Juanita vive en el Hospital Cecilia Pimentel del estado Zulia, un centro médico especializado en la atención a personas con lepra, enfermedad que el doctor Jacinto Convit le diagnosticó en 1979. Allí conoció el amor y, en los últimos años, la soledad. De 100 pacientes que hace un par de décadas estaban recluidos en el leprocomio, solo quedan cinco.
Fotografías: Jhoandry Suárez
Recordar: del latín re-cordis, volver a pasar por el corazón.
Eduardo Galeano
Hay silencio.
Hay silencio y por eso cualquier sonido, por pequeño que sea, suena amplificado. Como un eco. Largos pasillos conectan con ocho decenas de habitaciones vacías, cual cascarones abiertos. Los techos con filtraciones y las puertas desvencijadas y las sillas de ruedas oxidadas arrimadas en un rincón y la oscuridad y el calor hacen que este lugar —el hospital Cecilia Pimentel a las afueras de Maracaibo— esté envuelto en una atmósfera de melancolía.
De soledad.
De pronto se escuchan unos pasos: alguien arrastra los pies en la habitación 076. Debe ser Juanita, con su andar pausado. Sí, tiene que ser ella; es difícil confundirla. Hay poca gente en este hospital para pacientes con lepra que hace décadas albergaba a un centenar de ellos. Entonces había bulla, gente caminando por los pasillos, médicos afanados. Ese tiempo ahora parece lejano, más lejano de lo que es. De 100 pacientes han sobrevivido cinco: Juanita es una.
Juanita luce como una muñeca de trapo: usa blusas de colores y de su cabeza cuelgan dos trenzas. Es testigo de tanta mengua. Pero cuando saluda, sonríe como si no fuera sobreviviente de una tragedia. Es una sonrisa amplia, sincera, afable. Y cuando habla queda claro por qué sonríe así: se aferra a la felicidad de otros tiempos para sobrellevar las pérdidas, que no han sido pocas.
Dicen que la muerte es el olvido y Juanita no olvida a quienes se han ido. Sobre todo al amor de su vida.
Juanita creció con problemas de visión. Apenas distinguía siluetas. Cuando tenía un año y medio de edad y apenas aprendía a caminar, siempre quería estar abrazada a las piernas de su madre. Un día, la señora estaba preparando un café. Cuando quitó la olla del fogón, sus dedos resbalaron y el agua caliente se derramó sobre la niña. Rostro, brazos y piernas con quemaduras de segundo grado. Desde ese día, la pequeña no volvió a ver bien.
Creció y la familia, sin saber cómo lidiar con alguien con discapacidad visual, jamás la inscribió en un colegio. A los 20 años, con sed que aprender cosas, Juanita decidió irse al Colegio de Niñas Ciegas, en El Junquito, un albergue de las hermanas Franciscanas.
Internada allí, se sintió útil.
La convivencia le permitió hacer amigos a quienes quiso como parientes. Cada tanto, en especial durante las vacaciones, su familia la buscaba para pasar tiempo con ella. Un día de 1979, a los 39 años, estaba disfrutando junto a ellos en el mar de La Guaira cuando notó que tenía la cara inflamada. Las manos y los pies se le entumecían o perdían la sensibilidad constantemente. En aquellos días de vacaciones, perdió las ganas ir a la playa y se quedaba durmiendo, sumergida en un letargo.
Y su piel comenzó a llenarse de manchas claras.
En la familia sospecharon de qué podía tratarse, pero nadie quiso decirlo: la palabra “lepra” daba miedo. Con las monjas, Juanita había conocido la “maldición bíblica”, como llamaban la enfermedad, porque ellas habían trabajado asistiendo a leprosos en España y en Venezuela. Al sentir aquellos síntomas, se angustió.
“Que no sea lepra, que no sea lepra, ¡Dios mío!”, se repetía como una letanía cuando sentía el hormigueo en la cara o la debilidad en su cuerpo.
La llevaron con un médico en La Guaira, pero no obtuvo un diagnóstico porque necesitaban primero el resultado de una biopsia cutánea, la cual el especialista debía enviar a Caracas. Ansiosa, resolvió suspender las vacaciones con su familia y regresar a El Junquito. Las monjas la llevaron al Hospital José María Vargas, en Caracas, al consultorio de un especialista llamado Jacinto Convit, quien se dedicaba al estudio de la lepra.
Luego de examinarla, Convit suspiró y dio su diagnóstico: sí, se trataba de lepra ¿O Mal de Hansen?, ¿o Mal de Lázaro? Juanita no recuerda las palabras exactas. Sintió que el mundo se detuvo. Quiso salir corriendo o quiso no haber sabido jamás lo que en verdad le pasaba.
La enfermedad, causada por la bacteria Mycobacterium leprae, no la ponía en riesgo de muerte. Pero Juanita sabía que la patología afectaba severamente la piel: le aparecerían lesiones en zonas en las que ya no sentiría nada. Tendría problemas respiratorios. Sus nervios se verían afectados, en especial los encargados de la sensibilidad y las respuestas motoras. Podía incluso sufrir deformaciones en varias partes del cuerpo.
La enfermedad arrastraba consigo un estigma. Y exclusión: significaba una condena a la distancia. Erróneamente se pensaba que era de fácil contagio. En Venezuela, los lázaros —como llaman a los leprosos, evocando una parábola bíblica— eran tratados en sitios remotos. Uno de estos estaba en la Isla de Providencia, en el Lago de Maracaibo, habilitada para los leprosos por decreto de Simón Bolívar en 1828.
A Juanita la enviaron de inmediato en una ambulancia desde el Vargas al Hospital Dermatológico Dr. Martín Vegas en Catia La Mar, inaugurado tres años antes en sustitución del leprosorio de Cabo Blanco, que estaba ubicado justo donde hoy está una de las pistas del Aeropuerto Internacional Simón Bolívar en Maiquetía.
Juanita lloraba. En el hospital le asignaron una habitación que debía compartir con cinco mujeres. Meses después, las monjas franciscanas le propusieron llevarla a España para cuidar de ella en unos los hospitales que atendían unas hermanas de la orden. Pero eso nunca se concretó.
No existía la vacuna inventada por Convit —por la cual ganó el Premio Príncipe de Asturias en 1987— que haría más sencillo el tratamiento. A Juanita le recetaron medicamentos para paliar los síntomas, porque entonces la ciencia no tenía más opciones que ofrecerle. Pero dos años después la Organización Mundial de la Salud aprobó una terapia —compuesta por dedapsona, rifampicina y clofazimina— que podía curar el mal. Y comenzaron a aplicársela a Juanita.
Todos los días, a la misma hora, la llevaban en una ambulancia al Hospital Vargas para recibir esa medicación. Un día, le tocó compartir la ambulancia de regreso con otro enfermo de lepra, proveniente de Sucre, a quien iban a internar en el Martín Vega. Se llamaba Ismael Machín. Era 15 años menor que ella, que tenía 40.
A Juanita le gustó. Sus problemas de visión le impedían verlo bien, pero distinguió que era alto. Sintió empatía. Le sacó conversación.
—Hola, ¿cómo se llama? —le preguntó.
A la pregunta le siguió una charla de la cual ninguno se pudo zafar.
Se hicieron amigos. Compartían largos ratos. Comenzaron a preocuparse el uno por el otro. Se hicieron novios. Se podían ver un par de veces durante al día en un pequeño parque dentro del hospital. Juanita estaba feliz porque antes de que apareciera Machín, la idea de quedarse sola la atormentaba.
—Machín, ¿qué tal si nos casamos? —le propuso un día Juanita—. Aquí lo hacen los pacientes, hasta las enfermeras con pacientes ya curados.
El hombre no respondió: se limitó a mirarla con sus ojos claros.
Ella insistió después. Tanto, que logró convencerlo cuando ya ambos estaban sanos de la lepra, gracias al tratamiento que recibían en el Vargas. En 1985 se casaron por el civil y por la iglesia. Juntos, planificaron comprar una casa y salir del leprocomio. Nunca lo lograron. ¿Cómo podían hacerse con una vivienda si no tenían ingresos?
Por eso, aunque sanos, seguían internos allí. A principios de los 90, en compañía de muchos enfermos, comenzaron a protestar porque la atención en el Martín Vegas había desmejorado: fallaban los servicios básicos, el suministro de comida, el aseo de las habitaciones. Y el personal médico a veces los maltrataba.
Juanita e Ismael pagaron las consecuencias de su insubordinación: los obligaron a irse. Como no tenían casa, a modo de castigo, los enviaron lejos, a otro leprosorio: al más novedoso, uno que se había inaugurado el 23 de agosto de 1985: el Hospital Cecilia Pimentel.
Llegaron en 1994. Lo que encontraron dista mucho de la desolación que reina hoy en esta edificación del sector Palito Blanco del estado Zulia.
Juanita e Ismael entraron a unas instalaciones modernas. Consultorios, enfermerías, salas de rayos X, zonas recreativas y servicio de rehabilitación. Los recibieron con indiferencia, recuerda Juanita.
—El personal directivo nos veía como “mala conducta”.
Los ubicaron en esta habitación –la 076– donde Juanita hoy escarba en sus recuerdos.
Aquí, donde ella y Machín fueron felices.
A Juanita nunca la vino a visitar su familia. Perdió todo contacto con ellos. No sabe qué habrá sido de sus vidas.
En 2014, Ismael sufrió un accidente cardiovascular y desde entonces comenzó a sufrir epilepsia. Las convulsiones frecuentes fueron mermando su vitalidad, extinguiendo su memoria, alterando sus estados de ánimos. Una mañana, luego de una convulsión, no regresó.
La tía que lo crió y sus hermanos viajaron desde Sucre para el sepelio. Se encargaron de cremarlo y se llevaron sus cenizas.
Juanita sintió que se quedó con un hueco profundo en su vida.
Meses después, quizá para evitar pensar tanto en la ausencia de Ismael, comenzó a ayudar a atender a otros pacientes. Así conoció a Víctor Zamora, por quien le brotó un amor maternal. Gracias a él volvió a sentirse rodeada de afecto.
Pero Víctor ya no está aquí.
En 2019, luego de una fractura en su fémur que luego se infectó y no contó con la asistencia médica necesaria, murió. Ese año murieron también otros cuatro pacientes.
Por eso es que ahora solo quedan cinco.
Tras las pérdidas, algunos amigos le han propuesto a Juanita que se vaya de allí. Pero ella no quiere.
A sus 80 años, ha salido a trancar la calle de enfrente porque –como en el Martín Vega, hace un puñado de años– aquí las cosas han dejado de funcionar como antes. Fallan el comedor, el suministro de agua, la luz.
En un rincón de esta habitación, Juanita tiene cuatro hojas sueltas con un proyecto que alguna vez esbozó y que sueña con que se materialice: convertir el hospital en un geriátrico para abuelos desamparados. Quizá es esa idea la que la mantiene aquí. A pesar de tanto. A pesar de todo. Lo dice, y sonríe otra vez, como quien no encuentra palabras para explicar sus razones.