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Hasta que regresen los peces y las tortugas

Joshua De Freitas | 22 ene 2022 |
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En Santa Rosa de Agua, a orillas del lago de Maracaibo, Mary Carmen Vera y Renny García, junto a un grupo de niños, recolectan la basura que llega, arrastrada por el viento del norte, a las costas de esa comunidad. Saben que no es suficiente frente a la progresiva contaminación del lago, pero no están dispuestos a dejarlo de hacer.

Fotografías: Mary Carmen Vera

 

Luego de una jornada de trabajo, Mary Carmen Vera caminaba desde su restaurante en las afueras de Santa Rosa de Agua, y notó algo que la desconcertó. Era la tarde del 14 de septiembre de 2021 cuando vio que el agua se movía un poco más de lo usual, como si alguien —o algo— nadara entre los miles de botellas que flotaban cerca de la costa. 

—¡Mira, Mary! Hay algo que se mueve… —gritó una de las niñas de esta comunidad a orillas del lago de Maracaibo, en el estado Zulia, señalando al norte con el dedo.

Cuando estaba a unos 10 metros de la niña, a dos palafitos de la casa de Mary Carmen, ambas se dieron cuenta de que una tortuga trataba de dar con la orilla. Solo se le veía la cabeza fuera del agua; trataba de respirar entre las bolsas plásticas que flotaban en la superficie.

Mary Carmen marcó en su teléfono el número de la Policía Lacustre de Maracaibo. Ella sabía que cuando ocurrían avistamientos como ese era porque los animales no estaban bien. De un grito llamó a su hermano Renny. En ese momento, uno de sus vecinos se lanzó al agua y trató de levantar a la tortuga, pero no pudo. Hicieron falta 11 hombres para cargarla. Cuando la pusieron en la orilla, fue que pudieron recobrar el aliento.

Unos minutos más tarde llegaron los policías acompañados de varios rescatistas de la Fundación Ambientalista Mapache Ecoaventuras. Muchos vecinos habían salido de sus casas y se acercaban a ver la tortuga. Todos comentaban lo raro que resultaba aquel hallazgo, lo mal que estaba el animal y que tal vez no sobreviviría. Tenían más de cinco años sin ver una tortuga nadando en los alrededores de sus palafitos.

Como los demás, Mary Carmen vio cuando la camioneta de los rescatistas partió con el quelonio a bordo, y se quedó un rato más conversando con algunos de sus vecinos.

Renny atravesó el barullo de gente y se acercó a ella. Estaba empapado y con una línea verde y negra a la altura del abdomen, ahí donde le llegaba el agua cuando ayudó a cargar la tortuga.

—¿Cuánto falta para que la marea se mantenga baja de nuevo? El viento está trayendo otra vez la basura y no hemos limpiado las orillas en varios días —le dijo al hermano.

—Como en unos tres de días, más o menos. Vamos a ir avisándole a los muchachos y buscando las bolsas y los sacos. 

—Claro, claro; vamos a ver quién gana recogiendo más… —dijo refiriéndose a lo que los niños de la comunidad consideraban un juego.

En ese instante vio a uno de sus vecinos que, aprovechando el alboroto y la distracción de la gente, lanzaba unas bolsas de basura en las canaletas de la comunidad. Movió la cabeza en señal de reprobación, pero no dijo nada.

Cuando Mary Carmen llegó a su casa, encontró al abuelo Nelson dormido en una mecedora. Su teléfono repicó; era una llamada de los rescatistas. Le dijeron que la tortuga, de la especie Caretta caretta, estaba en cuidados veterinarios y su estado de salud era crítico. Tenía un peso por debajo del que podía esperarse: 130 kilos, cuando debía tener por lo menos 150. Quizá había pasado muchos días en las aguas del lago de Maracaibo y no se había alimentado bien. Le contaron que tuvieron que improvisar una piscina en las instalaciones de la fundación para atenderla.

Colgó la llamada, se fue al único rincón de su casa donde hay buena señal de datos móviles y escribió en un buscador el nombre de la especie. Leyó que estaba en peligro de extinción. Estas tortugas destacaban por el tamaño de su cabeza y la fuerza de la mandíbula, que es superior a la de otras. También leyó que antes habitaban en el lago de Maracaibo, pero que por la contaminación de sus aguas habían migrado a otros lugares. Y aprovechando la estabilidad de la conexión, le dio seguir a la cuenta de Instagram de Mapache Ecoaventuras.

 

Mary Carmen, de 30 años, es cocinera y tiene un pequeño restaurante en Santa Rosa. Su hermano Renny, 10 años menor, es pescador y estudia contaduría pública en la Universidad Rafael Belloso Chacín, en Maracaibo. Tres días después del rescate de la tortuga, ambos salieron de sus casas cargando con varios sacos vacíos. Las aguas del lago estaban más tranquilas, el viento no soplaba con fuerza.

Brenda, la hija de 4 años de Renny, salió a toda velocidad, emocionada, por los corredores de los palafitos a llamar a sus amigos, unos 12 niños. Cuando estuvieron todos, Mary Carmen abrió uno de los sacos y Renny anunció que había empezado el juego de recoger la basura de las orillas, que ganaría quien sumara más envases plásticos.

Mary Carmen sonrió al ver que todos se dispersaron, eufóricos. Desde que los niños se integraron a las batidas de recolección que hacen de tanto en tanto, siente que sus esperanzas se renovaron. Es como verse a sí misma y a su hermano cuando estaban pequeños.

—¡Mary, encontré una bolsa verde y amarilla que no está rota! ¡Esta sí es especial, parece un empaque de arroz! —le dijo Renny, entonces de 7 años, a Mary Carmen un día de la Semana Santa de 2008. Estaban a orillas de la península de San Carlos y el niño la halaba del brazo con insistencia.

En esa época ella tenía 17 años, e iban con el abuelo Nelson cada vacación de Semana Santa a pasar unos días pescando en el norte del estado Zulia, donde el golfo de Venezuela se une con el lago de Maracaibo. Tardaban cerca de una hora desde su casa para llegar hasta esas playas. 

Primero pescaban y luego iban a jugar. El abuelo les entregaba un saco para que Renny y Mary Carmen recogieran la basura que encontraban. Para ellos esa actividad era tan entretenida como era para otros niños la recolección de conchas de moluscos.

Pero ya en ese entonces había más botellas en la arena que caracoles. 

Al final de aquel día, Nelson y sus nietos habían llenado unas cinco bolsas, y se iban con al menos 20 kilos de pescado para vender. Y ya en su casa, mientras limpiaban los pescados, el abuelo les contaba alguna anécdota de cuando era joven. 

Les decía que era pequeño cuando vio por primera vez una mancha de petróleo sobre el agua del lago. Que antes, por la década de los 50, veía cómo su padre y sus colegas sacaban hasta 50 kilos diarios de pescado. Pero las industrias abrieron un canal para unir el lago de Maracaibo con el golfo de Venezuela y la pesca ya no fue la misma. Luego, las aguas se hicieron más salobres y disminuyó la fauna. 

Con el crecimiento de las industrias y la ganadería —que arrojaban sus desperdicios al lago—, comenzaron a verse las primeras algas cianóticas nadando libres. Estas algas disminuyen los nutrientes que consume la fauna y la flora del lugar, lo cual es perjudicial para las especies y las aleja.

—Este problema tiene mucho tiempo en la corriente, por los menos unos 20 años. Por eso cada uno debe poner de su parte —les repetía el abuelo Nelson. 

Desde entonces, Mary Carmen y Renny se dedicaron a pescar y a limpiar. Al menos cada 15 días, recogían los potes y bolsas plásticas que traía el viento a las costas de Santa Rosa de Agua. Intentaban animar a sus vecinos, pero ellos los ignoraban. “Es un caso perdido”, solían responderles.

—Si no hacemos nada, entonces sí estará todo perdido —les decía Mary Carmen. 

Llevar adelante esta labor era ir contra la corriente: tenían que esperar la marea baja del lago y los vientos menos fuertes; buscar espacios libres entre los estudios y el trabajo como pescador de Renny y el de Mary Carmen en el restaurante; y hacer de oídos sordos a las críticas de la gente. 

A pesar de todo, no dejaban de hacerlo. 

A principios de 2021, Brenda, la hijita de Renny, los acompañó a limpiar por primera vez. Ella misma invitó a varios niños a jugar para ver quién recogía más. Si reconocía a alguno de sus amiguitos en las orillas del lago, lo halaba por el brazo y le insistía para que se les uniera. Así llegaron a ser los 12 que asisten ahora. Y Mary Carmen y Renny les preparan una sopa de pescado para recompensarlos de alguna manera por el trabajo. 

Mary Carmen se siente contenta. Sabe que lo que hacen no es mucho frente a la contaminación del lago, pero al menos la reconforta contribuir en algo. 

—¡Ya llenamos la última bolsa que trajimos! —gritó Renny dando por terminado el juego—. ¡Buen trabajo, chamines! Vamos a comer la sopa de Mary, que hoy nos hizo un sancocho de bocachico.

Los niños aplauden emocionados. 

Habían pasado 3 horas desde que comenzaron, y lograron llenar 30 bolsas negras de basura. 

Mientras los niños comen, Mary Carmen revisa su teléfono. Ve que en la cuenta de Instagram de Mapache había noticias de la tortuga que rescataron: los veterinarios descubrieron que había perdido su flotabilidad pasiva, no podía nadar a la superficie por su cuenta. Y que aunque al principio mostró mejoría, no había querido comer. Le hicieron varias tomografías y no había obstrucción en su aparato respiratorio, ni fracturas, por lo que suponían que era un problema intestinal.

Después, Mary Carmen comenzó a llevar las bolsas hasta uno de los cinco vertederos que hay en Santa Rosa de Agua, para lo cual debió hacer varios viajes. En los vertederos se acumula la basura en grandes cantidades, porque desde hace cinco años no pasan los camiones recolectores de la Alcaldía de Maracaibo.

Se acercó luego a la casa de su vecino Luis Moral para dejarle algunas bolsas con deshechos que suele vender a empresas recicladoras. Es el único en la comunidad que se dedica a ello.

Es finales de septiembre de 2021 y, ya en la noche, luego de cenar, Mary Carmen le pregunta a Renny:

—¿Qué tal estuvo la pesca de ayer?

—¡Nojombre, solo 3 kilos, y si acaso…! —le responde el hermano sin ocultar su decepción—. Ahora uno tarda más esquivando las manchas de petróleo, las algas y el plástico que pescando en el golfo. 

En su celular Mary Carmen ve un video que publicaron en el Instagram de la fundación ambientalista: aparecían un montón de bolsas de plástico regadas sobre una mesa; todas estaban bañadas de un color verdoso, como bilis. “La tortuga Caretta caretta murió por una obstrucción intestinal”, decía José Sandoval, activista de Mapache. “Tuvo en su sistema digestivo alrededor de 1 kilo y 100 gramos de plásticos de un solo uso; puros envoltorios de chucherías y bolsas en su estómago”.

Mary Carmen sintió también un malestar en su estómago y se sentó en uno de los muebles de la sala cuando llegó Brenda. 

—Papi, ¿vamos a jugar a limpiar la playa otra vez? Mira que tengo a otro amiguito para invitar…

—¡Pues claro que vamos a jugar! Las veces que sea necesario hasta que regresen los peces y las tortugas al agua para jugar contigo y los muchachos —le dijo Mary Carmen antes de que Renny contestara.

La niña, sonreída, se fue dando brincos a uno de los cuartos. 

Quizá el oleaje siga arrastrando el plástico. Pero Mary Carmen continuará limpiando. Una y otra vez. No va a quedarse con los brazos cruzados. Confía en que los niños como su sobrina no se estancarán como las bolsas y los envases plásticos en las costas, y que tampoco se irán como hicieron los peces y las tortugas que alguna vez nadaron en estas aguas.

En ellos tiene puestas sus esperanzas.

Joshua De Freitas

Estudiante de comunicación social en la Universidad Central de Venezuela y músico en formación. Siempre he pensado que la vida es como una fuga de Bach: una obra en donde varios sujetos cuentan una historia de manera única. Mi meta es narrar ese contrapunto lo mejor que pueda. #SemilleroDeNarradores
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