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Gabo Moncada quiere dibujar otro país

Johanna Osorio Herrera | 6 jul 2022 |
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Camino al colegio, Gabriel Moncada, de entonces 11 años, se sorprendió al ver a varias personas sacando restos de comida de un basurero para comérselos. Era la Venezuela de 2016. A partir de entonces, comenzó a hacerse consciente del país en crisis en el que vivía. Y a dibujarlo, desde su genuina mirada personal.

FOTOGRAFÍAS: ÁLBUM FAMILIAR

Gabriel Moncada acababa de cumplir 11 años y estaba en 6to grado. Aquella mañana de 2016, iba con su mamá al colegio. Para llegar, tenían que caminar unas ocho o nueve cuadras por la avenida Fuerzas Armadas, en dirección a Santa Rosalía. Hasta 4to grado, cuando estaba en el otro colegio, el trayecto era más largo: subían varias cuadras por la misma avenida y luego empalmaban con la Panteón. Algunas veces lo llevaba papá, pero casi siempre, sobre todo en los años recientes, solo lo hacía mamá.

En algún punto del trayecto, Gabo vio algo que lo impresionó. No es que no lo hubiese visto antes. Cecilia, su mamá, siempre trataba de evadir el contenedor de basura que estaba en la esquina de su colegio, pues desde antes, en 2014, ahí ya era frecuente la escena que estaba a punto de ver Gabriel: unas personas, como él, como su familia, buscaban comida entre la basura, se la llevaban a la boca o la guardaban en bolsas para comer más tarde. Estas personas estaban delgadas, muy delgadas.

¿Cuántas preguntas deben desencadenar esta escena, tan tristemente común ese año, en la mente de un niño?

Gabriel tenía dos años viendo esto, pero esta vez fue diferente. Esa imagen permaneció rumiando en su mente a lo largo del día. Fue así como llegaron a sus pensamientos reflexiones sobre este momento y sobre su propia vida: la vida de un niño de 11 años en la Venezuela de 2016.

Tal vez ya estaba ocurriendo, pero fue a partir de este momento que Gabo empezó a notar cambios en su rutina: aunque su vida seguía siendo bonita —manejaba bicicleta, le gustaba leer, hacer cosas de niños— la familia iba menos al cine, comía menos fuera de casa, se permitía menos gustos.

 ¿Tendría esto alguna relación con aquello que había visto?

Comenzó entonces a prestar más atención a las conversaciones de los adultos, a hacerse más cuestionamientos sobre su entorno, a preguntar más a su mamá periodista, a tratar de entender, como puede hacerlo un niño que ya no es tan pequeño, pero que sin duda aún lo es.

Un día, Gabo hizo un dibujo que dejó a todos boquiabiertos.

No se puede decir, tampoco, que esto no hubiera pasado antes. Gabo no recuerda cuando comenzó a dibujar: carros, animales, sobre todo fauna marina, que es su favorita, más carros, más animalitos. Ya su familia estaba acostumbrada a que Gabriel dibujara, cada vez con más gracia.

Pero esta vez fue diferente.

En la hoja, gastada ya, se aprecian dos tiburones bajo el mar, viendo una presa sobre el agua. Parecía un típico dibujo de Gabo. Pero un tiburón le preguntaba a otro:

—¿Nos lo comemos?

—No, está demasiado sucio —respondía el segundo tiburón.

Tenía traje rojo.

Era gordo, ovalado, tenía bigotes, nadaba sin preocupaciones.

Cecilia, la madre de Gabriel, se sorprendió. ¿Qué estaba pasando por la mente de Gabo? ¿Acaso…? No, no podía ser, ella y la familia siempre intentaron protegerlo de la realidad.

Pero ya esta realidad formaba parte de Gabriel, o él ya formaba parte de ella.

Al primer dibujo le siguió otro, y otro, y otro. En todos, Gabo contaba, con sus creyones de siempre, esta nueva mirada, menos inocente, que tenía sobre la vida, su vida, la vida de otros, la vida de nosotros.

En una, un hombre gordo vestido de rojo, en medio de una feria televisada de pescado, grita: “Mi amor por Venezuela es tan grande como esta sardina”, mientras sostiene un pescadito que casi no se ve.

En otra, se ve un grifo desde el que sale agua muy oscura y un texto que dice: “El plan de sustituir el agua por Nestea fluye de maravilla”.

Otra, cuenta aquello que vio de camino al colegio: hay una gran bolsa de basura maloliente, rodeada de manos de personas; abajo un par de ratoncitos hablan con cara de preocupación:

—¿Y la comida?

—Nos la quitaron.

Todas, escenas cotidianas a las que Gabo prestaba una especial atención.

Eran muy explícitas, con referencias muy claras a gente poderosa. Por eso, Cecilia no encontraba una manera, al menos no una que no le provocara algo de temor, de canalizar las ansias que su hijo tenía de expresarse.

¿Cómo mostrarle al mundo la visión del mundo de Gabo sin exponerlo a otra parte de esta realidad que él aún no conocía, pero que ella, como periodista, sí?

Se le ocurrió que podía publicar una de sus caricaturas en su cuenta personal de Facebook. Después de todo, ahí solo la verían familiares y amigos: ella lo haría orgullosa y Gabo estaría feliz al ver que su trabajo salía del papel.

Y, en efecto, fue así. Llegaron entonces decenas de buenos comentarios, mensajes de motivación para Gabo. Pero en la cabecita de aquel niño de 11 años, que ahora sentía más certezas sobre el impacto de esto nuevo que ocupaba sus días, había una pequeña esperanza: que alguna persona, en algún lugar, se encontrara con sus dibujos y quisiera publicar su trabajo.

María José Ramírez, fundadora y directora del portal noticioso Te lo cuento news, navegaba en Facebook cuando vio una de las caricaturas. Eran más de las 11:00 de la noche. Inmediatamente, alzó el teléfono y llamó a Cecilia:

—¿Por qué no me habías dicho que tu hijo está haciendo caricaturas geniales?

Desconcertada, Cecilia puso el teléfono en altavoz para que Gabo también escuchara los halagos.

—Quiero publicarlas.

—¿Tú me estás hablando en serio?

—¡Claro! Son geniales.

Gabo, que admiraba el trabajo de caricaturistas como Weil, Edo y Rayma, no podía creerlo. Al darse cuenta de que haría lo mismo que ellos, se sintió muy feliz.

A Cecilia se le asomaron las lágrimas. Gabo iba a hacer lo mismo que sus caricaturistas favoritos. Pero también, claro está, iba a estar expuesto públicamente; muy expuesto, como ellos. El orgullo vino acompañado de cautela, mucha cautela.

La primera caricatura de Gabo se publicó en diciembre de 2016: un árbol de Navidad adornado por “los deseos de los venezolanos”, que Gabo representó con bolsas de leche, arroz, otros alimentos, dólares, visas. Así, nació la sección en la web que ahora es su marca personal: Así lo mira Gabo.

Al comienzo, se valía únicamente de creyones y papel. Lo hacía en sus ratos libres y publicaba cada viernes. Enviarlas se le hacía un suplicio. Al terminar cada pieza, iba con su mamá a un centro de impresiones, pagaban para escanearla y luego se la enviaban a María José. Si por sus responsabilidades en el colegio se retrasaba y terminaba luego de que cerraran el sitio, debían correr a la casa de algún vecino que tuviese un escáner. A veces, la única opción que tenían era tomar la mejor foto posible, con un celular regular, y rezar para que la imagen llegara bien.

Luego, un par de años más tarde, con los ahorros por sus publicaciones, Gabo se compró su primera tableta gráfica. Con dibujos digitales, el envío era más expedito.

Ya Gabo no tiene 11, sino 16. En 5 años de carrera ha ideado su propio método para contar lo que ve, que ahora no es solo lo que escucha de los mayores, o lo que mira en la televisión y en la calle; sino que Gabo también usa las redes, investiga, ve qué opina la gente, qué han hecho otros caricaturistas, lee, lee mucho, tiene conversaciones muy serias, se imagina cómo contarlo, hace bocetos que a veces le sirven y a veces no. Cuenta, dibuja, como siempre, sobre la crisis en general, o los enfermos, el agua, la luz, los servicios y, muchas veces también de experiencias de su vida diaria, pero ahora sin ser tan explícito.

Ha publicado una caricatura cada viernes desde 2016, excepto aquella semana, en 2019, en la que todo se apagó por días. Esa caricatura la envió el sábado, apenas volvió la electricidad.

Venezuela vive en Gabo y viceversa, con todas sus implicaciones: servicios públicos precarios, incertidumbre sobre en cuál universidad estudiará porque sabe que no tienen profesores o son impagables, otros obstáculos, censura…

Pese a su edad, o tal vez precisamente por eso, Gabriel ha recibido solo ataques en redes sociales de gente, o de bots, que interpelan al medio, o que dicen que él solo firma y que esas caricaturas no pueden ser suyas. Censurarse, en una casa con una madre periodista y un niño perspicaz, no es una opción. Gabo ha aprendido a decir más con menos, a sugerir en lugar de enunciar, pero siempre con la misma contundencia.

Él, como sus dibujos, ha crecido. Ahora tiene más referentes, como el nicaragüense Pedro Molina o el cubano Ángel Boligán, caricaturistas que también trabajan en entornos restrictivos.

Y aunque a veces siente un poco de temor de que, un día, una de sus caricaturas aparezca en un show televisivo donde se somete al escarnio a quien incomode al poder, su familia lo apoya y lo protege.

Aquel niño que a sus 11 años reflexionaba sobre por qué había gente comiendo de la basura, sigue siendo muy reflexivo, pero ahora otros temas le inquietan. Le preocupa que en Venezuela no se tome en cuenta la opinión de los niños y jóvenes, le preocupa que se piense que sus voces no tienen el mismo valor, le preocupa que se crea que las decisiones políticas no les afectan. Por eso dibuja lo que dibuja.

Sin embargo, también relata la esperanza, la resiliencia. Es ese, precisamente, el país que quiere dibujar Gabo: uno que no es perfecto, pero donde la vida pueda mejorar cada día, uno del que nadie tenga que huir, donde los jóvenes puedan estudiar, donde la gente no pase hambre. Y donde ningún niño, de camino a la escuela con su mamá, deba despertar prematuramente de la inocencia al encontrarse de frente con la miseria.

Johanna Osorio Herrera

Jugaba a ser reportera desde que aprendí a leer. Luego, coqueteé en mi imaginación con cinco profesiones más. Pero la vida me quería periodista. Lo supe a los 12 años. Nací el día que empecé a cubrir deporte menor y las comunidades me enamoraron. Ahora aprendo a contar sus historias.
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