba.

 —Coño, Carmen, tienes que calmarte. Ellos no te pueden ver así. 

Ivonne Parra, cofundadora de Madres Poderosas, una organización creada por ambas para reunir a familiares de víctimas de ejecuciones extrajudiciales y exigir justicia, estaba a su lado. Sus palabras fueron un cable a tierra, un salvavidas en medio de aquella marea emocional.

Entonces, oyeron la declaración del juez. 

—La sentencia es de 23 años y 15 días de prisión. 

Carmen se enteró de que mataron a su hijo justo después de celebrar que él había cumplido 26 años. Fue por teléfono. Era la mañana del lunes 23 de septiembre de 2018. 

—¡Lo mataron, lo mataron, y lo llevaron al hospital de El Llanito! —le dijeron.

Carmen, confundida, se fue corriendo a ese centro médico. Al llegar, le dijeron que fuera directo a la morgue. Estaba en shock, con la mente en blanco, como perdida en un mundo desconocido. Era como si el tiempo se hubiera detenido. De pronto, como a lo lejos, en medio de toda esa bruma, escuchó a su sobrina diciendo que en la reseña policial habían descrito a Cristian como un delincuente: se afirmaba que él estaba involucrado en casos de extorsión, narcotráfico, hurto y homicidio. Carmen se llenó de rabia. Se puso iracunda. Cristian era barbero y deportista, ¿cómo que lo estaban poniendo como un criminal? 

Entonces se hizo una promesa: “Voy a limpiar el nombre de mi hijo”.

En eso estaba, tratando de entender cómo podía limpiar el nombre de su hijo, cuando se topó con Ivonne Parra y le contó esta historia. Ambas estaban en Cofavic, una organización de derechos humanos a la que Carmen había llegado porque unas monjas de la orden Misioneras de Cristo Resucitado le dijeron que allí podían ayudarla. 

Ivonne, al escuchar lo que Carmen había vivido, por primera vez sintió que no estaba sola. Ella cargaba con el mismo dolor: unos policías también habían matado a su hijo. Se llamaba Guillermo José Rueda Parra. 

—Le hicieron lo mismo que al mío. Tenía 20 años y era un muchacho sano.

La conversación se alargó entre lágrimas de tristeza y lágrimas de rabia. Ahí se contaron sus tragedias. Les sorprendió saber que no eran las únicas: en Cofavic les explicaron que las cifras de ejecuciones extrajudiciales en Venezuela eran altísimas. Desde 2012, hasta el primer trimestre de 2017, esa organización registró 6 mil 385 presuntas ejecuciones extrajudiciales (una data fatal que, por cierto, no dejaría de crecer en los siguientes años).

Comenzaron a asistir a talleres de derechos humanos que impartía Cofavic, y aprendieron que esas muertes formaban parte de un patrón: los asesinados tenían un perfil similar. Eran negros o morenos, menores de 30 años y vivían en comunidades vulnerables. Los policías mataban y luego simulaban un enfrentamiento. Cada caso reportado por las FAES, un cuerpo especial de la Policía Nacional Bolivariana (PNB), entraba en un listado que a veces formaba parte de las cifras oficiales de disminución de la delincuencia del país.

Poco a poco, en esos talleres, conocieron a más madres que habían vivido lo mismo que ellas. Fue entonces que comenzaron a pensar que necesitaban apoyo para buscar justicia, porque ya todas estaban descubriendo que no era fácil: se enfrentaban al retraso procesal. A distintas aristas de la impunidad: la prueba clara eran Carmen e Ivonne; ambas denunciaron ante la fiscalía apenas mataron a sus hijos, tenían meses yendo a hablar con fiscales, pero la investigación ni siquiera había llegado a los tribunales. Se sentían agotadas porque, paralelo a ese proceso, tenían un contexto familiar y laboral complejo: no tenían trabajo ni dinero para pagar abogados, además debían encargarse de responsabilidades domésticas porque tenían nietos que necesitaban comer e ir a la escuela. 

Aunque a veces se desanimaban, seguían yendo a encuentros. En uno de ellos, un defensor de Provea comenzó a enseñarles las leyes, términos jurídicos, cómo elaborar y entregar documentos en la fiscalía, algo indispensable porque cualquier error significaba tiempo y dinero.

Aprender les dio herramientas para saber cómo abordar a fiscales que parecían estar evitando trabajar en los casos de sus hijos. 

A comienzos de 2019, luego de escuchar a un profesor hablar de la importancia de hacer memoria, Carmen volvió a pensar en una vieja idea que, en algún punto de ese camino que estaba recorriendo, se le había ocurrido: quería crear una fundación para motivar a que los jóvenes de La Dolorita se cuidaran de las FAES.

Le contó a un psicólogo su idea, y este le recomendó que incluyera a las otras madres dolientes que conocía. Carmen llamó a Ivonne, quien de inmediato le dijo que le encantaría unirse a su iniciativa. Hablaron de posibles nombres para la fundación. Consideraron unir los de sus hijos, pero no les convencía. Siguieron asistiendo a las fiscalías mientras soñaban con esa organización que reuniera a quienes, como ellas, querían justicia. 

En junio de ese 2019, Michelle Bachelet, entonces Alta Comisionada de las Naciones Unidas, visitó Venezuela y se reunió con víctimas de violación de derechos humanos. Carmen e Ivonne fueron invitadas. Pudieron contarle a Bachelet que habían matado a sus hijos y sus relatos formaron parte de los 558 que recogió el informe sobre vulneraciones a los derechos humanos en Venezuela que a los meses se publicó y pedía expresamente al Estado venezolano eliminar los operativos de las FAES. 

Esa experiencia las unió mucho más. 

En Cofavic conocieron a Keymer Ávila, un abogado e investigador que dirigía el Monitor del Uso de la Fuerza Letal en Venezuela. Él documentaba testimonios como los de ellas, y las había asesorado para que expusieran sus casos. Revisaba documentos legales que no entendían y se los explicaba. Hasta las llegó a ayudar con el pasaje si no tenían cómo llegar a tribunales o la fiscalía. Carmen e Ivonne sentían que su interés y apoyo eran genuinos.

Un día estaban tratando de reunirse para hablar de sus casos y revisar cómo podían avanzar con la creación de la organización. Para ponerse de acuerdo sobre el lugar y la hora, Keymer creó un grupo de WhatsApp y le puso: “Madres Poderosas”.

Como estaban juntas, Carmen e Ivonne se miraron extrañadas. Sobre todo a Ivonne le parecía un poco infantil porque le recordó a una serie de dibujos animados llamada Las chicas superpoderosas, pero él les dijo: 

—Ustedes son poderosas por esta lucha que llevan.

Y así se quedaron. Con el tiempo se sintieron identificadas con aquel nombre.

A Madres Poderosas se fueron uniendo otras más.

Primero llegó Lina Rivera. Ella tenía una lista de cinco familiares muertos a manos de las FAES: Jesús Rivera, su hijo; Daniel Rivera, su hermano; Jordan y Josué Rivera, sus sobrinos; y Kevin Figueroa, su yerno.

Luego se unieron familiares de otros jóvenes asesinados: Yexemary Medina, madre de Douglas Escalante; Joselin Alcalá, madre de Jeremy; Rosa Pérez, madre de Genyill Chacón; y Samuel González, padre de José Enrique González, el único hombre. Ya eran seis. 

Así se fue nutriendo esa procesión en busca de justicia. 

En 2021, después de sortear varias trabas burocráticas, lograron registrar la Fundación Madres Poderosas, con el objetivo de reunir a familiares de víctimas de ejecuciones extrajudiciales para exigir justicia y brindar(se) compañía.

Sabían que juntos eran más fuertes. 

Se organizaron mejor. Por el grupo de WhatsApp planificaban las visitas a los tribunales y las fiscalías para hacerle seguimiento a sus casos: si ellas no iban a preguntar, ningún funcionario las contactaba para nada. Ni para informar si se dictaba orden de aprehensión contra algún implicado ni para avisarles de alguna audiencia preliminar. Se comprometieron a ir más de tres veces a la semana a las instituciones. Si alguna no tenía cita, igual acompañarían al resto. 

Las primeras veces que entraron en grupo a los tribunales, muchos funcionarios las observaban. Cuchicheaban. Las conocían, pero igual les preguntaban quiénes eran. 

—Somos madres de víctimas de ejecuciones extrajudiciales y estamos aquí para exigir justicia.

Las cosas comenzaron a cambiar. Algunos dejaron de hablarles con petulancia; hasta se mostraban más empáticos y más diligentes. Varios fiscales, por ejemplo, les comentaron que el proceso se estancaba porque no había un mensajero que llevara las solicitudes de la fiscalía a los tribunales. Es decir, no había quien trasladara una solicitud de orden de presentación o de captura, por lo que el documento podía pasar semanas engavetado.

Algunas de las madres poderosas preguntaron qué podían hacer y les dijeron que podían pedir una credencial llamada “correo especial”: una autorización que las convertía en el enlace de peticiones entre ambas instituciones.

Esa diligencia empezó a formar parte de su rutina.

Poco a poco, las demás hicieron lo mismo. 

Así, mientras unas se movilizaban a los tribunales para llevar solicitudes de los fiscales, otras sacaban copias de algún documento que debían incluir en sus expedientes, compraban agua o comida para las que no habían desayunado. 

No solo se sintieron menos solas sino que la respuesta jurídica comenzó a ser más fluida. 

Tanto que Carmen, finalmente, consiguió que se produjera la primera audiencia preliminar.

A la procesión han llegado más: Urselis Valdéz, madre de Omar Pérez; Millanyela Fernández, madre de Richard Briceño; Maritza Molina, madre de Billi Mascobeto Molina; Daisy Contreras, madre de Andrés Osorio; y Odalis Machado, madre de Carlos Galarraga. 

Son muchas más las que asisten a breves asesorías legales impartidas por abogados colaboradores, como Keymer. Notan lo delicado del proceso y se alejan porque tienen más hijos y les da miedo que los maten o los amenacen. 

Otras han migrado porque la distancia les da más paz que insistir en la búsqueda de justicia. 

Cuando aquel martes 16 de enero de 2024 Ivonne escuchó la sentencia del juez, lloró de felicidad por primera vez en muchos años. “Sí se puede lograr… Sí se logra. Hay que seguir. Hay que continuar”, celebró como lo que es: una hazaña. 

Según el último informe de Provea sobre la situación de derechos humanos en Venezuela, desde 2018, el Ministerio Público tiene 50 mil 855 investigaciones abiertas por violaciones de derechos humanos y hasta 2023 solo hizo 1 mil 842 acusaciones. Provea calcula que 96,38 por ciento de los casos quedan impunes. Ocurre en un país en el cual, según el Monitor del Uso de la Fuerza Letal, entre 2016 y 2024 han muerto 14 mil 866 personas por la intervención de organismos de seguridad del Estado.

A aquella hazaña se sumaron otras. 

Poco después, el 30 de abril, una juez dictó orden de aprehensión para otros tres funcionarios que mataron a Guillermo José, el hijo de Ivonne: dos fueron trasladados al centro de reclusión Rodeo III, y a una funcionaria le dieron casa por cárcel por estar embarazada. Ivonne debe exigir justicia un tiempo más para conseguir la sentencia de todos.

Han pasado varios meses desde que condenaron a Aljerdy Victorino Pacheco Rengifo, el policía que mató al hijo de Carmen. A ella le han dicho que lo tienen protegido en el punto de control donde trabajaba. Ella sigue yendo a tribunales, todas las semanas, para exigir su traslado a Yare III, el centro penitenciario que le asignaron.

—El amor hacia nuestros hijos es más grande que todo eso que nos ocurre. La meta es limpiar sus nombres. Y que los asesinos estén presos, porque mientras que ellos estén ahí, no van a matar más —dice. 

María José Dugarte

Quería ser artista, pero terminé periodista. He escrito para El Estímulo y recorrido comunidades con El Bus TV. Vivo en constante observación para fotografiar y aprender a contar mejor las historias que me conmueven.
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